sábado, 29 de diciembre de 2012

DISEÑO Y CAOS




H. P. Lovecraft y Cormac McCarthy nacieron en Providence (Rhode Island), John Hawkes solo murió allí tras ejercer muchos años en la Universidad de Brown como maestro de toda una nueva generación de escritores (Rick Moody, Jeff Eugenides, etc.). 

[John Hawkes, Travesti, Meettok, Donostia, trad.: Jon Bilbao, págs. 140]

¿Cabe imaginar una mejor definición de lo que es una novela? “La armonía entre el diseño y el caos”, como dice el narrador de esta ficción enigmática y fascinante con la que John Hawkes (1925-1998), uno de los escritores norteamericanos más inventivos de la segunda mitad del siglo veinte y un genuino artista de la prosa narrativa (obras maestras como El caníbal, recién editada por Libros del Silencio, Virginie, The Passion Artist o Un brote de lima, acreditan su incomparable talento), daba por concluida en 1976 una serie novelesca titulada la “Tríada del Sexo”. Sin embargo, más que una consumación de las dos novelas anteriores (Naranjas de sangre y Death, Sleep & the Traveler), esta pieza terminal representaba, según Hawkes, un comentario a su entera “vida de escritor”. Para Hawkes, en el arte como en el erotismo, la dialéctica del orden y el caos, el choque entre la geometría formal y la informe pulsión del deseo, el diseño estético y la materia bruta de la existencia, constituyen un poderoso detonante narrativo. De ahí quizá la dimensión de travestismo paródico que desde el título propone al lector que ingresa en este sinuoso laberinto verbal con la misma inocencia con que los personajes entraron, en un momento anterior al comienzo, en el coche que los conduce a una muerte inexorable y cruel.
Así es. Un coche cruza a toda velocidad la noche, atravesando una carretera comarcal plagada de obstáculos que constituyen otras tantas tentaciones de apartarse del trayecto elegido. Al volante, desde la primera línea, un narrador convencido de la importancia de su cometido, dispuesto a entablar un diálogo mental con los otros dos ocupantes: Chantal, su hija veinteañera, y el poeta Henri, un intruso masculino en el coche y en la familia, amante de Chantal y de su madre Honorine y rival sexual del conductor psicópata. La engañosa trama narrativa, digna de un giallo italiano o del Chabrol de los setenta, recorre hasta el límite una calculada línea de fuga que conduce a un choque frontal sin supervivientes. Entre tanto, el lector asiste a la brillante escenificación del monólogo obsesivo del conductor, exponiendo los (posibles) motivos del crimen en curso y discutiendo las objeciones o reacciones de los pasajeros, o su papel en el enredo sexual que sirve de pretexto a la tragedia. El narrador ha planeado al detalle la obra de arte espontánea que acabará con la vida de sus acompañantes con el fin de que su adúltera esposa, destinataria de ese “apocalipsis privado”, lo interprete después, según sus preferencias, como venganza o simple consumación de sus perversas relaciones. En cualquier caso, para el artista al volante la completa gratuidad del acto es la condición primordial para que tenga algún sentido. Su completa criminalidad también.
¿Hasta dónde estaría dispuesto a llegar un escritor con tal de dar realidad artística a su visión de la vida y a los deseos o fantasías asociados a ella? Esta parecería ser la pregunta esencial de Hawkes en esta fábula libertina sobre los riesgos morales de la creación y las imposturas públicas y las oscuras motivaciones íntimas del creador, con la muerte como “convidado de piedra” de los juegos especulares de la vida y el arte. A pesar de la mascarada egocéntrica y el travestismo temático y estilístico, Travesti no es, en absoluto, una abstracción descarnada, a la manera del gran Beckett o algunos de sus epígonos, sino una ficción realista. En definitiva, cuando el coche conducido por el dudoso narrador se estrelle contra su destino, fuera de campo, no será solo la narración la que acabe deshecha en pedazos, fragmentos de inteligencia, esquirlas de belleza, sino un modo de vida y de pensamiento enfrentado a las convenciones y prejuicios puritanos que obstruyen el mundo de los deseos carnales y los actos eróticos.

