lunes, 31 de mayo de 2010

AMOR EN EL HIPERMERCADO


“La base del sentimiento Fox es un proceso cultural, señalado por vez primera por Karl Marx, por el cual el auge de una cultura materialista y utilitaria trae consigo su opuesto especular, esto es, la emergencia de una mentalidad idealista”.

Eloy Fernández Porta, €®O$. La superproducción de los afectos (Anagrama, 2010).


“Se equivoca, señora, si cree que aquí se están cometiendo toda clase de excesos. Porque, como usted sabe, aquí se están cometiendo toda clase de excesos”.


Chiste (machista) esloveno.



Imagínense a Paris Hilton, la abúlica sacerdotisa del supermercado emocional, impartiendo desde un trono de Ikea lecciones sobre amistad, amor, relaciones personales y demás zarandajas de la vida sentimental ante un público televisivo que goza de una segunda vida, aún más excitante, en las redes sociales y otros mediadores tecnológicos de mala nota. Basta visualizarla predicando, a su manera negligente y seductora, sobre las virtudes de la nostalgia natural y el retiro espiritual, la pureza de las intenciones, la sinceridad emotiva y la ética de la actitud desinteresada, para hacerse una idea integral, a partir de la estrella mediática de uno de sus capítulos más provocativos (“Queen Lear”), de este tratado imprescindible sobre “la cultura afectiva más sofisticada y compleja que ha existido nunca”.


Hace un par de años, saludé la aparición del libro anterior de Eloy Fernández Porta, Homo Sampler, en los siguientes términos: “Este ensayo marca un antes y un después en el pensamiento español sobre las formas contemporáneas de la vida y la cultura. Un texto que se sitúa en la punta más avanzada de una inteligencia potencial del presente en toda su abrumadora complejidad”. En este sentido, que este magnífico libro haya resultado ganador del prestigioso premio Anagrama de Ensayo confirma que el pensamiento de Fernández Porta continúa en expansión y se perfila, sin ninguna duda, como el más pertinente y productivo para lo que él mismo denominó (en un libro anterior) la era Afterpop. Una cultura de los afectos, las emociones y los sentimientos que se engloba en lo que otros analistas han denominado el “capitalismo emocional” y Fernández Porta denomina también “la era del mercado afectivo”.


Las grafías del ingenioso título ya advierten sobre el mundo que el ensayo cartografía movilizando una prodigiosa pluralidad de recursos expresivos que incluyen, para dinamitar y dinamizar el discurso, la pirotecnia verbal, la ficción y la poesía, la parodia dialectal, la erudición y la licencia bibliográfica, el humor delirante y la fabulación teórica. El EROS del libro se reescribe, pues, con la “E” del euro, la “R” de la marca registrada, la “O” o el “Cero” con que se significa, según el autor, el reducto de la intimidad, la casilla vacía que aglutina y da sentido a los demás elementos de la ecuación, y, finalmente, la “S” barrada del dólar. Y no por capricho estético sino por convicción intelectual. Los dos símbolos monetarios acotan el territorio de las sociedades occidentales como campo de exploración privilegiado y establecen el cambio fluctuante de las divisas como una de las metáforas elementales del amor. Ese sentimiento en que cada una de las partes paga al otro con una moneda de valor diferente y experimenta, por tanto, el primer malentendido fundamental del amor entendido como transacción económica. El segundo malentendido, más tecnológico, es decisivo a la hora de caracterizar nuestra época, según Fernández Porta, como “el imperio de la mediación afectiva”. O, como dirían en alguno de los programas de debate multicultural de la “Heidegger TV”: “el conjunto de tecnologías, canales e instrumentos de proyección que contribuyen necesariamente a establecer y consolidar un vínculo emocional, otorgándole consistencia simbólica y significación social”.


