jueves, 22 de enero de 2009

EL ARTE DESNUDO



En el erotismo artístico, nos guste o no, todo es una cuestión de realismo y de representación. Una de las grandes virtudes de la pintura erótica es la de enfrentar al espectador al dilema del juicio estético, poniendo a prueba su desinterés: aprecio las cualidades formales de la obra o, simplemente, apruebo o repruebo su contenido. En este sentido, debemos agradecer a un pintor de “menores” como Balthus el haber mostrado los “paños menores” del arte y el gusto y no sólo los de sus inmaduras modelos, representando el arte en toda su desnudez.

Escandaloso

Cuando Balthus se propuso escandalizar a la escena artística de los años treinta pintó La lección de guitarra. Y lo hizo con plena conciencia como indica esta declaración epistolar: “He pintado con sinceridad y emoción toda la tragedia palpitante de un drama sobre una silla, proclamando las leyes inquebrantables del instinto. Volver así al contenido apasionado del arte. ¡Muerte a los hipócritas!”.

El escándalo provocado por el cuadro de Balthus se fundaba en una causa inveterada: la representación de un motivo intolerable para la mentalidad puritana. Resulta irónico que la moderna sociedad parisina acostumbrada a celebrar los atrevimientos formales y las asépticas distorsiones figurativas de las vanguardias se sublevara ante la “lección” presentada por Balthus con medios tan tradicionales. La controvertida imagen de esa profesora madura a punto de trasladar al cuerpo inocente de su alumna toda su pericia instrumental encerraría, por tanto, una perturbadora alegoría sobre los procedimientos de creación y recepción del arte erótico en todas las épocas. La reacción ante esta pintura, la más explícita quizá de Balthus, dependería sólo de los prejuicios del espectador. Mientras el autor de una obra escandalosa se pondría en evidencia al desvelar una zona especialmente delicada del inconsciente público, del mismo modo que la niña pasiva del cuadro desnuda el rotundo pecho de la experta instructora.

Original

Sin embargo, el origen moderno de esta estrategia estética está en Gustave Courbet. Es cierto que el Manet de Olimpia desnudó los entresijos económicos y morales de la representación. Pero Courbet es el autor de una serie de cuadros que, sin duda, se cuentan entre los más estimulantes de la historia. Destaco sobre todo tres: La mujer en las olas, un poderoso busto femenino digno de constituirse en icono contemporáneo; El sueño, un post-coito lésbico de una indolencia sensual digna de Baudelaire; y, sobre todo, El origen del mundo, una miniatura mimética de vívidos detalles fisiológicos que retrata parcialmente los secretos de la sexualidad femenina y de la mirada masculina que tiende a objetualizarla.

La historia de la transmisión de este cuadro clandestino es tan excitante como su contenido. El aspecto más divertido de su peregrinación hasta llegar a su actual ubicación en una sala apartada del Museo de Orsay fueron los años en que perteneció a Jacques Lacan. El pícaro doctor lo mantenía escondido tras un ingenioso dispositivo pictórico. Un paisaje anodino de Masson se deslizaba para revelar, como una reliquia indecente, el sexo velludo de la modelo favorita del pintor (la pelirroja Joanna Heffernan). Entre tanto, el psicoanalista Lacan gozaba lo suyo escrutando los síntomas del estupor en las caras de sus invitados ocasionales.

Pensamientos impuros

Durante años El origen del mundo se había constituido en objeto de culto idólatra para todo artista instalado en París. Inseminados por ese fetiche femenino, creadores tan viriles como Picasso o Duchamp contribuirían a revolucionar el erotismo pictórico. Pero también Rodin, escultor de la provocativa Iris, mensajera de los dioses, se vio infectado por ese mal gráfico y necesitó adentrarse por sí mismo en el misterio profano de la pintura, esa trepidante indagación de las apariencias que el ojo transmite al trazo a través de la mano.

