lunes, 22 de marzo de 2010

SEX SHOP (1):



LA PRISIONERA DE SÍ MISMA

Para el ser humano, ¿hay placer fuera de la obscenidad? Incluso cuando los cuerpos están más estrechamente unidos, ¿no existe el subterfugio de una proyección fantasmática más allá de ese contacto, no existe la mediación de un espectáculo, aunque sea mental?
C. M.


En realidad, este texto debería llamarse “la vida mental y sentimental de Catherine M.”, tal es la considerable actividad mental que su autora confiesa dedicar a cuestiones vitales como el sexo o los sentimientos. Incluso se podría dudar de la veracidad de las escandalosas experiencias relatadas en el libro anterior dado el grado de anticipación y cálculo respecto de su realización y la minuciosidad posterior de su recreación verbal.

Con un texto confesional, como parece ser éste
[*], cabe interrogarse desde el principio si la máscara elegida por la autora al mostrarse al desnudo, sin otro ornamento que un estilo analítico descarnado, es o no más perturbadora y efectiva que si recurriera a la ficción. En suma, una vez que se acepta que todo lo leído en él es auténtico o, por decirlo de otro modo, toda su estrategia se orienta hacia la revelación de la verdad de un sujeto y de sus vivencias más íntimas, nos queda todavía la indecisión sobre si esa verdad y esa autenticidad no son estrategias al servicio de una tendencia narcisista o exhibicionista.

Este autorretrato algo crispado (titulado en el original Jour de souffrance) nace como secuela del éxito de La vida sexual de Catherine M., y, sin embargo, describe las condiciones existenciales e intelectuales de creación del mismo. Es aquí donde surge la ironía de que una situación dominada por lo sentimental, por así decir, pueda engendrar como respuesta terapéutica un relato volcado hacia la dimensión más carnal.

La experiencia central narrada es la de una aguda “crisis” nerviosa padecida por la autora en sus relaciones con el hombre de su vida, el escritor Jacques Henric, al descubrir las reiteradas infidelidades de éste. En el fondo, la paradoja que sume en un estupor gradual a Millet está fundada en un malentendido egocéntrico. Ella había asumido esas relaciones amorosas con la plena conciencia de su libertad para mantener al mismo tiempo toda suerte de encuentros sexuales, mientras parecía suponer cierta exclusividad por parte de él. Para colmo, Henric sostiene relaciones con mujeres que poseen atributos físicos de los que Millet carece (cabellos largos, grandes pechos, juventud, etc.) y él parece fetichizar en oposición a ella. El choque se hace cada vez más dramático y degenera en obsesión patológica cuando Millet no sólo rastrea las pistas escritas de esos encuentros furtivos sino que fantasea con ellos. Se asiste entonces a una obscena puesta en escena del sentimiento de los celos, con todo su fastidioso caudal de descubrimientos morbosos, imaginaciones culpables, documentos insinuantes, fantasías porno, análisis delirantes y, sobre todo, rituales sadomasoquistas del dolor y el placer producidos por la conciencia de la traición del otro.

Si uno de los referentes narrativos podía ser el Proust de Un amor de Swann, La prisionera y Albertine desaparecida, obras maestras de la inteligencia aplicada a la compleja fisiología del amor, hay tantas diferencias en el tratamiento y en los fundamentos que, al menos, habría que atribuirle a Millet la singularidad de su experiencia. Una mujer libertina, dueña absoluta de sus devaneos eróticos, sus fantasías y sus placeres masturbatorios, que, como ella misma confiesa, no siente con facilidad el arrebato del amor ni siquiera por ese hombre por el que dice sentir unos celos extremos, ve desplomarse todo su mundo y su identidad bien asentada al descubrir que no es ni ha sido nunca el único objeto de deseo de su marido.

Sin duda, el narcisismo onanista de Millet, su tendencia a la creación de escenarios mentales fantasiosos (“mi cine interior”), sus manías personales, sus traumas infantiles (una madre adúltera) y su egocentrismo de clase intelectual privilegiada están en la base de la “crisis” que la condujo, tras pasar por la consulta del psicoanalista, a someter el caos de su vida sexual a la férrea disciplina de la escritura.

