lunes, 15 de abril de 2013

GODARD ROSA


Para el espectador de películas como Al final de la escapada (À bout de souffle), El desprecio (Le Mépris) o Pierrot el loco (Pierrot le fou), entre otras obras maestras de su autor, resulta evidente que Jean-Luc Godard es, además de uno de los más innovadores y originales directores de la historia, el gran cineasta del malentendido entre hombres y mujeres. Toda su filmografía, más allá de otras cuestiones esenciales, aborda con obstinación, humor e inteligencia inusitada la comedia equívoca de los sexos. Es irónico, por tanto, que sea una de sus mujeres, Anne Wiazemsky, quien haya replicado al maestro ofreciéndole un retrato de sus relaciones de pareja tan descarnado como emotivo.
Esta excepcional historia de amor (Un año ajetreado, Anagrama, trad.: Javier Albiñana) se desarrolla entre 1966 y 1967, en mitad de una encrucijada personal e histórica. Godard se encuentra entonces en el pináculo de la celebridad cinéfila. Wiazemsky, nieta de François Mauriac, debuta deslumbrando como actriz en Al azar Baltasar, el hermoso film de Robert Bresson, con una sublime secuencia donde se muestra desnuda, de espaldas y arrodillada contra una pared, como si rezara avergonzada por los pecados del mundo. Godard la descubre en una foto de rodaje y se enamora de ella al instante. Reacia al esnobismo de la moda Godard, Wiazemky le escribe una carta, sin embargo, declarándole su admiración y amor tras ver Masculino, femenino (Masculin, féminin). No tardan en vivir un romance que, por la diferencia de edad (diecinueve años ella, treinta y seis él), la polémica notoriedad del director y la idiosincrasia de ambos amantes, se convierte desde el comienzo en escandaloso. La madre de Anne, representante de la burguesía parisina más rancia, se opone al principio con todas sus fuerzas hasta que, en parte por la mediación del eximio abuelo y la perseverancia libertaria de la hija, acaba cediendo de mala gana al matrimonio de ambos.
A pesar del melodrama familiar generado por la relación, lo más atractivo del libro son las dudas constantes de Wiazemsky, los celos y posesividad de Godard y las vicisitudes sentimentales de la convivencia de estos dos especímenes singulares del sexo femenino y masculino. La pareja llega, en menos de un año, a una doble forma de consumación amorosa: el matrimonio clandestino y el posterior rodaje de La china (La chinoise), una película que ella inspira y protagoniza, encarnando a una encantadora militante de una célula juvenil revolucionaria que se apropia de un apartamento burgués y lo llena de libros rojos de Mao y delirantes lecciones políticas, como esa imagen gráfica de una pizarra repleta de nombres propios en la que, al final, el único nombre no borrado es el de Bertolt Brecht, por entonces uno de los modelos confesos del cine deconstructivo de Godard.
Aparte de sus virtudes cinematográficas, La china tuvo el acierto de prefigurar la insurrección universitaria de 1968 y las razones intrínsecas de su fracaso, así como el devenir ideológico de Godard. Con sutil ironía, refiere Wiazemsky las ilusiones con que Godard organizó una proyección del film en la embajada china creyendo que halagaría a sus admirados maoístas esa ingenua exhibición de proclamas anticapitalistas y antisoviéticas y cómo el clamoroso rechazo de los burócratas chinos lo sumió en una amarga decepción.
 
La novela, si admitimos esta caracterización genérica para un escrito autobiográfico en el que más allá de la distorsión subjetiva de la narradora no hay nada inventado o fabulado, concluye con inteligencia en un momento climático de la historia, en vísperas del estreno de La china, cuando Wiazemsky padece un mal nervioso que la medicina oficial tilda de histeria, para enfado de Godard, y que podría tener otros nombres o causas.
Al terminar la lectura, la pregunta que me asalta, como fan de Godard, es cómo lo habrá leído, si lo ha hecho, cómo se habrá visto, qué habrá pensado y, sobre todo, qué película no haría sobre sí mismo y sus relaciones particulares con la autora, teniendo en cuenta todo lo que sucedió después del punto y final y que Wiazemsky ha preferido no contar para preservar una imagen feliz de aquel amor iniciático.

3 comentarios:

Ferran Genis dijo...

En el primer párrafo te falta una de sus obras más maestras, evidentemente "Al final de la escapada". Nada más, ah, si, el libro me gustó.

JUAN FRANCISCO FERRÉ dijo...

Gracias, Ferrán, por tu puntualización. No se me olvidaba esa película, es que la había puesto con la traducción literal (Sin aliento) que solo se respetó en inglés (Breathless). Corrijo ahora los títulos para adecuarlos a la versión española y añado las versiones originales por si hiciera falta.
Gracias otra vez.

El Doctor dijo...

A mí también me gusta mucho Alphaville,esta alegoría poderosa y de humor variables es la película más accesible de Jean-Luc Godard, hecha para esa audiencia consumista y politizada de los años sesenta que él apodó: "los hijos de Marx y Coca-Cola". Alphaville (1965) reúne la sátira utópica, el arte pop y la imaginería de los cómics para crear el paisaje perdido del remoto planeta de Alphaville, donde un ordenador malvado tiraniza a la población amedrentada. Sin embargo, Alphaville se hace en todo momento indistinguible de la París actual. La "nave espacial" del agente secreto Lemmy Caution es su Ford Galaxy, y otros juegos de palabras similares conectan la acción de un modo más convincente de lo que parecía posible. Por primera vez en el cine de ciencia ficción, Godard hace hincapié en que, en el paisaje mediático de nuestros días, las fantasías de la ciencia ficción son tan reales como un edificio de oficinas, un aeropuerto o una campaña presidencial. El título original era Tarzán contra IBM, pero la película trasciende la imaginería pop para crear un mundo inquietante que se asemeja a un 1984 cromado. Por desgracia, después de Alphaville, Godard abandonó el género.

Un fuerte abrazo y magnífico repaso.