Por otra parte, las iluminaciones sobre los modos culturales y las formas de vida del presente se intensifican en algunos capítulos antológicos, donde la risa actúa de incentivo al pensamiento. En “Hoy me siento Fox” se plasma una descripción lúcida y divertida de cómo una gran corporación televisiva (la Fox nuestra de cada día) construye con sus múltiples producciones la ideología sentimental de los espectadores en clave de aceptación del cinismo más despectivo y perruno como máscara mundana de una actitud idealista (la teleserie House, como representación paradigmática; la serie de animación Padre de familia, como encarnación transgresora del mismo espíritu). Tan extendido se encuentra este estado de alta temperatura emocional e hipersensibilidad entre las corporaciones que diseñan con sus campañas publicitarias y actitudes de corrección política controlada las actitudes del personal (contratado, mileurista, desempleado o sólo consumidor ocasional de sus productos) que ese sentimiento paradójico por el cual uno expresa asenso y disenso al mismo tiempo, claudicación y disidencia en el mismo lote, podría haberse llamado también, salvando las distancias con el primigenio, “efecto Starbucks”, “síntoma Sony”, “rollo guay Mediapro”, "vibración Vodafone" o “prurito Bansander”, entre otros logos reconocibles sin mucho esfuerzo en el paisaje urbano contemporáneo.


En el capítulo “La balada de la industria musical” se explora sin tapujos el sustrato de manipulación sentimental de la industria que contribuye a sostener con sus producciones la idealización sublime que lubrica con más eficacia y rentabilidad la maquinaria socioeconómica del sistema. El método discursivo de tal disección se basa, sobre todo, en invertir la percepción habitual de la música pop y rock mostrando cómo la temática del despecho amoroso masculino enunciada en las letras (con algunos matices, lo mismo valdría para la expresión habitual del abandono femenino) es transformada por la melodía en indicio de éxito comercial e índice descarado de la posición de mayor o menor independencia del grupo o el cantante en el escalafón corporativo. En “Ovidiodrome”, el arte de amar más antiguo del mundo se acopla con las mitologías erógenas y las poéticas elegíacas latinas, las metamorfosis somáticas (Ovidio) y las Metamorfosis® inducidas por las tecnologías mediáticas del capitalismo avanzado (Cronenberg), para desmantelar los presupuestos de cualquier ideología ingenua o idealista: “el capitalismo no sólo usa discursos idealistas para “vender cosas”, sino que genera modos de pensar idealistas, poéticos si se quiere, que no habían existido antes, y que fundamentan e informan el comportamiento utilitario”. Fernández Porta aplica en este capítulo esencial las técnicas de desenmascaramiento de René Girard, justamente reivindicado aquí como defensor de la “verdad novelesca” frente a las idealizaciones y falacias que construyen, con gran soporte de tropos y metáforas lexicalizadas, la “mentira romántica”.


La sección cenital, no obstante, es “El Informe Markopolos sobre tu eficiencia amorosa”, por todas sus implicaciones intelectuales y también por inaugurar una hilarante técnica de escrutinio ficcional consistente en proyectar en un futuro no demasiado lejano (en algunos casos unos años, en otros varios decenios) un estado de cosas cultural donde se habrían naturalizado todos los motivos que el ensayo aborda, radicalizados hasta extremos insospechados, permitiendo así una arqueología y una genealogía del presente más acordes con las categorías emergentes a comienzos del siglo 21.


Por esta razón, el programa crítico del libro se abre y se cierra con una propuesta simétrica de redefinición contemporánea del “ars amandi del capitalismo tardío” a partir de factores como la mediatización mercantil de los usos y discursos amorosos y la liberalización libertina de los afectos. En la obertura se formula la primera interrogante seria sobre lo que significaría el amor en los tiempos del consumo evocando la poderosa tutela de la Mastercard, la tarjeta de crédito del amo financiero. En la clausura, en cambio, se convoca a los neopaganos Michel Onfray y Camille Paglia para trazar una línea de fuga de la sentimentalidad dominante que, sin renunciar a las condiciones del sistema capitalista, sepa explotarlas en beneficio de una vida más intensa. Un canto de amor dionisíaco surgido, con ironía infinita, de entre las cuatro paredes del hipermercado global.

martes, 18 de mayo de 2010

EL PORNO NUESTRO DE CADA DÍA



“Un imperativo biológico, pero mejorado. Basar las películas porno en los modernos procedimientos de las granjas lecheras. Secretos comerciales que pueden destruir el romanticismo de cualquier buen gang-bang”.