lunes, 24 de diciembre de 2012

LA LITERATURA EN EL ESTÓMAGO



Julien Gracq (1910-2007) fue uno de los grandes maestros de la literatura francesa del siglo veinte. El sumo sacerdote, si se quiere, del oficio litúrgico de la literatura concebida como creación pura, al margen de las corrientes dominantes en una literatura como la francesa que ha sobresalido a lo largo del siglo pasado tanto por la calidad de sus autores como por su increíble capacidad para generar modas, escuelas o tendencias seguidas con mimético arrobo en todas partes.
La escritura inimitable de Gracq ha adoptado todos los disfraces genéricos que los críticos académicos suelen reconocer en las formas literarias. Ha publicado libros de poemas (Liberté Grande, de 1947, o Prose pour l´étrangère, de 1953); teatro (Le Roi pêcheur, de 1948); un volumen de nouvelles (La Presqu´île, de 1970). Y cuatro novelas: Au chateau d´Argol, su espléndido debut, un cruce de romance nervaliano y parodia gótica, empapada de pasión por Wagner y los surrealistas; Un beau ténébreux, una fábula amoral escrita con el espíritu luciferino de Lautréamont y el don de Proust para la observación de la conducta mundana de las clases superiores; y a continuación dos obras maestras absolutas: Le Rivage des Syrtes (1951), una epopeya en prosa elegantísima sobre la historia y la metahistoria occidental, en clave de decadencia y estancamiento, por la que recibió un merecido Premio Goncourt que su dignidad ética y artística le impidió aceptar; y Un balcón en forêt (1958), un relato que comienza siendo un trasunto de su propia experiencia durante lo que los franceses denominaron la drôle de guerre, el desastre militar que abrió la puerta infernal a la ocupación alemana en 1940, y acaba constituyendo un luminoso viaje interior, en compañía de una mujer fascinante, por los senderos del bosque europeo.
Y, por supuesto, espléndidos y polémicos libros de crítica: La littérature à l´estomac (1950), Préferences (1961), o los dos volúmenes de Lettrines (1970 y 1974, respectivamente). Pero su mejor libro de no ficción es, sin ningún género de dudas, En lisant, en écrivant (1980), más allá de los acuerdos o desacuerdos (su discutible crítica a figuras ejemplares como Bataille y Céline, por ejemplo) que pueda suscitar una obra tan ambiciosa y personal como esta. Al revisar ahora, con mirada renovada, el índice del libro, vuelve a evidenciarse la cualidad más asombrosa del mismo, constituir una suma incomparable de historia y cultura literarias: reflexiones de una sutileza sin igual sobre las relaciones entre literatura y pintura, literatura y cine, o literatura e historia; inteligentes análisis del fenómeno intransitivo de la lectura y la escritura; consideraciones inusuales sobre la memoria y la historia, o la difícil historización de la literatura; la importancia de Alemania en el surgimiento de la conciencia literaria europea y la del surrealismo en el desarrollo de la sensibilidad moderna; etc. Una obra de madurez, en todos los sentidos de la palabra, de un autor excepcional que se inscribe de pleno derecho en una tradición novelesca que conoce perfectamente en todos sus matices, variedad y evolución: una tradición fecunda que comienza con Balzac y Stendhal y se prolonga a lo largo del diecinueve con Flaubert, Zola o Huysmans para consumarse en Proust. Precisamente, la inseminación surrealista y la influencia de autores admirados como Ernest Jünger (la extraordinaria Sobre los acantilados de mármol es un precedente moral de Le Rivage des Syrtes) o Dino Buzzatti (la hipnótica fábula de El desierto de los tártaros, aún más) le proporcionaron a Gracq ese componente diferencial que necesitaba su escritura singular para prolongar en otro contexto histórico y cultural esa vigorosa tradición narrativa con un eslabón más, de una riqueza admirable.
La littérature à l´estomac anticipa muchos de los puntos de vista desarrollados en estos otros libros de Gracq, pero el tono de su intervención es más polémico y visceral. Tras el refinado análisis de las condiciones de marginación en que ha de desarrollarse la literatura bajo el imperio insidioso de los medios de comunicación, la opinión gregaria, la manufactura industrial y el afán de lucro de las editoriales comerciales se oculta a veces un ajuste de cuentas privado contra algunas escuelas y modas, como el existencialismo sartriano, cuya notoriedad a Gracq le parecía desproporcionada y fundada en motivos escasamente literarios.
Gracq concibe la liturgia de la literatura de modo tan exigente que su contaminación por las nuevas circunstancias sociales y culturales de la posguerra francesa no podía sino causarle disgusto y perplejidad. No obstante, este estilizado panfleto funciona como un eficaz bisturí a la hora de incidir en los abscesos y tumores que, desde el momento de su publicación, no han hecho sino expandirse por todo el cuerpo de la literatura occidental. Uno de los más infecciosos es la pérdida de criterios estéticos en el juicio que merece una obra literaria, la carencia de una crítica rigurosa, el peso excesivo de la imagen pública o la leyenda publicitaria del autor.
De todos modos, como Gracq advierte en la Nota final, su denuncia de la corrupción del gusto literario no va unida a la reivindicación de una “literatura anodina” o inofensiva, ni aparece teñida por ninguna forma sospechosa de nostalgia. Todo lo contrario. Como indica su título, se trataría de un discurso revulsivo escrito en defensa de una literatura creativa concebida como empresa rebelde a toda estrategia de domesticación. Y, sobre todo, extraña a las mediaciones académicas, políticas o sociológicas de los profesores, los periodistas y los críticos, por no hablar de los lectores, causantes, hoy como ayer, del triunfo de lo no literario sobre lo literario.
Muchos años después, Gracq condensaría así una de las ideas más provocadoras de este alegato intempestivo de extrema vigencia, escrito con envidiable libertad de espíritu: “Qué bufonería, en el fondo, y qué impostura, el oficio de crítico: ¡un experto en objetos amados! Después de todo, si la literatura no es para el lector un repertorio de mujeres fatales, y de criaturas de perdición, no vale la pena que nos ocupemos de ella” (traduzco desde mi viejo y desgastado ejemplar de En lisant, en écrivant; José Corti, París, 1985 (9ª reimp.), pp. 178-179).

