jueves, 28 de noviembre de 2013

REALISMO CAPITALISTA


Realismo capitalista, como lo llama Mark Fisher, o, en su acepción más estética y narrativa, realismo frígido, como me gusta también llamar con ironía a este antagonista artístico del "realismo histérico", tan denostado hace una década por el puritano crítico inglés James Wood. Realismo frígido: Un realismo sintetizado en laboratorio legal, sin toques de naturalismo ni interferencias fantásticas. Un modelo de realismo adulterado que se calza preservativos de látex para no dejarse contaminar por la vulgaridad chillona y el exceso carnavalesco del mundo contemporáneo. Tiene la virtud de observar a este sin demasiados prejuicios, asumiendo el riesgo de esta promiscuidad con valor, y el defecto parcial de querer preservar un brillo intachable, una superficie cristalina, una forma convencional, un estilo aséptico, lavado de impurezas y obscenidades, en beneficio del lector más conformista, que nunca sentirá severamente cuestionados sus valores morales y su idea estereotipada de la realidad y la literatura. A pesar de sus debilidades, esta novela de John Lanchester [Capital, Anagrama, trad.: Antonio-Prometeo Moya, 2013, págs. 608] sería una de las cumbres de esta corriente narrativa que mantiene con el presente unas relaciones bastante ambiguas, tan profilácticas como morbosas. Explicaré mis razones.

El realismo capitalista es el realismo de un mundo donde el dinero es la medida de todas las cosas. El realismo capitalista no es solo una forma de representar la realidad, o de moverse por ella con mayor o menor éxito. El realismo capitalista es el ideario dominante de nuestro tiempo. Una ideología, un pensamiento sobre la realidad cuyos ideologemas orbitan en torno a un concepto pornográfico de la vida: poseer más, ganar más, explotar sin límites. El mismo programa que sumió al mundo en la ruina y la bancarrota y ya prepara, para cuando se recupere del cataclismo, nuevas formas de organización y nuevos modos de relación.
Esta espléndida novela de Lanchester es, en este contexto, un ejemplo perfecto de una variante insular del costumbrismo posmoderno: el realismo frígido. No solo porque remeda los procesos contemporáneos del mundo con eficaces filtros figurativos, sino porque lo hace actualizando el estilo de Balzac, modelo del realismo burgués decimonónico, partiendo de las coordenadas prosaicas con las cuales dicha realidad se concibe a sí misma, sin expansiones oníricas ni vuelos imaginarios. En Capital, Lanchester recupera el método dickensiano de registrar la totalidad social desde un enfoque tan sintonizado con las expectativas del lector como moderadamente sarcástico respecto de los destinos individuales narrados. Y su ambición realista lo lleva a reinventar la omnisciencia narrativa a la dudosa luz de los satélites y las cámaras de seguridad.
Como cualquier producto de nuestro tiempo, Capital posee además las dosis de ingenuidad narrativa y mirada ética necesarias para que el lector la encuentre tan instructiva como estimulante. No tanto una invectiva demoledora contra códigos de valores y estándares de conducta nocivos, sino una amable crítica teñida de una visión optimista y conservadora del futuro que pasa por el retorno a ciertas tradiciones, o la recuperación privada de la sensatez y la cordura de otro tiempo, y que puede venir lo mismo de la mano de inmigrantes acomodados como de antiguos directivos bancarios arrepentidos de su irresponsable complicidad en la orgía económica de la última década.
Para un lector del futuro, sin embargo, Capital podría significar la intentona literaria más inteligente y diáfana por representar una verdad relativa sobre la época. Una verdad revestida de tantas falsedades e ilusiones sobre los protagonistas de la historia y sus motivaciones íntimas como de penetrantes juicios y lúcidas interpretaciones sobre lo acontecido. Todo ello observado desde la limitada escala de un micromundo (el nuevo Londres del siglo veintiuno, esa capital multicultural del capitalismo financiero) que quizá no represente la experiencia global, pero sí pueda suponer unas cuantas constataciones sobre la europea.
Al escenificar su pequeña-gran comedia sobre la crisis, Lanchester dota de suficiente vida a sus múltiples marionetas para que resulten convincentes en la demostración de la tesis que la novela sostiene con discreción y sabe envolver, al mismo tiempo, esta demostración ideológica en unos contenidos íntimos tan cargados de una atemperada ironía como de una gélida sentimentalidad. Capital es, en este sentido, una parábola realista con una moraleja romántica: “Nadie podía pasar su vida entera sometido a la clave de las cosas. No había clave de las cosas. Las cosas solo eran cosas. Nadie podía vivir según ellas ni para ellas”. El mérito novelístico de Lanchester reside en cartografiar ese territorio anímico donde los afectos humanos y los intereses capitalistas se enredan hasta transformarse en bucle. Un bucle tóxico, como los activos bancarios detonantes de la crisis financiera en 2008, que no se resolverá, desde luego, con gestos individuales de protesta, campañas publicitarias corporativas y prácticas políticas bienintencionadas.