“Este equipo de casca-pollas, estos limpia-bombillas, son ellos quienes mataron al Sony Betamax. Quienes introdujeron en los hogares aquella primera generación tan cara de internet. Quienes hicieron posible todo eso de la Web. Fue el dinero de aquellos solitarios el que pagó los servidores. Sus adquisiciones de porno en la red generaron la tecnología de compra, todos los cortafuegos de seguridad que hacen posible eBay y Amazon. Estos casca-pollas solitarios, votando con las pichas, son ellos quienes han decidido, entre el HD y el Blu-Ray, cuál va a ser la tecnología de alta definición dominante en el mundo. “Electores adelantados”, los llama la industria de la electrónica de consumo. Con su soledad patológica. Con su incapacidad de formar lazos emocionales. Créetelo. Estos casca-pollas, estos pela-plátanos, son ellos quienes nos lideran a los demás. Lo que se la pone dura a ellos es lo que millones de vuestros hijos van a querer el año que viene por Navidad”.


Chuck Palahniuk, Snuff (Mondadori, Barcelona, 2010, traducción de Javier Calvo, pp. 31-32.)


Esta hilarante novela de Palahniuk (la antepenúltima de las suyas y una de las más divertidas) no es para los que piensan que el porno es una forma degradada de las relaciones humanas, una reducción de todas nuestras cualidades anímicas al estado más animal. Tampoco para los que lo conciben como el grado cero del sexo, una monótona concatenación de actos elementales. Aún menos para los que ven en sus escenificaciones grotescas, su abyección orgánica y sus rituales falocráticos una confirmación de sus peores sospechas sobre el género masculino o, los más cínicos, sobre el femenino. Pero tampoco para los que sacralizan la sexualidad como medio impuro de gestionar la reproducción de la especie. Quizás sí para los que lo conciben como espectáculo paradigmático de una cultura que privilegia la sensación extrema, la imagen gráfica y la máxima exposición de la carne. Como burlesco “auto sacramental” de nuestro tiempo, en suma, y parodia patológica de los procesos biopolíticos del capitalismo (“devenir porno”, según Beatriz Preciado en Testo Yonqui, “de la producción de valor en el capitalismo actual”).

A nadie le podría extrañar, entonces, que Palahniuk se enfrente sin subterfugios morales al subgénero audiovisual con el que comparte estética: el más difícil o más lejos todavía de la representación, el rechazo a toda visión sublime de la condición humana y la imaginación circense de los actores, los actos y las situaciones excesivas.

En este sentido, el acierto de esta provocativa novela de Palahniuk consiste en aplicar los recursos histriónicos del melodrama familiar para todos los públicos al mundo del porno masivo sólo para adultos. No en vano, como dice Eloy Fernández Porta en su brillante análisis de Snuff (incluido en €®O$), el porno constituye “el medio adverso donde florecen las relaciones”. La delirante trama gira en torno del extraño deseo de una celebridad pornográfica: batir una plusmarca sexual ante las cámaras haciéndose penetrar por seiscientos sementales con el fin de pasar a la historia con su hazaña erótica y morir joven, millonaria y consagrada antes de que el paso del tiempo, la competencia profesional y la volatilidad de las modas la condenen al olvido, la soledad y la nada mediática.

La inteligencia y el humor de Palahniuk (manifiesto en los títulos de las películas porno citadas, ingeniosos juegos con grandes éxitos cinematográficos o televisivos, así como en la ironía del título de la novela, una expectativa morbosa que se ve burlada por el desarrollo de la ficción) le permiten organizar esta truculenta trama como una “sitcom” psicosexual en torno a un triángulo edípico de vértices inciertos y relaciones deslizantes. Una versión satírica de la sagrada familia donde los miembros serían, por orden de importancia carismática: Cassie Wright, la nueva Mesalina del medio, traumatizada por el abandono juvenil de su bebé y obsesionada por legarle una fortuna que la redima ante el severo tribunal de la especie (la gran madre venerada y objeto de deseo colectivo); Branch Bacardi, un decrépito actor porno, adicto a los bronceados postizos y la farmacopea erógena (el padre putativo y algo fantasma); y Darin Johnson, un chico virgen convencido de que Cassie es su madre real, y que actuaría como portavoz mesiánico de esa multitud de candidatos (los “niños del porno”) que aspiran al reconocimiento maternofilial de la estrella venérea para salir de la pobreza, la orfandad y el anonimato.