Pasados los cincuenta, el augusto voyeur solía invitar a su estudio, como hacía Matisse, a toda clase de mujeres, las inducía a desnudarse y en ocasiones a masturbarse o acariciarse, e incluso a amarse entre ellas, mientras él, desde una promiscua cercanía, registraba cada acto, gesto o postura sin despegar la punta del lápiz o el pincel de la hoja ardiente. Hasta hace dos décadas esta masiva colección de dibujos y acuarelas permaneció oculta. Hoy ya todo el mundo sabe qué imágenes obsesionaban al “pensador” de Rodin.

Klossowski, el apuntador

Como se sabe, Balthus tenía un hermano mayor, Pierre Klossowski, que además de filósofo y novelista, uno de los escritores más excéntricos de la literatura europea del siglo XX, tenía una carrera paralela de pintor. No ha habido en la historia de las artes un mundo más complejo que el de Klossowski ya que no ha habido un artista polifacético que haya utilizado tantos recursos para darle credibilidad estética. La novela, el dibujo, la pintura, el cine, la escultura, la fotografía, el pensamiento, todos estos medios le sirvieron para imponer un mito erótico (Roberte) destinado a suplantar como “signo único” a todos los existentes en el mundo devaluado de los signos sociales.

Roberte (inspirada en Denise, su esposa) es un simulacro femenino que aparece en sus obras sometido a todo tipo de tentaciones y ritos sexuales. Un personaje ambiguo, que niega sus propios deseos o cede inconscientemente a ellos forzada por agentes externos, y se ve perseguida por el deseo de los otros a fin de otorgarle realidad, a menudo de forma violenta o perversa. De ese modo, Klossowski transforma el arte en una “demonología” privada, esto es, una tentativa de exorcizar los fantasmas libidinales a través de figuras, escenas y gestos. Una representación erótica que se desdobla en especulación teórica sobre el deseo y la voluptuosidad en las sociedades históricas y la vida psíquica individual.

El gran desnudo americano

No querría terminar esta historia sumaria del erotismo artístico sin ocuparme de la pintura erótica norteamericana. Una tendencia representada, entre otros, por Tom Wesselman, que aportó al pop-art una obscenidad carnal digna de Courbet y una sensualidad decorativa heredada de Klimt o Matisse; o por el provocador Eric Fischl. Nadie ha ido más lejos que Fischl en la escenificación de los fantasmas inconfesables de la sociedad de consumo, pintando con renovada técnica realista escenas o conductas procaces extraídas de una forma de vida y una cultura como la postmoderna donde la frontera equívoca entre erotismo y pornografía se ha diluido para escándalo de muchos.

jueves, 15 de enero de 2009

RÍOS DE BABEL


Afirma Carlos Fuentes, en un pasaje especialmente intenso de su texto seminal Cervantes o la crítica de la lectura, que la literatura está escrita por un solo autor: “un polígrafo errabundo y multilingüe llamado, según los caprichos del tiempo, Homero, Virgilio, Dante, Cervantes, Cide Hamete Benengeli, Shakespeare, Sterne, Goethe, Poe, Balzac, Lewis Carroll, Proust, Kafka, Borges, Pierre Menard, Joyce”. Todos los nombres de la literatura, como quería Borges, designan al mismo escritor de todos los libros de la historia. Esa lista infinita incluiría también a Julián Ríos, escritor plurilingüe y cosmopolita como pocos.

Con Larva. Babel de una noche de San Juan, Ríos había dado muestras sobradas de sus múltiples afinidades con dos de esos eximios escritores: Cervantes y Joyce. Un apareamiento literario no tan obvio como algunos pensarían. El ilusionismo especulativo y (meta)ficcional del barroco español se conjugaba, sin perder el sentido del humor, con la moderna alquimia del verbo del irlandés trasterrado para producir una de las novelas más ingeniosas e innovadoras del siglo pasado. Uno de los libros más libres de la literatura española y uno de los más felices (la carne se hace verbo y el verbo se hace carne de verdad en cada una de sus jugosas páginas) de la literatura universal. Conviene recordarlo ahora que se cumplen veinticinco años de su primera edición.

