martes, 10 de julio de 2012

LA FIESTA DE COOVER



Robert Coover (1932) es uno de los grandes escritores norteamericanos del siglo XX y uno de los más peligrosos, como Céline o Bernhard, para los valores del orden establecido y la integridad de las ideas recibidas, los lugares comunes más extendidos y las instituciones dominantes. Uno de los narradores más versátiles y arriesgados también. Un ingenioso experimentador y explorador de formas y formatos narrativos. Junto con William Gass, Donald Barthelme, John Barth, Jack Hawkes y Thomas Pynchon, formó parte del núcleo duro del postmodernismo norteamericano, esa corriente que renovó el arsenal de la ficción literaria en los años sesenta y setenta recurriendo a nuevos referentes (la cultura pop, los cómics, el cine, la televisión, la publicidad, etc.) y a nuevas formas de organización narrativa más acordes con los tiempos. Ha sido, además, uno de los pioneros más productivos de la escritura electrónica y el hipertexto. Es necesario saludar ahora la publicación en español de esta espléndida novela menor de Coover (Noir, Galaxia Gutenberg, 2012), la más reciente de las suyas, después de casi quince años sin que la literatura de este innovador fundamental de la narrativa haya merecido la atención de nuestras editoriales, tan ocupadas en publicar medianías nacionales e internacionales como en desatender por sistema la inmensa obra de auténticos creadores de formas y renovadores de contenidos. A diferencia de Philip Roth, con quien compartió experiencia universitaria en los cincuenta y con quien su obra rivaliza en invención figurativa, ambición literaria y potencia corrosiva, a Coover, por fortuna para los que lo amamos desde hace años, nunca lo leerán los tontos ni los cursis ni, por supuesto, lo premiarán los mandamases culturales y demás comisarios de la literatura oficial. Una demostración gráfica de que la verdadera literatura, no el mediocre sucedáneo que acapara ventas, nunca es inofensiva.
La gran aportación de Coover consistiría en radicar su narrativa en el territorio de lo que Roland Barthes en los años cincuenta, en uno de sus análisis más lúcidos y perdurables sobre la cultura de la sociedad de consumo, llamó “mitologías”. En el caso de Coover estas mitologías más o menos profanas poseen una múltiple procedencia: el acervo narrativo tradicional (mitos, cuentos de hadas, fábulas, clásicos infantiles, con ejemplos supremos como Pinocchio in Venice, libérrima reescritura rabelesiana del clásico moralizante de Collodi y La muerte en Venecia de Mann, la novella Zarzarrosa y los relatos “Aesop´s Forest”, “La reina muerta”, y “Alice in the Time of the Jabberwock”, incluidos en A Child Again, su último volumen de ficciones), las creencias religiosas y las supersticiones populares (su primera novela, The Origin of the Brunists, o su auto sacramental burlesco “A Theological Position”), la propaganda política o la cultura de masas (el cine, el deporte, la televisión), etc. En este sentido, Coover es autor del primer relato donde la televisión tiene una influencia determinante en la configuración de la trama narrativa (“La canguro”, incluido en El hurgón mágico), de una novela borgiana sobre el béisbol como expresión ritual de valores patrióticos americanos (The Universal Baseball Association), de una colección de ficciones consagrada a la deconstrucción lúdica de la mitología cinéfila (Una sesión de cine), donde se incluye una hilarante parodia pornográfica de la película Casablanca (“Tócala otra vez, Sam”), de una novela felliniana sobre el porno como estado de frigidez de toda la cultura contemporánea del capitalismo mediático (The Adventures of Lucky Pierre) y, sobre todo, de una de las mayores novelas americanas del siglo pasado, The Public Burning, donde Richard