Como siempre, la ficción de Palahniuk ofrece una mirada descarnada sobre el sistema de la fama y el mercado del espectáculo como mecanismos básicos de la vida social contemporánea. En este caso, a través de dos figuras en discordia. De una parte, Dan Banyan, ese actor televisivo de difusa sexualidad, que, después de conquistar el horario de máxima audiencia con una serie de detectives, vio arruinada su carrera a causa de un escándalo relacionado con un porno gay y ahora aspira a recuperar su popularidad de antaño participando en la colosal orgía “hetero” organizada por Cassie. Su pasión por el estrellato y su aguda conciencia del fracaso se expresan con una lucidez apabullante (“El porno es un trabajo que sólo se acepta después de abandonar toda esperanza”). Y de otra parte, la veinteañera Sheila, la eficiente coordinadora de actores en erección y secretaria personal de Ms. Wright, servil y vengativa encarnación de la mentalidad capitalista en toda su calculadora frigidez, voz de la conciencia biopolítica del negocio porno (revisar citas, todas proceden de su primer monólogo), el contrapunto cínico y pragmático a la perspectiva sentimental, de machos crepusculares, de los otros tres narradores masculinos.

Una vez más, Palahniuk da una magnífica lección narrativa de cómo extraer del mundo más degradado (ahí donde la conducta humana se muestra brutalmente sometida a las leyes del capital, con sus imperativos de producción y explotación de la carne humana en compraventa) una paradójica fábula sobre los melodramáticos entresijos del corazón, su colonización afectiva por los estereotipos de la cultura del consumo, y sobre las ficciones sociales y tecnológicas que también afectan, al alza o a la baja, a otras partes innombrables de nuestra anatomía.

EL REALISMO VISCERAL DE CHUCK PALAHNIUK



Si no han leído nada de Chuck Palahniuk, esta novela les puede parecer incomprensible. Pero si no han leído a Palahniuk con anterioridad el mundo contemporáneo debería parecerles un contrasentido total.


Palahniuk estudió periodismo con la convicción de que esa profesión le iba a permitir comprender el mundo americano desde su médula a un tiempo esterilizadora y explosiva, pero nunca ejerció seriamente como periodista antes de publicar su primera novela, El club de la lucha (1996), que lo convirtió de la noche a la mañana en un cronista capital del Apocalipsis social americano, un adicto a la decadencia catártica como mercancía literaria de primera necesidad. Esta celebrada novela apeló a un público insólito, mayoritariamente masculino, que la alzó como bandera de rebeldía nihilista contra un sistema envasado al vacío que condenaba a la inutilidad patológica a toda una generación de licenciados y profesionales. La memorable adaptación al cine no hizo sino multiplicar sus ingresos y popularidad mostrando otra paradoja del capitalismo dominante: conquistar la fama y la riqueza atacando en apariencia al sistema socioeconómico que las otorga como recompensa. A esta novela contundente como un bate de béisbol le sucedieron otras seis, no todas magistrales, aunque todas (y, sobre todo, Asfixia, de 2001) documentos asombrosos de la vida contemporánea, historias absolutamente enraizadas en el inconsciente promiscuo de la cultura de masas y la sociedad de consumo.


En Error humano (Stranger than Fiction), su libro anterior, reunía por fin el grueso de su obra periodística. Los veintitrés artículos o ensayos que lo componen permitían entender el sustrato de su creación novelística tanto en la expresión reiterada de sus temas, vivencias y obsesiones (una intimidad poblada de fantasmas y ectoplasmas sangrantes, la muerte violenta del padre, las secuelas personales de la fama y el impacto vital del éxito, la compañía y las relaciones y las diversas formas de trabar amistad y frecuentar gente nueva, gente que no sean tus compañeros de trabajo, tus vecinos o tu familia, etc.) como en la exposición de facetas inéditas de la vida americana (la América rural y los aberrantes rituales comunitarios con que el ser americano celebra su existencia diaria y, en contraste flagrante, la artificialidad de Hollywood como correlato moral y mítico exportable a todo el mundo, etc.).