Con el paso de los años las potencias creativas de la literatura de Ríos fueron expandiéndose libro tras libro (Poundemonium, Impresiones de Kitaj, La vida sexual de las palabras, Álbum de Babel, Amores que atan, Monstruario o Casa Ulises, entre otros). No obstante, faltaba en este corpus admirable un tomo dedicado a trazar con rigor las genealogías librescas de Ríos. Y esto es lo que, por fin, ofrece con generosidad esta espléndida colección de ensayos y artículos literarios[*]. Una biblioteca babélica en la que rastrear, volumen a volumen, las preferencias singulares de su autor y los fundamentos de su original concepción de la novela como “canibalización y carnavalización cultural”.

No hay mejor comienzo para el libro de lecturas de un escritor que la evocación de otro escritor entregado de lleno a la lectura. El elegido en este caso es Thoman Mann, quien durante la travesía del Canal de la Mancha huyendo de la Alemania nazi decidió leer íntegro Don Quijote de la Mancha. La coincidencia toponímica de la historia de Mann en "La Mancha" sirve a Ríos, en un acto de ventriloquía literaria, para probar dos conceptos estrechamente relacionados con su escritura creativa. En primer lugar, que los juegos de palabras no son más arbitrarios ni gratuitos que las propias palabras, como creen los dómines de la pureza en todos los ámbitos, sino expansiones de la realidad en el dominio del significado. Y, en segundo lugar, que hasta un escritor tenido por decimonónico como Mann pudo entender, gracias a Joyce y a Cervantes, que el estilo más moderno, como respuesta a los desafíos de su tiempo, era una vez más el de la parodia.

Después de esta extensa entrada en materia que da título al conjunto ("Quijote e hijos: travesía del océano de historias"), las evocaciones e invocaciones se multiplican, ramificándose de autor en autor, de obra en obra, hasta constituir un programa de lecturas tan suculento como instructivo. Es en esta festiva serie de ensayos donde el artífice de Larva explora con amenidad y perspicacia los enigmas cervantinos del brasileño Machado de Assis, el argentino Cortázar, el alemán Arno Schmidt, el ruso Nabokov y el dublinés errante Joyce (sólo faltarían Sterne y Flann O´Brienn para que la cuadratura de Ríos fuera perfecta). En particular, los textos dedicados a Lolita ("Lolita a los cincuenta") y a Pálido fuego ("Grados de lectura o el prisionero de Zembla") no sólo se cuentan entre las lecturas más inteligentes y documentadas de estas memorables novelas de Nabokov (junto con Ada, o el ardor, una trilogía narrativa insuperable para mí), sino que demuestran que el humor verbal y una larvada ironía son los aliados más productivos de la erudición crítica.

En cualquier caso, si hay una lección provisional que extraer de Quijote e hijos es ésta: el arte de la prosa, tan descuidado en la actualidad, alcanzó un nivel supremo en el siglo veinte, aboliendo cualquier distancia estética con la poesía. Leer o releer a Joyce, a Nabokov, a Cortázar o a Schmidt supone así una experiencia tan intensa como leer a Ríos escribiendo estos crucigramas verbales sobre todos ellos. Ningún amante de la verdadera literatura debería perderse este breviario exigente y hermoso.

[*] Quijote e hijos, Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2008.

lunes, 5 de enero de 2009

2008: UNA ODISEA GLOBAL


No nos engañemos, el único beneficio a extraer de la crisis económica mundial, con la que el sistema se está ajustando a las demandas aún más exigentes de la supereconomía del siglo veintiuno, es el de poder sentir al fin, en plena necrosis, las redes instituidas de la globalización. Antes incluso de saberlas totalmente incorporadas al sistema, ya las vemos colapsadas y a punto de (imprevistas) metamorfosis. En este contexto, a nadie debería sorprenderle que los videojuegos se hayan convertido en la principal industria del entretenimiento. Hasta hay teóricos que nos advierten de que una de las finalidades de dichos dispositivos es la de poner a prueba la adaptación de los seres humanos a las reglas cada vez más competitivas del sistema económico. Veremos si lo consiguen.