martes, 26 de noviembre de 2013

MUERTE DE PERRO

Sí, una mala noticia. Ha muerto Brian. ¿Brian? Sí, Brian Griffin (sniff, sniff). Ha muerto el Diógenes canino del degradado hogar americano de este siglo, el filósofo doméstico de la estupenda teleserie Padre de familia. De pelaje tan blanco como la droga dura que lo concibió en un arrebato de ingenio, Brian era la mascota estupefaciente y culterana de una estrambótica familia de parias descerebrados de un arrabal de Rhode Island (los Griffin). El miembro menos cínico y agresivo de la “secta del perro”, como tildaban despectivamente los atildados atenienses de su siglo a los seguidores callejeros del provocador Diógenes. El ilustrado Brian no era un chucho con conciencia de especie inferior sino un humanista comprometido en conferir dignidad intelectual y elevación espiritual a las grotescas peripecias de sus amos suburbanos, con el retorcido y malicioso Stewie como antagonista infatigable. El pobre Brian no era, sin embargo, un autodidacta. Aprendió todo lo que sabía en las aulas de la vecina Universidad de Brown. No le sirvió de nada. Ha muerto como un perro, atropellado en la calle por un conductor frenético. Nada le enseñó a morir de otro modo menos perruno. Es una lección sarcástica. Una muerte más propia de Buñuel que del ideológico canal FOX. Además de matarlo sin compasión, el cachondo Seth MacFarlane (creador de otra criatura irresistible como Ted, un peluche cínico, procaz y deslenguado) le ha consagrado este obituario audiovisual, con los acordes del intermezzo de la Cavalleria Rusticana como fondo emotivo de los flash-backs de la vida de Brian en blanco y negro (doble guiño irónico a Toro salvaje). 


Alas, poor Brian! A fellow of infinite jest, of most excellent fancy...

miércoles, 20 de noviembre de 2013

CEGADORA LUCIDEZ LIBERTINA

El primer escándalo de Las relaciones peligrosas (el clásico libertino de Choderlos de Laclos reeditado por RBA este mismo año) reside en eso, precisamente. En aplicar la inteligencia más aguda a los asuntos menos inteligentes, aquellos que confunden más la inteligencia con su irracionalidad e inconsciencia. Las cosas del amor y sus derivados vulgares, los ronroneos del corazón, los maullidos sentimentales, el arrullo de las pasiones. Suprema sabiduría libertina: “el amor, que nos pintan como la causa de nuestros placeres, no es, cuando más, sino el pretexto”. Así instruye la marquesa de Merteuil, ese paradigma de un libertinaje de signo femenino, a su cómplice venéreo, el vizconde de Valmont, con el que mantiene a lo largo de la novela una connivencia hecha de admiración personal y rivalidad erótica. Y luego viene todo lo demás. La sociología, la historia, la religión, la política, la psicología y hasta el psicoanálisis, si se quiere.
 