Por su parte, en el artículo “Está usted aquí” abordaba el degradado estado del arte narrativo contemporáneo a través de los abarrotados “Congresos de Escritores” que tienen lugar en cada rincón de Estados Unidos y donde cualquiera puede acercarse a una cabina habilitada al efecto para contar su historia con la esperanza de que un agente literario o un productor de Hollywood decida comprarla. El problema es que para conseguir el resultado soñado el aspirante sólo cuenta con siete minutos. Si no, tendrá que pagar de nuevo. “Y finalmente, ¿qué pasaría si a un escritor se le ocurre una historia completamente nueva? Una forma nueva y excitante de vivir, antes… Lo sentimos, se han acabado sus siete minutos”. Hay que olvidarse de idealizaciones culturales como “El narrador” de Walter Benjamin. Quien quiera entender qué sentido tiene contar una historia en la postmodernidad, tener todavía una historia que contar o una vida digna de ser contada y no sólo en términos contables, debería leer enseguida este texto antológico de Palahniuk.


Precisamente, respondiendo a esta candente cuestión del designio contemporáneo de la narrativa, Palahniuk ha escrito esta novela satírica[i] que exacerba una anécdota similar: un grupo de gente corriente se apunta a pasar tres meses en una supuesta “colonia de escritores” en la que, apartados de las circunstancias personales más bien castradoras que les han impedido desarrollar su talento creativo, podrán crear su obra maestra definitiva y, a renglón seguido, hacerse ricos y famosos tal y como sueñan. La ironía terminal de la novela radica en que, siguiendo la lógica del espectáculo que rige sus vidas, la historia por la que se harán célebres no es la que cuentan a lo largo de la trama para exhibir sus habilidades y ganar protagonismo en el grupo, sino la del tremendo encierro padecido en compañía de otros aspirantes al mismo galardón material e inmaterial.


La novela se estructura, por tanto, como un relato marco, el de su cruento enclaustramiento, ramificado a su vez en veintiún poemas y veintitrés relatos adventicios (cada personaje se desdobla a su vez, cuando le corresponde en la organización de la trama, en juglar de sí mismo y narrador de historias extraordinarias). En la narración central se cuentan las grotescas vicisitudes de la clausura narrativa y el modo en que la convivencia entre los aspirantes a escritores de éxito degenera en una parodia “gore” del contrato social, donde todo el mundo está dispuesto a todo (desde el sabotaje o la automutilación hasta el asesinato y el canibalismo) con tal de que la historia de su experiencia sea lo bastante sensacionalista como para poder soñar con una adaptación fílmica o una entrevista televisiva que los convierta en estrellas mediáticas. Por su parte, los atípicos poemas funcionan como presentación y representación en el escenario de cada uno de los narradores perdidos en la ficción de esta “casa encantada” o recluidos en este “campo de concentración” novelístico. Y los relatos individuales reinciden en muchos de los motivos escandalosos y polémicos ya tratados por Palahniuk, pero esta vez con una dosis extrema de sarcasmo e irrisión (no se pierdan “Tripas”, una fábula cruel sobre la analidad proverbial de la clase media americana) y una cuota de incorrección política muy superior a la de sus otras novelas.


Para caracterizar a esta novela caricaturesca, la crítica norteamericana, por razones formales, ha citado Los cuentos de Canterbury como podía haber mencionado El Decamerón o Las ciento veinte jornadas de Sodoma, una obra sadiana con la que, no por casualidad, comparte numerosos rasgos: el aislamiento prolongado en una morada de dimensiones indefinibles, la crueldad y obscenidad psicopatológicas de los actos y las narraciones, el retrato social devastador, el pesimismo ontológico respecto de la condición humana, etc.. También podría hablarse del impacto de House of Leaves, de Mark Danielewski, la magistral novela de terror deconstruccionista de la que Palahniuk extrae la lección estética principal: la estrategia creativa del “metagénero”, esto es, el género tratado como metáfora narrativa. En este caso, el “terror” como categoría colectiva dominante en un mundo sádico regido por la tendencia individual a extremar con actos racionales o irracionales (la indistinción es relevante aquí) los imperativos del sistema capitalista.