Entretanto, el cine y la televisión, las dos grandes máquinas de fabricación de ficciones en formato más tradicional, hacen lo que pueden por sobrevivir (como los protagonistas de Perdidos, cuya 4ª temporada constituye una de las grandes experiencias audiovisuales del año pasado) en un mundo que ya no parece necesitar tanto historias consumidas de manera pasiva como experiencias intensas de interacción y participación. No obstante, como en todo, siempre hay unos pocos que se adelantan y saben enfrentarse a los desafíos de su tiempo, y otros, los más acomodaticios, que siguen explotando los recursos ya acreditados como rentables.

El mundo contemporáneo conoce toda una nueva inmanencia de las relaciones, los acontecimientos, los flujos y los intercambios que el aparato del cine, por toda su avanzada tecnología y sus medios de producción cada vez más internacionalizados, está en mejores condiciones que ningún otro arte para mostrar en sincronía con su irrupción en la realidad. Esta perspectiva geopolítica se funda en la posibilidad de entender el cine contemporáneo como un instrumento de conocimiento del mundo, una cartografía de las líneas de desplazamiento o fijación territorial, una reinterpretación imaginaria de los idearios nacionales, las fronteras geográficas y los ejes geopolíticos que movilizan las tensiones y los conflictos, las derivas culturales, los mestizajes e hibridaciones y las migraciones humanas, etc.

El cine es ahora mundial, como la crisis, a pesar de que la presencia asiática[1] casi ha desaparecido de una cartelera venida a menos. Partiendo de todas estas premisas, conviene tomar nota de lo que durante este año hemos podido ver o no (nadie está en condiciones de verlo todo) en las múltiples pantallas a nuestro alcance.


Agotamiento americano

La fórmula multinacional está gastada, digan lo que digan la taquilla y las campañas publicitarias a su servicio. Sigue haciendo dinero y arrastrando espectadores a las salas, pero no puede producir mucha credibilidad una industria fundada en la explotación reiterada de los mismos estereotipos y convenciones. Otro Batman[2], otro James Bond, otro Indiana Jones. Basta ya, por favor. Hasta el austriaco Michael Haneke, uno de los grandes agitadores fílmicos de la conciencia europea, se ha burlado de las expectativas de Hollywood al conseguir que le financiaran, con estrellas oscarizables, el remake de Funny Games, servido como McMenú en todos los multiplex del mundo para disgusto (profundo) de un público que no sabe ni quién es Haneke ni cómo diferenciar este producto perverso de la masa de subproductos con envoltorio psicopatológico que ha consumido hasta el hartazgo sin enterarse de sus efectos tóxicos.

Y es que la mayoría de las mejores películas americanas venían atrasadas de 2007: Pozos de ambición, No es país para viejos, Sweeney Todd, La noche es nuestra, Antes de que el diablo sepa que has muerto. Algunas otras, por desgracia, siguen pendientes de estreno[3]. Y poco más. De la cosecha de 2008, con todo, rescato tres muestras estupendas estrenadas con sospechosa puntualidad: Quemar después de leer, la chispeante comedia de los Coen que se consume en el recuerdo, como anuncia el autodestructivo título; Rebobine, por favor, de Michel Gondry, a pesar de su dudosa ideología comunitaria, supone un canto paradójico a la imaginación creativa y la complicidad del espectador con el poder inventivo de la máquina cinematográfica; y El incidente: el fantástico artefacto de M. Night Shyamalan, sobrecargado de guiños cinéfilos y bromas sardónicas, es, entre otras cosas, una charada postfreudiana sobre Eros y Thanatos disfrazada tras la apariencia de una parábola ecológica de ideología neutra (tan lejos de la predicación new age como de la denuncia radical). Y, sobre todo, una lúgubre meditación sobre el final del duelo por el 11 de septiembre: mostrando la pulsión de muerte inscrita en el sistema del espectáculo americano y, como en Ruido de fondo de DeLillo, la aprensión a la muerte y el terror a las imágenes de la muerte subyacentes al modo de vida americano (con los planos de los suicidas tomados de rodillas para abajo como signo de ese pánico primordial y las impactantes imágenes de los suicidios en masa como recordatorio de las vírgulas negras que caían desde las torres gemelas incendiadas)[4].