Con todo, Catherine Millet da una imagen de mujer algo tradicional. Y, en este sentido, cabría preguntarse qué habrían dicho Freud o Lacan de sus tormentos emocionales y fisiológicos. Qué apasionante caso no habría construido Freud con los volúmenes complementarios que componen el bucle de esta autobiografía psíquica. La grandeza del siglo XXI, al que ambos textos pertenecen por sus planteamientos estéticos y la inteligencia de sus comentarios, reside en esto, precisamente. Ya las mujeres no necesitan de un mediador médico para construir grandes relatos sintomáticos sobre los males del patriarcado. Eso hemos avanzado.

[*] Catherine Millet, Celos. La otra vida de Catherine M., Anagrama, 2010.

SEX SHOP (2):



DERROCHE DE FLUIDOS

Con Zonas húmedas
[*], esta estimulante propuesta narrativa de Charlotte Roche (Londres, 1978), su autora ha logrado el más alto galardón que concede el mercado editorial: vender millones de copias en todo el mundo de este jugoso tratado sobre la vida en el cuerpo en una sociedad que parece más preocupada por la conservación o embellecimiento del mismo que por cualquier otro asunto. Todo un éxito inesperado en la era del porno gratuito y omnipresente en Internet. Zonas húmedas es eso también: una webcam femenina donde lo real y lo diferido anulan sus diferencias al hacerse escritura del cuerpo en estado de excitación perpetua.

Con inteligencia estratégica, Roche ha acertado al ambientar su intrascendente crónica en un hospital y concederle el protagonismo a la anatomía más íntima de una chica mala, Helen, cuyas experiencias sexuales, a pesar de sus dieciocho años, superan en cantidad y refinamiento a las de muchos adultos. Experta en la obtención de placer físico por cualquier vía, ya sea anal, oral o vaginal, en solitario o con amantes de cualquier género, edad, raza o situación, la incorregible Helen se presenta desnuda ante el lector desde el principio, más allá de todo pudor o tabú, y realiza sin apenas inmutarse un strip-tease paradójico para demostrar que la piel no es, de ninguna manera, lo más profundo. Cada uno de los rincones y recovecos de este cuerpo postrado contiene un suculento historial clínico de anécdotas y una caprichosa analítica de preferencias sensuales y sexuales que Roche explora y explota con ingenio asociativo.

A partir de la premisa de una delicada operación de hemorroides, la paciente Helen aborda la descripción sistemática de sus estados fisiológicos durante esa estancia hospitalaria que ella alarga más allá de lo razonable con el doble propósito de escapar a una vida anodina y restaurar la armonía imposible de su traumática familia. Al final de ese viaje inmóvil a los confines de la carnalidad, le aguarda el amor. De ese modo, entre la comezón anal del comienzo y los latidos sentimentales del corazón de Helen, la novela parece hallar una solución irónica a sus escabrosas incursiones en los dominios de lo sórdido, lo repulsivo, lo inmundo y lo abyecto.

Si se quiere, esta novela se suma a las tentativas de un siglo en que el cuerpo femenino ha ido apropiándose de los modos de expresión tradicionalmente masculinos con objeto de inscribir en ellos una práctica existencial hasta cierto punto diferente. Desde Molly Bloom, la marioneta lúbrica manejada por un maestro deslenguado como Joyce, o las heroínas libérrimas de Lawrence, como Lady Chatterley, hasta la gran Kathy Acker, sentándose a escribir con el bolígrafo en una mano y la otra ocupada en masajear su sexo con el vibrador como incitante a la experimentación literaria más desenfrenada, pasando por los obscenos improperios de Elfriede Jelinek o los escenarios provocativos de Catherine Millet y Virginie Despentes, antagónicas aventureras sexuales del presente. La cultura de este nuevo siglo parece al fin liberada de todas las restricciones expresivas que la atenazaban para poder registrar sin escándalo la pluralidad innata del sexo en los archivos del conocimiento humano.