Palahniuk explota así los recursos y efectismos del género de horror con la intención de emitir un juicio moral de aplastante pesimismo sobre la cultura y la sociedad contemporáneas. En esto, paradójicamente, su influyente modelo podría ser el escritor de best-sellers Ira Levin, a quien rindió homenaje en Error humano como gran moralista americano: “Sus libros no son tanto relatos de terror como fábulas con moraleja. Escribe usted una versión inteligente y actualizada de la clase de leyendas tradicionales que las culturas han usado siempre…para enseñarle alguna idea básica a la gente”.


En estos mismos términos podría definirse este libro revulsivo y visceral. No es quizá su mejor novela, pero sí la más personal y necesaria. Con una ironía y una contundencia satírica notables ha canalizado en ella todo lo que está pasando y la sociedad americana (y, por añadidura, cualquier otra sometida al mismo proceso de desmantelamiento fundamental) “está a años luz de afrontar”. Esto es lo verdaderamente terrorífico para Palahniuk del nuevo mundo en el que vivimos. Y también (la indistinción vuelve a ser relevante aquí) lo verdaderamente cómico.


[i] Fantasmas, Mondadori, 2006.

lunes, 10 de mayo de 2010

VISTA DE LA REVOLUCIÓN EN EL TRÓPICO


[Mucho tiempo he esperado, como fan total de Guillermo Cabrera Infante, la aparición de Cuerpos divinos[i]. Anunciado muchas veces a lo largo de su vida como gran proyecto narrativo de su autor, había acabado haciéndome una idea del libro quizá excesiva. En todo caso distinta. La exclusión final del admirable Delito por bailar el chachachá, que en su primera publicación (1974, editorial Fundamentos) se presentaba como un fragmento de Cuerpos divinos y que luego sería publicada por Alfaguara en una colección homónima a mediados de los noventa, me confunde y, al mismo tiempo, confirma la concepción original del libro como un inabarcable conjunto de galaxias Gutenberg en expansión mallarmeana hacia el infinito. El texto unitario que se publica al fin bajo ese nombre, como aclara la oportuna nota editorial, participa más de la idea de finitud, de secuencia temporal unificada (una extensa sección o “tranche de texte”), y, con toda probabilidad, sólo ofrece una (magnífica, eso sí) limitada muestra de lo que habría sido el corpus gigantesco de Cuerpos divinos en caso de publicarse bajo el control artístico de su difunto autor.]



“Quisiera que la vieran [su contribución a la novela escrita en español]…como las bases inestables a un monumento futuro a la irrespetabilidad. ¡Basta ya de vacas sagradas! En la literatura, en la vida, en la política, en la historia, en el lenguaje: que nada humano sea divino”.


GCI, G. Cabrera Infante, ed. Fundamentos, p. 46.


“Las revoluciones son el final de un proceso de las ideas, no el principio, y es siempre un proceso cultural, nunca político. Cuando interviene la política –o mejor los políticos- no se produce una revolución sino un golpe de estado y el proceso cultural se detiene para dar lugar a un programa político. La cultura entonces se convierte en una rama de la propaganda. Es decir, las ilusiones de la cultura, el sueño de la razón, se transforman en pesadilla”.


GCI, Cuerpos divinos, p. 554.



Cinco años después de su muerte y cuarenta y dos después de su alejamiento oficial del régimen castrista, Guillermo Cabrera Infante continúa siendo el escritor en español más revolucionario del siglo veinte. Era, por idiosincrasia, un revolucionario del lenguaje y la cultura y, por tanto, un adversario visceral de cualquier concepción autoritaria del poder. La auténtica revolución cubana la realizó Cabrera Infante en la prosa profana e irreverente de sus libros y artículos. Esta obra póstuma, de título tan incitante, lo confirma sin tapujos desde la promiscuidad autobiográfica de la narración y el desdén programático a cualquier forma de pudor o hipocresía.