Nixon y el Tío Sam se disputan el protagonismo narrativo de una trama concebida como sátira enciclopédica de la paranoica América de los cincuenta, con la ejecución masiva de los Rosenberg en Times Square como detonante carnavalesco de la farsa política. Y no me olvido, en su grandioso corpus narrativo, de dos sofisticadas joyas como Azotando a la doncella, un texto donde el talento combinatorio de Coover alcanza una intensidad alucinante, y La fiesta de Gerald, su segunda gran novela y la que él prefiere de todas las suyas, donde se manifiesta en plenitud orgiástica en el espacio doméstico y conyugal de una fiesta mundana otra de las fuerzas explosivas del genio cooveriano: la vitalidad rabelesiana del relato asociada a la exuberancia dionisíaca de los actos y las situaciones  (energía sarcástica que se expandiría en John´s Wife al coto sagrado de la América profunda revisada a la luz paródica de seriales televisivos como Peyton Place, Dallas o Falcon Crest).
Noir, su décima novela, se inscribe en el repertorio de estilemas y estereotipos del género negro más canónico. Una perversa parodia de las novelas detectivescas de Chandler, Hammett, Spillane o Macdonald, de adaptaciones fílmicas de sus novelas, o de rutinarias imitaciones de su fórmula trillada, y de especímenes artísticos más singulares como La dama de Shanghái, usada como referente para incorporar un juego de espejos surrealista al bucle metaficcional con que todas las tramas de este enrevesado misterio onírico acaban anudándose en el desenlace. El resultado estético, a la postre, tiene más en común con la serie de novelas gráficas Sin City, de Frank Miller, adaptada al cine en colaboración con Robert Rodríguez, que con ninguno de los originales en que se inspira. Hay dos factores genéricos (el ethos y el eros) que Coover explota con malicioso sentido del humor. El ethos del detective, un modelo moral para sus seguidores, es burlado una y otra vez por el caos de un mundo incomprensible, derrotado en cada peripecia por esa dimensión laberíntica y retorcida de la vida urbana donde pretende imponer la falsificación del orden racional aristotélico con sus fallidas investigaciones en el escabroso límite de la ley. Así, el detective Noir se revela al final un doble irónico del escritor: “Cuando trabajas en un caso, todos los desenlaces son posibles. Cuando lo acabas, nada podría haber ocurrido de otro modo”. En el eros escénico, sin embargo, es donde la novela hace su apuesta más lúdica y jugosa, con ese toque inimitable de Coover para la insinuación sexual, la broma escatológica y el chiste procaz. La libido donjuanesca del detective lo conduce a caer continuamente en las voluptuosas trampas de innumerables féminas fatales (incluida la mano amputada y emputecida de una mujer asesinada) que lo seducen con la carnalidad de sus curvas, recovecos y prominencias para perderlo y, al mismo tiempo, darle un sentido último, más gozoso, a su descarnada vida de perdedor vocacional: “tu incorregible debilidad en un mundo desprovisto de sentido por las efímeras alegrías de la aventura amorosa”.
El arma más potente de Coover es, como siempre, el estilo, el acoplamiento prodigioso de las palabras y las frases. En Noir, Coover sabe extraer con éxito la plusvalía ficcional de las múltiples asociaciones y disociaciones inscritas en el juego de palabras que fija la equivalencia inglesa entre el nombre coloquial del detective y el del miembro masculino (“dick”). Al final de la novela, como no podía ser de otro modo, triunfa el poder de la escritura en blanco y negro: Noir sobre Blanche, el detective priápico y su secretaria eficiente y juguetona, o Blanche sobre Noir, tanto monta, practicando entrelazados las acrobacias del amor y la literatura. Una fiesta del verbo y la carne.