Con su derroche incontenible de fluidos viscosos, experiencias extremas y prácticas indecibles, Roche quizá no dé un paso adelante respecto de estas autoras en lo que supondría la consolidación de una estética literaria. Lo que sí logra es inscribir su historia personal en un contexto coetáneo de desacralización consumada del cuerpo. Un cuerpo afrontado desde la perspectiva médica como un campo de investigación tan riguroso como excitante, tan gozoso como libre de prejuicios, desnudado de toda pretensión de trascendencia o idealización, reducido, como quería Foucault, a localizaciones somáticas, órganos y orificios, funciones fisiológicas, pero también a sensaciones y placeres. Quizá no seamos, como dice Roche, más que “animales altamente desarrollados”. En tanto tales, en cualquier caso, no habría “mucha diferencia entre hombres y mujeres”.

Este explosivo breviario de Roche confirma que el cuerpo, con todas sus amenazas y males, es aún nuestro mayor cómplice cuando se trata de mantenernos conectados a la intensidad subversiva de la vida. En este sentido, Zonas húmedas, un libro tan absorbente como instructivo, propone una ética erótica de amor al propio cuerpo cuya validez sólo puede confirmarse en comunicación paradójica con el cuerpo del otro.

[*] Charlotte Roche, Zonas húmedas, Anagrama, Barcelona, 2009.

SEX SHOP (3):



EL VERBO HECHO CARNE

La novela sacramental de Elfriede Jelinek[*]

Recordar este viejo principio es lo que le valió a Jelinek provocar un gran escándalo en Austria. Recordarnos este principio es lo que vuelve finalmente escandalosa y provocativa la lectura de esta novela. Recordar, en el contexto de una cultura europea amortecida en el sueño mediático y mercantil de su unificación, que Dios ha muerto, la religión es el opio mayoritario, las iglesias un instrumento de opresión en franco declive histórico, los valores sociales, culturales y familiares dominantes instrumentos de represión y normalización, como hizo Bernhard hasta la extenuación, podría parecer redundante, o fastidioso, pero seguir insistiendo a estas alturas en que la verdad del lenguaje humano está en la carne y la verdad de la carne humana está en el lenguaje, como hace Jelinek, es una hazaña digna de elogio y admiración, y no estoy seguro de que la Academia sueca le haya otorgado su máximo galardón siendo consciente de este aspecto subversivo de su literatura. Es verdad que con ello ha hecho justicia, de modo impensado, al mentor egregio que da nombre al premio, pues por una vez se ha recompensado a una autora explosiva, a una auténtica dinamitera del lenguaje y las historietas y valores convencionales.

La pornografía se basa en la explotación de la carne en tanto carne y nada más, y si puede fascinar es por su obtusa inmersión en la materia oscura de la que estamos hechos, por eso esta novela no es pornográfica. El erotismo es un refinamiento sensorial y un tamizado del instinto por la inteligencia y la cultura, y si puede seducir es por su estilización fantasmática o fetichista de las relaciones sexuales, por eso tampoco es erótica. Por el contrario, si hay una lección “católica”, si se quiere, que Jelinek ha extraído del tratamiento prohibitivo que confiere Joyce a la sexualidad de sus personajes, en particular en su femenino monólogo de Molly Bloom, es que el tono, la modulación, la declinación verbal y sustantiva, la combinación del registro sublime y el obsceno en el mismo párrafo y hasta en la misma frase es el estilo más elocuente, la expresión consumada del deseo humano en vista de su doble condición verbal y carnal, sin olvidar su rechazo categórico a cualquier idealización puritana o normativa romántica.