Como saben sus lectores, las relaciones especulares entre literatura y vida conforman el bucle donde se anuda toda la obra de Cabrera Infante. Prosiguiendo con los juegos carrollianos tan importantes para el ideario estético de su autor, este espléndido libro se presenta como un viaje al otro lado del espejo de la literatura, allí donde la realidad acecha en toda su crudeza, desnuda de artificios y ornamentos, velos y filtros, como muchas de las mujeres que comparecen en sus provocativas páginas. En este sentido, lo más sorprendente de estos Cuerpos divinos es la minimización de cualquier referencia al cine y la atenuación de los juegos de palabras, marcas del estilo inimitable y la idiosincrasia del autor, como para indicar el ingreso en un territorio distinto de la experiencia literaria, más confesional e íntimo, menos ficcional o fabulador.


Durante décadas anunció Cabrera Infante esta suma narrativa que desenredaría muchos de los nudos de su vida y obra[ii]. Publicada ahora, su condición inconclusa y su textualidad vulnerable son las cualidades estéticas más convenientes para la auto(bio)grafía de un artista singular que, pasada la treintena, revisa las vivencias anteriores al cumplimiento de esa edad determinante. La narración se concentra con impudicia en el turbulento período que abarca desde junio de 1957 (el mismo momento en que comenzaba La ninfa inconstante, su obra póstuma anterior, sobre la que ya tuve ocasión de escribir aquí) hasta la primavera de 1959, esto es, desde las postrimerías del régimen de Batista hasta los primeros meses del triunfo de la revolución. El brillante contrapunto entre los episodios de seducción sexual (la “dolce vita” tropical) y las experiencias políticas individuales y colectivas alcanza una resonancia simbólica que acaba de dar unidad a un libro bastante digresivo y sincopado. (Vista de la revolución, desde luego, y de más de un revolcón...)


De esta vibración unitaria daría testimonio la posdata última, fechada en 1962, donde Cabrera Infante se entrevista por última vez con su amigo Adriano (muerto después alcoholizado en el exilio) en un lugar emblemático de La Habana y de toda su literatura (el Malecón) para expresar su profunda decepción ante la nueva situación política, después de haber compartido entusiasmo años atrás con el advenimiento revolucionario, y su conciencia crítica y melancólica del fin de una era. En este cierre sentimental el autor se permite parodiar a la manera de Pierre Menard el memorable final de La educación sentimental de Flaubert, traduciendo el desengaño postromántico de sus protagonistas ("C'est là ce que nous avons eu de meilleur!", dit Frédéric. -"Oui, peut-être bien? C'est là ce que nous avons eu de meilleur!", dit Deslauriers) en una clave literaria posmoderna, excéntrica y exótica al mismo tiempo (“¿Te acuerdas? Fue aquélla la mejor época de nuestra vida”. -"Sí -le dije-. Es muy posible que fuera la mejor").


Siendo las revelaciones políticas (el autoritarismo temprano de Castro, su afán de poder absoluto) y las confidencias culturales (la idea, más etílica que ética, de la masculinidad de Hemingway) de enorme interés, debo confesar que la memoria erótica que recorre el espinazo del libro es, para mí, lo más gratificante y sugestivo (como una prolongación, quizá menos jocosa, de lo narrado con tanto humor en La Habana para un infante difunto). Por fin el autor desvela la génesis de su relación afectiva con uno de sus referentes vitales más poderosos: Miriam Gómez, la futura actriz de teatro y cine a la que conoce cuando ella es aún estudiante y pierde cuando se hace famosa y recupera para siempre, ya fuera de la cronología novelesca, en algún momento anterior a su exilio europeo[iii]. Es significativo que Cuerpos divinos concluya antes del reencuentro de ambos, como si el proyecto de esta autobiografía no-velada (algunos nombres ficticios, muchos hechos ciertos) impusiera la imposibilidad de un final feliz como reconocimiento del desolador fracaso utópico que está en su núcleo conceptual.


Como ya he dicho en otro lugar, el orbe narrativo de Cabrera Infante rota alrededor del efímero femenino como de un magnetizador erógeno de experiencias y sensaciones. Ningún otro escritor ha penetrado con tanta indiscreción en la mente y el cuerpo de las mujeres, recurrente objeto de sus correrías sexuales, rondas nocturnas y devaneos amorosos[iv]. La espectacular galería de mujeres de todo pelaje y condición (con preferencia, como sucedía ya en TTT, por las comediantas, de la vida o de la escena, las actrices o las modelos de cuerpos procaces y fotografiables) que desfila por estas páginas incisivas completa el fascinante cuadro felliniano iniciado en La Habana para un infante difunto y permite, además, reconocer los juegos de identidad con que en TTT desfiguró, con mano perversa, a muchas de las deseables mujeres que aquí, en pleno desparrame, aparecen restituidas, no sin ironía, a una dimensión más histórica y concreta de la realidad habanera.