Valores europeos

Ha sido un magnífico año de cine europeo. Me refiero, para empezar, a La cuestión humana, de Nicolas Klotz, una desconcertante parábola sobre los perversos reflejos de la ideología nazi de los campos de concentración en los modos de organización de la corporación capitalista contemporánea de visión obligatoria en todas las escuelas de economía del mundo y, como educación básica, en todas las escuelas sin más.

Olivier Assayas, para mí uno de los puntales del mejor cine transnacional, ha logrado estrenar este año dos películas muy distintas pero complementarias. Boarding Gate, un neothriller fascinante sobre los entresijos afectivos del capitalismo global que logra trazar una cartografía personificada de las relaciones entre Europa, Asia y los Estados Unidos en clave de choque, inestabilidad y catástrofe, produciendo además una imagen crítica del gran mercado del mundo. Y Las horas del verano, más convencional en apariencia, donde Assayas evalúa el peso del pasado y la familia, las ideas de herencia, propiedad, tradición y decadencia, el malentendido generacional y la comedia humana de los vivos y los muertos, como lastres de la identidad individual y colectiva en la Europa actual.

El cine francés ha completado su excepcional presencia en nuestra cartelera[5] con otras dos joyas: la deliciosa Asuntos privados en lugares públicos, con la que el octogenario Alain Resnais sigue demostrando que la estilización técnica es el mejor medio de transmitir emoción e inteligencia; y la maliciosa Una chica cortada en dos, con la que el septuagenario Chabrol se erige, escalpelo en mano, en el más afilado analista de la televisiva Francia de Sarkozy.

Este año nos ha devuelto al mejor Peter Greenaway con La ronda de noche. La película es muchas cosas en una y todas excitantes y originales: una lección de historia (el siglo XVII); una lección de sociología (la producción artística como conjunción de fuerzas sociales e individuales) tanto como de historia del arte (biografía imaginaria de Rembrandt y fabulación criminal sobre la creación de uno de sus lienzos canónicos); una lección política (con el poder de las instituciones y la opresión del género femenino como objetivos de su diagnóstico más bien pesimista de la vida social); una lección estética sobre el modo de producción cinematográfico; y, por si fuera poco, una lección impresionante sobre los procesos de construcción de una imagen o un cuadro y las relaciones del artista con la realidad de su tiempo como no había vuelto a ver explorados en cine, con tanto rigor analítico como belleza plástica, desde El contrato del dibujante.

En 2008 se ha estrenado también la última película de otro gran director europeo, Alexander Sokurov. Aleksandra es una parábola matriarcal sobre la guerra de Chechenia observada desde una (comprensiva) óptica filorrusa. El nombre del personaje que le da título (el de la última zarina, Alexandra Feodorovna Romanova) y la condición de la actriz que lo encarna (la cantante y viuda de Rostropovich, Galina Vishnevskaya) son indicios suficientes de la intención alegórica nacional y cultural que sostiene la trama anecdótica de la película. La ambigua fascinación que suscita el cine de Sokurov desde siempre, revalidada en esta extraña cinta de guerra y paz, radica en este conflicto sin resolver entre una supuesta ideología regresiva y un avanzado esteticismo y formalismo tecnológico (El arca rusa sigue constituyendo, quizá junto a Madre e hijo, una de las cumbres de esta paradoja estética del cine de Sokurov).

Un centenario portugués

El pasado 11 de diciembre el genial cineasta Manoel de Oliveira cumplió cien años, convirtiéndose no sólo en el director más veterano en activo sino en el único de toda la historia que ha atravesado, con una vitalidad creativa admirable, todas las etapas del cine, desde el período mudo hasta éste dominado por la digitalización audiovisual. Nadie en su sano juicio debería perderse una película tan original y corrosiva como Los caníbales, cada vez más actual en un mundo dominado, como siempre, por la depredación social y la explotación económica. La mejor noticia, sin embargo, es que se encuentra rodando una nueva película. Mientras Oliveira siga al frente de la cámara, el cine europeo más exigente y ambicioso no tiene nada que temer. Deberíamos celebrarlo como corresponde[6].