martes, 3 de julio de 2012

MICROPOLÍTICAS (3): PAUL VIRILIO Y LA VELOCIDAD DEL PENSAMIENTO


Hace años, José Luis Brea señaló con lucidez en Las auras frías (1991) el acierto global del pensamiento de Virilio pero también uno de los problemas estratégicos de su planteamiento: “Acierto de Paul Virilio, relacionar con las nuevas velocidades el nuevo estatuto de lo político –y de todo lo social, en última instancia. En cambio, su pequeño error: pensar que la más importante de esas velocidades pueda ser, aunque solo sea potencialmente, la del misil. La que estatuye una nueva condición política de lo social es, mucho más, la de los discursos, la de la información que la recorre y organiza. Como relámpago fulgurante”. Tras leer este nuevo libro (La administración del miedo, Barataria, 2012) cabe pensar que Virilio ha corregido esa ínfima desviación de su trayectoria de pensamiento con objeto de fundar por fin esa nueva ciencia de la realidad del siglo XXI: “una economía política de la velocidad”.

“Bajo un régimen científico-militar la democracia no puede sobrevivir sino de un modo ilusorio y parcial…El complejo industrial-militar ha terminado por hacerse con el poder”.
“Es evidente que hemos alcanzado el límite de lo experimental y que hemos consagrado definitivamente el reino de lo cuantitativo, de lo calculable”.
“Ahora necesitamos una revelación filosófico-científica, es decir, por fin, la convergencia del futuro de Bergson y del futuro de Einstein. Y esta vez tendrán que entenderse”.
-Paul Virilio, La administración del miedo-

Norbert Wiener, el creador de la cibernética, auguró un mundo futuro que “será una lucha cada vez más ardua contra los límites de nuestra inteligencia”. Al hacerse eco de estas palabras en este magnífico compendio de su ideario, Paul Virilio, un presocrático postmoderno, no hace sino invitarnos a oponer la velocidad del pensamiento a la velocidad de la luz (“ya no vivimos en el siglo de las Luces, sino en el de la velocidad de la luz”), entendida esta como signo visible de la transformación vertiginosa del mundo llevada a cabo por las nuevas tecnologías de la información en tiempo real. Una invitación, como él mismo dice, “a reformular el conocimiento en la era de la velocidad”.
A nadie que haya leído a creadores de ficción de la talla de DeLillo o Ballard, los más inventivos analistas del destiempo contemporáneo, podrían sorprenderle las reflexiones de Virilio sobre la desmesura y la demencia (“la era de la filolocura”) que se han apoderado del orden del mundo como consecuencia de la implantación tecnológica de un régimen de aceleración incontrolada en todos los procesos de la realidad, desde la manipulación genética y financiera hasta las relaciones personales y los afectos mediatizados. Esta desrealización pasa, a su vez, por la compresión del espacio geográfico y la fragmentación del tiempo en “nanocronologías” inasequibles a la mente humana (“El presente está en cambio marcado por la aceleración de lo real: estamos tocando los límites de la instantaneidad, el límite de la reflexión y del tiempo propiamente humano”). Frente a esta turbulenta crisis de lo real, o de la versión tradicional de la realidad, propiciada por el “turbocapitalismo”, como Virilio lo califica con ingenio, no queda otra opción que potenciar un pensamiento crítico capaz de anticipar la inminencia de la catástrofe: “el carácter difícilmente concebible de lo que vivimos exige otro tipo de pensamiento que conceptualmente trascienda el actual”. La conclusión más evidente es que, excepto si se buscan falsos consuelos, o refugios metafísicos más que dudosos, ya no podemos pensar el presente empleando el retrovisor de la filosofía del pasado.
Acierta Virilio, por otra parte, al señalar como uno de los principales problemas que padecen las sociedades actuales el desfase entre la cultura humanista y la cultura científica por el compromiso de esta última con los intereses del poder y el complejo industrial-militar que lo ostenta desde la segunda guerra mundial: “la ciencia se ha militarizado, es decir que su objetivo ha pasado de ser simplemente el conocimiento a ser el conocimiento del poder último…Por “conocimiento último” entiendo el fin del mundo y el fin de la vida”. Virilio fecha el comienzo del problema a principios del siglo pasado, en el desencuentro crucial entre el filósofo de la vida Henri Bergson y el descubridor de la relatividad Albert Einstein: las categorías de la vida en la duración temporal, fundadas en la finitud humana, son incompatibles con el rigor inhumano de las relaciones físicas basadas en la velocidad y el espacio-tiempo de los procesos físicos. La experimentación ilimitada de la ciencia se convierte, de ese modo, en uno de los peligros más graves del estado de cosas, como muestra el arriesgado experimento realizado en 2008 en el gran acelerador de partículas del Centro Europeo de Investigaciones Nucleares donde los científicos implicados se proponían recrear las condiciones iniciales del Big Bang sin temer, como manifestaron algunos de sus colegas más críticos, la posibilidad de generar un agujero negro de efectos devastadores sobre el mundo. En este sentido, la principal secuela política de esta compleja situación es el miedo globalizado. El miedo a la amenaza del terrorismo y la pérdida de referentes vitales, así como la gestión de ese miedo pánico por el poder como instrumento de control social.
Hay una preciosa mercancía que escasea, no por casualidad, en el mercado editorial en esta era de sociedad fracturada e “individualismo de masas”. Esa mercancía infrecuente se llama inteligencia y este libro de Virilio la posee en abundancia. Solo por eso merece ser leído y releído. La luz de la inteligencia puede ser tan veloz como la otra. La única diferencia es que su iluminación es mental y no siempre se ve en un mundo donde los obtusos, como observamos a diario, tienen demasiado poder.