La anécdota cómica que origina el título, cuando una conquista adolescente del narrador declara, ante los impedimentos ventrales de éste para consumar sexualmente el encuentro, que “no somos cuerpos divinos”, indica no sólo el propósito donjuanesco de Cabrera Infante, sino la filosofía pagana, la exuberancia libertina, de las que nacería tal actitud descreída: un hedonismo carnal que, asumiendo la escandalosa intrascendencia de la vida, transforma las relaciones con otros cuerpos en una ocasión placentera no exenta de humor, refinamiento e inteligencia.


[i] Guillermo Cabrera Infante, Cuerpos divinos, Galaxia Gutenberg, 2010.


[ii] Cuerpos divinos funcionaría como el “negativo” fotográfico realista de Tres tristes tigres. Muchos de los personajes, las situaciones y las anécdotas son fácilmente asimilables.


[iii] Nunca se insistirá bastante en el destino singular de Cabrera Infante como exiliado cubano que no eligió las soleadas costas de Florida sino la intempestiva y nublada vida londinense como refugio.


[iv] Modestamente, he querido rendir tributo a este aspecto de la obra del maestro (y, en especial, a ese manual de goces literales y literarios que es La Habana para un infante difunto) en la prolífica dimensión (hetero)sexual de Providence.

jueves, 6 de mayo de 2010

LE DIABLE PROBABLEMENT



[MEFISTÓFELES:] Dicen batirse por la libertad, y, bien considerado, es una lucha de esclavos contra esclavos”.

GOETHE, Fausto (2ª Parte)


En este tiempo aberrante en que nos hemos conocido sólo se reverencia, por desgracia, a los impostores formales, como el dinero o la arquitectura. Nadie se acuerda del alma, ese viejo dispositivo de conocimiento y reconocimiento, y todos sus accesorios culturales y morales labrados a lo largo de siglos por distintas civilizaciones. Que yo, de entre todas las criaturas de este bajo mundo, tenga que proclamar esta verdad esencial. Parece mentira. Así va el mundo, hacia su destrucción manifiesta, que no será, pobres poetas, pésimos inventores, un Apocalipsis espectacular, una gran fiesta con fuegos artificiales místicos y revelaciones trascendentales en un cielo digitalizado, sino una caída completa en la banalidad, un ocaso de la grandeza, un hundimiento total de la vida en su sentido moral y un eclipse de la inteligencia en las simas de la trivialidad más absoluta y absorbente, como un programa de televisión eterno, ¿se imagina el cuadro?...


PVD, p. 69.


No había mucho que explicar, en realidad. Bastaba, como hizo Ryan sin esfuerzo, con levantar la piedra del sepulcro contiguo, de traza inmemorial, desplazar dos losas atravesadas y una gruesa lápida para descubrir una negra abertura y, con ella, el camino hacia la verdad. Descender al fondo de la tumba, escalón tras escalón, soportando el hedor nauseabundo que procedía de las entrañas de la cripta, era una forma de pensar en el fraude que la verdad constituía para todos los que todavía creían en ella como si preexistiera, en algún nivel superior, a los actos de poder que la imponían sobre el mundo.


PVD, p. 423.


La vida es una ficción extraña. Y como tal podría bastarnos, es cierto, si otras peligrosas ficciones no estuvieran parasitándola desde el principio con su insidioso atractivo. Las ficciones innatas y las mitologías de la especie, como decía Jack en su inimitable estilo, son los instrumentos usados por la gran máquina para acrecentar su poder sobre la mente humana. Éste era, en el fondo, el sentido de todos los videojuegos, y, por supuesto, el designio del cine desde su invención, crear una mitología artificial que actuara como alma de la tecnología…


PVD, pp. 501-502.