jueves, 20 de diciembre de 2012

LITERATURA CONTRA FANATISMO


[Salman Rushdie, Joseph Anton, trad.: Carlos Milla Soler, Mondadori, Barcelona, págs. 686]

Este magnífico libro cuenta la historia de una victoria y no de una derrota. O mejor dicho: la historia de una victoria parcial y una derrota relativa. El frágil triunfo, tras muchos años, contra todos los impedimentos, de la libertad de expresión y de pensamiento y el individualismo creativo frente al dogma comunitario y, sobre todo, de la afirmación pública y privada de “una forma de vida sin miedo”. Sí, esto es verdad, pero también lo es que la historia traza anillos perversos como una espiral demente y lo que empezó con la condena de Rushdie por publicar Los versos satánicos, una novela que es mucho más que una novela, cobró una renovada dimensión tras el 11-S.
Con gran inteligencia narrativa Rushdie trama sus “memorias” de esos años en torno a esos dos poderosos focos de tensión. Todo ello para mostrar al lector su pequeña verdad sobre los acontecimientos recientes que han ido modificando el sentido de la historia hasta pasar, en apenas dos décadas, de una gran narrativa, heredada de la guerra fría, basada en la pugna entre modelos tan antagónicos como el comunista y el capitalista, a otro gran relato conflictivo, del que este libro procura un análisis detallado y persuasivo, mucho más problemático que el anterior, pues implica un alto grado de ignorancia e indiferencia entre sus presuntos contendientes. Hablo, desde luego, de la lucha polémica contra el integrismo y el fanatismo religioso de cualquier signo y de la beligerancia islámica contra todo lo que no corresponde a su sectaria interpretación de la vida y su sangriento compromiso con la muerte de individuos declarados enemigos de su credo y sus mitos. Pero también de la guerra intestina que divide a los partidarios de los derechos humanos y la libertad en todas sus formas de aquellos otros que, esgrimiendo la tolerancia multicultural como argumento, no quieren reconocer la hostilidad real y la violencia flagrante que impregnan ciertas organizaciones y regímenes que planifican y apoyan la persecución y el asesinato de mujeres y hombres en nombre de valores religiosos.