El escándalo de Jelinek reside así en la invención suprema de una voz narrativa tan poderosa que es capaz de registrar musicalmente la multiplicidad de dimensiones que constituyen la experiencia humana y ofrecer sobre ellas una mirada penetrante y cáustica que a nada ni a nadie perdona. De ese modo, alcanza a conferir cuerpo expresivo a las pulsiones más soeces, las ideas más sucias, los comportamientos más indignos, los comentarios más indecentes, y logra incorporarlos a una descripción integral de la sociedad austriaca tan siniestra como exportable. La prosa de Jelinek incurre en la vulgaridad o la grosería del mismo modo que propende a la denuncia social, la acerba crítica de costumbres, la burla del matrimonio, la religión y la familia, la política, la publicidad y el deporte, la crudeza sarcástica acerca de la guerra de sexos o la lucha de clases, o el descrédito mordaz de la modernidad económica y tecnológica tanto como de su antecesora reaccionaria.

Pero si hay mucho de Joyce en la jugosa dicción de la novela, también lo hay de Flaubert (Madame Bovary) en el diseño cruel de la historia de Gerti, la moderna heroína tragicómica emparentada con algunas de las máscaras más carismáticas de la feminidad occidental (re)creadas por grandes escritores masculinos: pienso en Eurípides (Medea y Las bacantes), en Barbey D´Aurevilly (Las diabólicas) o en Faulkner (Las palmeras salvajes).

El pesimismo antropológico de la novela y su terrible desenlace se compensan, no obstante, con una ironía socarrona a prueba de denuncias y, sobre todo, con el fulgor carnal de sus aforismos, como éste, precisamente, sobre el exaltado (des)encuentro de los amantes: “¡Pueden hacer cosas por las que merece la pena tener un cuerpo!”. Ya está todo dicho.

[*] Elfriede Jelinek, Deseo, Destino, 2004.

lunes, 15 de marzo de 2010

EL PRESENTE ES EL FUTURO



“Un artefacto producido en masa por una cultura que imitaba vagamente lo que en su tiempo fue la cultura de otra”.

W. G.

Para empezar a leer esta novela[1] conviene olvidarse en parte de lo que fue el ciberpunk y de que William Gibson es el mítico autor de Neuromante y de seis novelas más que, con sus altibajos de energía, han diseñado un retrato alegórico de alta resolución digital de nuestra convulsa época. El ciberpunk se ha vuelto adulto y, en cierto modo, adulterado. Y Gibson, el gran autor del grupo, ha escrito esta ficción sobre el presente que lo aproxima tanto a la historicidad evanescente del último Pynchon (“Había fantasmas en los árboles de la Guerra Civil, pasada Filadelfia”) como a la lucidez política de DeLillo (“Estados Unidos había desarrollado el síndrome de Estocolmo hacia su propio gobierno después del 11-S”).

Se trata de una novela contenedor, una novela donde cabe todo lo específico de la experiencia contemporánea, desde la música pop y las artes más ligadas a la tecnología hasta las redes de vigilancia y espionaje y los sistemas de rastreo global. El formato novelesco permite a Gibson actuar como un narrador DJ, capaz de recopilar y almacenar ingentes cantidades de información sobre cuestiones que, de otro modo, sería imposible mezclar en un mismo espacio. Y éste, precisamente, el espacio, la percepción geopolítica del espacio, la circulación entre el espacio local y el global, el modo en que la globalización ha conferido una trascendencia nueva a cada punto discreto de una realidad que ahora se concibe como una red interconectada, es la idea que engloba, evitando su dispersión, todas las peripecias de la enrevesada trama.

En el centro de ésta se encuentra, como obsesivo objeto de búsqueda, un errático contenedor de color turquesa, desaparecido en los Mares de China, poblados de piratas nativos e incontrolables operaciones de la CIA, y su intrigante contenido. Varias agencias y organizaciones se disputan su localización, constituyendo diversas subtramas paralelas que acaban convergiendo, imantadas por la presencia del contenedor espectral, en el puerto de Vancouver, y se organizan en torno a tres personajes principales: Hollis, una ex miembro de una banda de culto reconvertida en cronista de tendencias y contratada por una enigmática revista belga para investigar las creaciones de un artista excéntrico y un extraño genio de la informática; Tito, un traficante de información de origen cubano, con un pasado familiar comprometedor y una conexión instintiva con los dioses de la santería; y Milgrim, adicto a las drogas de síntesis y versado en sectas milenaristas europeas del pasado, que ha sido secuestrado por una red de espías con el fin de que descifre mensajes codificados en una lengua artificial (volapuk).