[1] Sólo se han estrenado dos cintas asiáticas de verdadero interés: Soy un cyborg, de Park Chan-Wook, y Aliento, de Kim Ki-Duk. Mientras auténticas obras maestras de los últimos años como Syndromes and a Century, de Apichatpong Weerasethakul, y I don´t want to sleep alone, de Tsai Ming Liang, por citar dos que he visto este año, permanecen inéditas. Retribution, de Kiyoshi Kurosawa, sólo se estrenó en DVD.

[2] A pesar de que el “Joker” de Heath Ledger me parece una de las (re)creaciones magistrales del año.

[3] Me refiero a Paranoid Park y a Milk, ambas de Gus van Sant, a Southland Tales, de Richard Kelly, a I´m not there, de Todd Haynes, y a Go Go Tales, de Abel Ferrara, por citar sólo unas cuantas joyas del cine americano off Hollywood inédito hasta el momento en nuestras pantallas. De todas ellas, Milk, al ser la biografía sui generis del militante gay Harvey Milk, es la que tiene más actualidad. Tuve la fortuna de verla en un cine de San Francisco, que es la ciudad donde se desarrolla la trama, abarrotado de público local. Todos celebraron el conmovedor final de la película con una ovación impresionante. Algunos espectadores, que por edad podían haber vivido en la misma época de los hechos narrados e incluso conocido al personaje, lloraban desconsolados la muerte del benefactor Milk, el pope de la calle Castro. Me alegra haber podido ver esta película por primera vez en la ciudad ideal para hacerlo. Fue una de las experiencias más intensas e inolvidables de mi vida de espectador. Y una prueba de que el cine y, en general, cualquier manifestación creativa del siglo veintiuno, debería preservar una faceta local con la que incorporarse a los flujos transnacionales. Por suerte, se estrena este mes en España. Alegrará a muchos espectadores españoles, por cierto, comprobar que las luchas por las libertades públicas durante la transición son evocadas con complicidad histórica por uno de los colaboradores más estrechos de Milk, que al ver a un transexual en las calles de Barcelona proseguir la manifestación en la que participaba tras recibir el impacto de una bola de goma de la policía cobra conciencia de la necesidad de comprometerse a fondo con la reivindicación de la causa gay en Estados Unidos, y, en particular, en California, donde la votación de rechazo a la posibilidad del matrimonio entre homosexuales no sólo enturbió hace unos meses la victoria de Obama, mostrando que había derechos más difíciles de conquistar que la presidencia para un afroamericano, sino que devolvió a la actualidad más rabiosa la historia contada en esta película. Quizá no sea una casualidad que el mismo actor (Josh Brolin) que interpreta al asesino de Milk fuera elegido este mismo año por Oliver Stone para interpretar a George W. Bush (dubya, como lo llaman familiarmente muchos americanos) en su película W.

[4] La revisión hace unas horas tan sólo de la magnífica El bosque me confirma lo que sabía desde que me dejé fascinar por El protegido hace ya muchos años: Shyamalan es, además de un gran fabulador fílmico, uno de los directores en activo con más talento para la planificación y conocimiento de las artes de la puesta en escena, sólo igualado por Tarantino y Fincher entre los directores de las nuevas generaciones.

[5] A pesar de que siguen sin estrenarse algunas grandes películas como Un conte de Noël, de Arnaud Desplechin, y Une vieille maitresse, de Catherine Breillat, por citar sólo dos vistas no hace mucho. La primera, de hecho, es la última película que vi el año pasado, en una sala de los Landmark Theatres de San Francisco. Sólo hace un par de días he podido disfrutar al fin de La duquesa de Langeais, una memorable adaptación de Balzac hecha por un Rivette en plena forma estética.

[6] Comenzando por estrenar de una vez todas las películas de Oliveira de los últimos años que permanecen inéditas en nuestras pantallas comerciales a causa de la creciente desidia de exhibidores y distribuidores.