En el trasfondo de esa batalla ideológica, la más importante del nuevo siglo, se presentan dos cuestiones relacionadas. La definición de lo humano, la identidad plural que engloba lo humano, y el papel decisivo de la literatura en dicha definición, fundado en la defensa a ultranza de la libertad individual, la crítica rigurosa de las verdades absolutas y el reconocimiento dialéctico de la alteridad. Esta es, finalmente, la vindicación de la literatura como arte esencialmente ligado a la condición humana que se expresa en estas páginas con la vitalidad, imaginación y lucidez que siempre han caracterizado la literatura de Rushdie. En palabras del propio Rushdie: “Eso era lo que la literatura sabía, lo que siempre había sabido. La literatura intentaba abrir el universo, aumentar, aunque fuera solo un poco, la suma total de lo que para los seres humanos era posible percibir, comprender y, por tanto, en último extremo, ser. La gran literatura llegaba hasta los límites de lo conocido y empujaba los límites del lenguaje, la forma y la posibilidad, para crear la sensación de que el mundo era más grande, más amplio, que antes”. El día en que esta gran verdad de la literatura ya no sea reconocida entre los humanos a estos apenas si les quedarán unas horas de existencia, como aquella puerta que al cerrarse de golpe arrastra el derrumbe del muro en que se inscribía como apertura.

lunes, 10 de diciembre de 2012

BAUDELAIRE ES EL PUTO AMO (Bis)


Leer la primera parte de este post aquí.

[Charles Baudelaire, Dibujos y fragmentos póstumos, Sexto Piso, págs. 364]

Cuidado con este personaje incorregible que avanza en el escenario, como Hamlet, para exhibir con impudicia ante el lector la desnudez de su corazón y los cohetes de su ingenio. Es un hipócrita, un impostor, una máscara insolente que reivindica impunemente el derecho a contradecirse y, por tanto, a ser infiel a cualquier ideario dogmático y a cualquier toma de posición que no reconozca el malentendido fundamental de la vida. La lectura reiterada de Baudelaire y, en particular, de sus escritos póstumos, es la mejor terapia contra la fosilización del espíritu y la gregarización de la sensibilidad. Recorriendo estas páginas, en la refrescante traducción de Ernesto Kavi, uno ve renacer de las cenizas del tiempo la inteligencia incisiva de quien, además de explotar al máximo las facultades con que está dotado, las adorna con ese estilo original que solo el creador genuino sabe imprimir al lenguaje heredado.
Esta suntuosa edición reserva, además, valiosas sorpresas para los admiradores del genio rebelde de Baudelaire. Junto a la recuperación de estos lúcidos (y a menudo ofensivos) aforismos que fascinaron a mentes afines como Nietzsche o Cioran, se presentan los curiosos dibujos de su autor. Es irónico observar en los sagaces autorretratos de Baudelaire los esfuerzos del alquimista verbal por captar en los rasgos de su rostro el alma portentosa que los anima. Comparar esos perfiles introspectivos con la célebre fotografía de Nadar que inaugura el libro, permite descubrir la paradoja moral del esteta Baudelaire. Pese a declarar el culto y la glorificación de las imágenes como pasión dominante de su vida, siente náusea por la obscenidad de los anuncios publicitarios y posa ante la cámara con actitud despectiva, reprochando al popular artilugio la propagación de una idea de la realidad exenta de arte y cómplice de los valores burgueses. Como denuncia colérico en el prefacio de Las flores del mal: “Este mundo ha adquirido tal espesor de vulgaridad que transforma, en el hombre espiritual, el desprecio en una pasión violenta”.

