sábado, 19 de noviembre de 2011

LA SONRISA DE BARTLEBY EN LA JORNADA DE REFLEXIÓN


El «contrato social» representaba idealmente la parte de soberanía que el ciudadano enajena en beneficio del Estado, pero, hoy en día, de lo que se desembaraza para conservar su soberanía es de su propia parte enajenada.
Un poco como en otro tiempo se confiaba la gestión del dinero a los judíos y usureros, así nosotros nos hemos sacado de encima las bajas tareas de gestión y representación transfiriéndolas a una corporación por esto mismo maldita e intocable, que dispone de sus beneficios en forma de «poder».
Decirse servidores del pueblo y de la nación no les parece acertado. Tienen a su cargo, en efecto, una función servil, tradicionalmente servil: la de administrar las cosas. ¡Dios los proteja y cuide de ellos!
Este descrédito resurge en el proceso ininterrumpido que se ha iniciado contra la clase política, en esa incesante moción de censura a la que esta clase no puede responder; desaprobación que suena como invitación al suicidio, único acto político digno de este nombre.
Soñamos con ver a la clase política dimitiendo en bloque, porque soñamos con ver lo que sería de un cuerpo social sin superestructura política (como soñamos con ver lo que sería de un mundo sin representación): formidable alivio, formidable catarsis colectiva.
En cada juicio, en cada cuestionamiento público de un político o un hombre de Estado, resurge esa exigencia milenarista -siempre defraudada, claro- de un poder que se pronuncie contra sí mismo, que se desenmascare a sí mismo, dando paso a una situación radical, inesperada –desesperada, sin duda-, pero de donde sería barrido el campo inextricable de la corrupción mental.
Sin embargo, ese arte de desaparecer, esa disposición al desdibujamiento y a la muerte –que es propiamente la soberanía-, han sido olvidados por los políticos hace mucho tiempo (en ocasiones, ellos son recordados por el sacrificio involuntario de sus vidas). Su único objetivo sigue siendo la reconducción de su clase y sus privilegios (?), con nuestra total complicidad, hay que decirlo, justificada en el hecho de que son el instrumento perverso de nuestra soberanía.
Aguardamos siempre del político una confesión de su inutilidad, de su duplicidad, de su corrupción. Esperamos siempre una desmitificación final de sus discursos y de sus costumbres. Pero, ¿la soportaríamos? Porque el político es nuestra máscara, y si la arrancamos corremos el riesgo de encontrarnos con una responsabilidad en crudo, la misma de la que nos hemos despojado para su beneficio.

Felizmente, [al ciudadano] le quedan el espectáculo y su disfrute irónico. Pues nosotros, políticamente confinados, y al no poder ser sus actores, primero que nada debemos ofrecernos lo político como espectáculo. Según Rivarol, ya ocurría así con la Revolución: el pueblo quería hacerla, por supuesto, pero ante todo quería asistir al espectáculo que daba.
También es, por lo tanto, una ingenuidad dolerse de los pueblos condenados a la «sociedad del espectáculo». Están alienados, sin duda, pero su servidumbre es de doble filo. Y ahí, en esa conjunción de indiferencia y goce espectacular de lo político, hay una forma maliciosa de revancha.

Jean Baudrillard

(“¿Por quién doblan las campanas de lo político?”, en El pacto de lucidez o la inteligencia del Mal, Amorrortu editores, trad.: Irene Agoff, Buenos Aires, 2008 (2004), pp. 164-165 y 167-168.)