 
En esta novela insuperable, Laclos comete el atrevimiento genial de proyectar la lucidez libertina, de una parte, sobre el libertinaje y los libertinos mismos, desnudando sus imposturas de clase superior, la vieja sociedad condenada a desaparecer en la historia con su contingente de valores caducos, sus privilegios y lujos feudales, aún atractivos y fascinantes. Y, de otra, sobre la nueva sociedad, la que se perfilaba ya en el horizonte de la revolución burguesa en ciernes. La diabólica sutileza de los libertinos sobre la comedia social y el trasfondo sexual del poder, la inteligencia estratégica de su escritura, repleta de disimulos y simulacros, audacias y fingimientos, sirven a Laclos, en suma, para iluminar el juego social de su tiempo desde un enfoque original en un período de grandes cambios. Un enfoque de clase, sin duda, con el conflicto nuevo en el escenario entre la clase emergente (la burguesía) y la clase en vías de disipación histórica (la aristocracia), y un enfoque ideológico, por tanto, con un nuevo mundo de valores (el dominante hoy, desde luego, con todas sus mutaciones) ocupando el proscenio como reacción a la decrepitud e inmoralidad del antiguo régimen aún vigente: el sentimiento, el culto a la naturaleza, la inocencia y la decencia, la mística del amor, la ilusión lírica, etc., como fachada presentable del culto al dinero y a la propiedad privada, el comercio y el matrimonio monógamo, el patrimonio y las finanzas, etc.
La condición epistolar de la novela no solo redunda en la polifonía narrativa, por la cual vemos cómo se construye la trama al pie de la letra, nunca mejor dicho, desde todos los puntos de vista implicados, ya sean sujetos u objetos de la seducción, sino que participa directamente de las acciones de corrupción emprendidas, siendo instrumento de la voluntad de poder de los libertinos (Valmont y Madame de Merteuil) como de la sumisión y engaño de las supuestas víctimas de sus maquinaciones (la presidenta de Tourvel, Cécile de Volanges y el caballero Danceny). Hay una escena memorable en la que se cifra toda la ironía del mecanismo epistolar con que Laclos urde su equívoca venganza. Valmont, tras pasar una noche orgiástica con Emilie, una actriz de la Ópera, emplea el cuerpo desnudo de esta como “pupitre” para escribirle una carta de amor, sembrada de alusiones mordaces a los carnales instrumentos de su redacción, a la devota y mojigata viuda de Tourvel, pero se la envía antes a la Merteuil, cómplice de todas sus licencias y desenfrenos, para divertirla con el contraste entre el fingido tono de exaltación sentimental del texto de la misiva y el relato paralelo de las obscenas circunstancias de su escritura.
 
 
En este sentido, otra cualidad fatal del dispositivo novelesco es su ambigüedad, precisamente, y la malicia con que Laclos calcula, desde el prefacio, los efectos de su recepción para burlar la censura y engatusar al público, haciéndole creer en las buenas intenciones de esa escabrosa selección de ciento setenta y cinco cartas cuya procedencia real se declara pero no se esclarece nunca. Si el bando de los libertinos, ejerciendo el dominio aparente sobre las situaciones, las estratagemas de seducción y las apuestas en juego, acaba siendo derrotado por la confabulación de sus enemigos morales, es no solo una demostración de su debilidad, o de su ocaso manifiesto, sino también una necesidad narrativa. Sin esa debacle ideológica, la mirada implacable de Laclos no lograría irradiar ese grado de pesimismo cáustico sobre cualquier orden social, presente o futuro, comunicando al lector a través del juego cervantino de la ficción los infundios del naciente ideario racionalista fundado en la ilusión de progreso.

martes, 12 de noviembre de 2013

INSTRUCCIONES PARA (RE)LEER CASA DE HOJAS

 
“In the postmodern, where the original no longer exists and everything is an image, there can no longer be any question either of the accuracy or truth of representation, or of any aesthetic of mimesis either. Deleuze “puissance du faux” is a misnomer to the degree that, where the true is ontologically absent, there can be nothing false or fictive either: such concepts no longer apply to a world of simulacra, where only the names remain, like time capsules deposited by aliens who have no history or chronology in our sense in the first place.”
 
“The generic term “postmodern novel” already seems to be current for “textual” or severely “reflexive” books of the type of House of Leaves.” 