A su manera provocadora, diré que Baudelaire desnuda su alma en estos escritos y dibujos íntimos con la misma alegría descarnada y deseo de prostituirse al otro ("¿Qué es el arte? Prostitución"/"Todo amor es prostitución") con que una actriz desnuda su hermoso cuerpo en un escenario o una pantalla. De modo elitista, proclama su soledad innata y su desdicha para afirmar más adelante, con un guiño seductor, su gusto por la intensidad de la vida y los placeres inagotables que esta depara a la mirada promiscua del paseante. Hace pública la desmesura de sus inclinaciones sensuales y su fascinación por la moda y el maquillaje, para declarar luego el poder transformador de la imaginación, su melancólico desapego del mundo y su temor acerbo a las utopías del progreso. Y, sin embargo, en uno de sus dibujos más desconcertantes, la soñadora mirada del poeta se intensifica no ante la visión del ideal quimérico sino de una bolsa huidiza repleta de dinero con que financiar sus costosos caprichos.

Una hipersensibilidad artística se revela no solo en lo que escribe sino también en lo que lee. En este sentido, cuando Baudelaire cita un soneto del barroco Théophile de Viau es porque detecta en él, más allá de la belleza del estilo y la delicadeza del tema, una profunda sintonía espiritual. La novia difunta regresando de entre los muertos para que su amante goce sexualmente de su alma como en vida lo hiciera de su cuerpo. Ahí está expresada, con la voz libertina de otro, la contradicción estética y moral ("La mujer no sabe separar el alma del Cuerpo") de la modernidad de Baudelaire.

lunes, 3 de diciembre de 2012

TEST DE RORSCHACH

La revista electrónica Número cero me somete al Test de Rorschach de un puñado de imágenes seleccionadas a propósito para poder diagnosticar mis posibles males mentales. El test comienza, no por casualidad, con Jesús Franco...

La vampira libertina. La mente pornográfica de Jess Franco filmó este orgasmo terminal como un acto de rebeldía política. El otro Franco de nuestra historia moderna construiría, con su mirada obsesiva y fetichista, una alternativa imaginaria a todas las represiones impuestas por la tenebrosa tiranía de su antagonista. A la postre, el mirón disfruta de mucho más poder que el déspota y obtiene más placer carnal que el conquistador compulsivo. Esta imagen perturbadora escenifica el triunfo del parasitismo orgiástico frente al parasitismo esterilizante de la normativa puritana. Con ello, Jess Franco afirma su creencia en el ojo que goza de la libertad sin prejuicios, cautivo hasta el paroxismo del poder visual del objeto de deseo que pretende capturar con su objetivo cinematográfico. Esta es la ley pulsional de su cine vampírico, con carismáticas figuras masculinas y femeninas enarbolando sus principios libertinos de apropiación ardiente del cuerpo del otro. En otro sentido, la imagen fascinante de ese rostro demoníaco enfrentándose a la cámara con gesto provocador, como una fiera sorprendida en pleno trance instintivo, la boca embadurnada de sangre y quizá de otros flujos venéreos, expresa el terror más acendrado en el hombre: la plenitud sexual de la mujer. Es también una muestra del poder revulsivo y la belleza convulsa que el cine libidinalmente reaccionario de nuestro tiempo ha perdido para siempre. No conviene olvidar que Jess Franco obtuvo sus mayores logros artísticos en el exilio, en tiempos de contraculturas contestatarias y liberación de las costumbres. Con la normalización posterior, su cine marginal de bajo presupuesto económico y altos presupuestos amorales se volvió intolerable para el nuevo régimen espectacular. Jess Franco es, junto con Buñuel, el cineasta español de visión más disolvente y subversiva.
[Seguir leyendo los resultados del Test de Rorschach.]