Ilustraciones: Carlos Aires

viernes, 11 de noviembre de 2011

EL ESPEJO Y LA MÁSCARA


Tiene razón Manuel Alberca cuando dice en este valioso estudio (El pacto ambiguo, Biblioteca Nueva) que la autoficción es un “experimento genético” surgido de la combinación de rasgos genéricos de la novela y la autobiografía. Tiene razón en la medida en que la aparición de la autoficción en el panorama literario de las últimas décadas responde tanto al agotamiento de modelos narrativos como a la modificación de los modos de vida en las sociedades occidentales. Por así decir, muchos autores han sentido que la debilidad de los formatos de ficción sumada a la demanda comercial de obras donde se afirmen realidades tangibles con las que estabilizar las coordenadas culturales en que se mueve la incierta vida del lector contemporáneo, favorecían esta intersección literaria de lo ficcional (débil) y lo biográfico (fuerte).
Por tanto, el interés reciente por lo autobiográfico debería entenderse no como una corriente intelectual más, enmarcada en el descrédito postmoderno de los grandes relatos, sino como un subproducto del nominalismo cultural, y también de un cierto filisteísmo artístico, todo sea dicho, por el que desde hace años se reivindica la superioridad de los hechos y los referentes empíricos sobre las grandes construcciones simbólicas surgidas de la inteligencia, el conocimiento o la imaginación. Hasta el punto de que Bolaño sintió la necesidad de ridiculizar los excesos autobiográficos en boga con esta sentencia provocativa: “no tengo nada en contra de las autobiografías, siempre y cuando el que la escriba tenga un pene en erección de treinta centímetros”.
La novela española que confirmaría esta sugestiva idea es El año que viene en Tánger, de Ramón Buenaventura, cuyo protagonista posee una envidiable vida erótica que justificaría de sobra el cotilleo compulsivo y la chismografía en que suelen degradarse algunas lecturas autobiográficas al uso. Lástima que Alberca no dedique más atención a esta paradigmática novela y prefiera analizar en profundidad modelos mayoritarios (Cercas, Vila-Matas, Marías, etc.) que corroboran de antemano todas y cada una de sus tesis críticas. Tampoco habría estado mal, para sacarnos de dudas, que hubiera decidido aplicar su rigurosa metodología a otras literaturas.  

En otro sentido, quizá las ciencias cognitivas, y la relectura polémica que hace de ellas un pensador de tanto carácter como Slavoj Zizek, podrían aportar una luz nueva a este debate interminable sobre la problemática presencia del yo del autor en sus obras. Según Antonio Damasio, reconocido especialista en el funcionamiento del cerebro humano, existe una pugna permanente en nuestra conciencia subjetiva entre el “yo singular” (lo que realmente somos, queremos y deseamos) y el “yo autobiográfico” (el relato organizado conforme a categorías normativas de lo que creemos ser). Estas dos modalidades padecen una confrontación dialéctica en cada individuo, como dice Zizek, de modo que la primera “identidad” pone siempre en cuestión las componendas y amaños racionales de la segunda. Si extrapolamos estas consideraciones cognitivas al ámbito de la literatura, lo mismo en la lírica que en la narrativa, observaremos que el “yo singular” estaría abocado al ejercicio rebelde de la ficción, es decir, al campo de expansión del deseo y la fantasía, desbaratando las pretensiones miméticas de su contrincante; mientras el “yo autobiográfico”, su rival encarnizado, se vería circunscrito, por su alianza con los poderes externos, al territorio de lo veraz, lo íntimo y necesario como triunfo del principio de realidad sobre el principio de placer.
Para Zizek, en consecuencia, no hay duda de que el yo es una impostura conflictiva, una invención que causa efectos, positivos y negativos, sobre la realidad en la que se inscribe. El auge reciente de la autoficción, diseccionado por Alberca con precisión clínica, podría entenderse así como una tentativa ambigua tanto de limitar el poder liberador de la ficción como de liberar la narración del corsé o la mordaza de lo (auto)biográfico. En definitiva, será el lector quien decida qué prefiere: una narrativa narcisista apegada a las realidades definidas por el código civil, la partida de nacimiento, el libro de familia o el carné de identidad; o narrativas, como las de Pynchon, el escritor sin biografía ni imagen pública, que son pura celebración del potencial subversivo de la ficción sobre el orden de la realidad.