Una vez que se descubra, del modo menos previsible, qué valiosa carga, real y simbólica, se contiene en el interior de sus clausuradas paredes de acero, el contenedor cargado de un alto potencial simbólico (relacionado en parte con la guerra de Irak y en parte con los flujos globales del capitalismo) proseguirá su trayectoria “deslocalizada” por las rutas y las carreteras de una geografía imposible de cartografiar con cualquiera de los múltiples aparatos de localización y búsqueda que aparecen en la novela. De este modo irónico, Gibson logra dar una inteligente lección sobre metodología narrativa en nuestro tiempo. El despliegue de aparatos de localización que saturan la trama actúa como un recordatorio de que la antigua omnisciencia que hizo la grandeza de los novelistas decimonónicos recae hoy en dispositivos tecnológicos de una sofisticada exactitud.

Gibson es un brillante novelista de las superficies, alguien que sabe rastrear y localizar aspectos de la realidad contemporánea y hacer diagnósticos culturales que nadie más ve con la misma lucidez, en especial porque, como se dice en una de las explicaciones finales, para entender la deriva terminal del mundo posmoderno en que vivimos (con la abolición definitiva de la diferencia entre lo real y lo virtual como horizonte de sucesos) es necesario desarrollar una sensibilidad extrema a las grietas que se abren “en el tejido de las cosas”. Y es en estos fogonazos de inteligencia y poesía donde Gibson consigue brillar como muy pocos escritores contemporáneos. En efecto, como dice Steven Shaviro, los recursos de la prosa de Gibson en esta novela (y en Pattern Recognition, la anterior a ésta) representan su modo hiperestésico de percibir y registrar los signos de “un mundo posmoderno donde los flujos globalizados del dinero y la información, dirigido por tecnologías sofisticadas que apenas se distinguen de la magia, saturado por la publicidad y el consumo enloquecido, con tramas conspirativas subyacentes, y regulado por ubicuas redes de vigilancia”.

En los años ochenta, los años de novedad y expansión de la corriente ciberpunk, el teórico Fredric Jameson llamó la atención sobre la obra de Gibson y, en especial, sobre su lograda amalgama retrofuturista de tramas en las que dominaban los estilemas del thriller de espías o detectives con componentes tecnológicos y científicos de anticipación. Jameson acertó al percibir que la nueva narrativa ciberpunk iluminaba una novísima realidad transnacional, hecha de pugnas corporativas y “paranoia global”. La consumación estética de este planteamiento, sin embargo, se hizo patente en el momento en que Gibson, a raíz del 11-S, desplazó la trama de sus ficciones de un tiempo futuro indefinido a un presente reconocible por el lector. Este giro no tenía por objeto negar la dimensión de ciencia ficción de sus propuestas sino acrecentar la percepción de que la ficción y la ciencia formaban parte integrante de la realidad del siglo 21 y no era ya necesario enfatizar su condición narrativa de género aparte.

Por último, una curiosidad que quizá no lo sea tanto. Gibson, el padre del ciberespacio, nació en 1948. Ese mismo año Orwell publicó 1984 invirtiendo, como se sabe, los últimos dígitos para titular su novela sobre una distopía de signo totalitario. En 1984, el año del primer “Gran Hermano” globalizado y televisado, fue cuando Gibson publicó Neuromante, la novela que modificó nuestra comprensión del futuro, convirtiendo la ubicua pesadilla de Orwell en una fantasía desfasada. País de espías (Spook Country), una novela publicada a fines de la primera década del siglo 21, consta de 84 capítulos. Esto sólo quiere decir una cosa. Una cosa importante. El presente es el futuro. De eso trata, en suma, esta novela tan fascinante y compleja como el mundo que describe.
[1] William Gibson, País de espías, Ediciones Plata, Barcelona, 2009.