-Fredric Jameson, The Antinomies of Realism, Verso, 2013, pp. 293 y 296-

Por una de esas misteriosas casualidades de la literatura, leí Casa de Hojas entre marzo y abril de 2003 al tiempo que reseñaba para Letras Libres, en una primera tentativa, la edición española de La broma infinita. Llevo hablando de este libro y reclamando su publicación desde entonces. Ha llegado tarde, trece años de espera son muchos, pero ha llegado al fin y hay que celebrarlo como corresponde. Que no nos confunda en exceso el espurio esnobismo que suscitan estas obras norteamericanas de nuevo cuño y entendamos su verdadera aportación estética antes de dejarnos arrebatar por su (publicitada) novedad formal. Es una novela híbrida que clausura la metaficción moderna y posmoderna y abre la puerta sin complejos a todas las remediaciones literarias (como razono aquí). En el momento mismo en que los adoradores de la tecnología más banal y los mercachifles del último fetiche tecnológico celebran la desaparición del libro de papel, Casa de hojas se atreve a explorar sin complejos la vitalidad creativa de la Galaxia Gutenberg y a renovarla para mejor reinventar su futuro. Mientras los dómines de la opinión dominante y los lectores menos avisados de este país siguen encumbrando, como novela paradigmática, la antigualla estética e intelectual (ruralismos de diseño, historicismos ramplones, erotismos seniles, vulgaridades policíacas, ajustes de cuentas disfrazados de humor casposo o pretenciosas cursilerías sentimentales, entre otros refinamientos artísticos de la escena literaria nacional e internacional), este ambicioso y original libro hará ver a muchos lo que se han estado perdiendo todo este tiempo. Por fortuna, algunos autores tomamos nota en su momento de las mutaciones en curso y ahí están nuestras obras para demostrarlo, digan lo que digan los filisteos y envidiosos de siempre. Combatiendo en la misma trinchera creativa que Danielewski, con todas las diferencias de rigor, contra la desidia, la pereza y el desprecio, que son el lote de la nueva literatura en un ruidoso entorno de medianías mercantiles de relumbrón y chatarras con ínfulas de novedad... 

[Mark Z. Danielewski, Casa de Hojas, Alpha Decay/Pálido Fuego, trad.: Javier Calvo, 2013] 

Para empezar, niéguese a aceptar todas las pretenciosas obviedades (incluidas las mías, por supuesto) que ha podido leer o escuchar sobre este libro singular en los trece años transcurridos desde su primera edición. Unos le dirán que es la gran novela que clausuró el siglo veinte (el siglo por excelencia de la novela, célebre por haber llevado hasta sus últimas consecuencias estéticas la modernidad del género) mientras otros, más optimistas o crédulos, le dirán que inauguró el siglo veintiuno, que es, como todo el mundo sabe, la centuria en que la novela desaparecerá de la faz de la tierra de una vez por todas para dejarle el terreno libre al videojuego expandido y a formatos de ficción audiovisual aún inimaginables. Quédese con una simple idea: pase lo que pase con la novela o el cine en los próximos decenios, Casa de Hojas pasará a la historia como un artefacto libresco que supo entender la era digital (y todos sus efectos especiales) y escenificar, de ese modo, el festivo final de una cultura (la logocéntrica) y una determinada concepción de la literatura (la canónica) y su problemática relación con una realidad cada vez más mediatizada por la tecnología.
Acepte, sin embargo, que los múltiples niveles imbricados que componen el libro, además de confundirlo y hacerle creer, como en una perversa atracción de feria, que el suelo cognitivo se ha abierto bajo sus pies, solo pretenden que usted deje de sostener una visión convencional del mundo donde vive y la identidad subjetiva con que se reconoce ante usted mismo y ante los demás. Es verdad que el libro se construye en bucle como una réplica trucada de la casa maligna que es, a su vez, una réplica topológica y tropológica del libro. La casa y el libro poseen, en definitiva, la misma entidad engañosa: una “casa” de hojas de papel impresas por dos caras a varios colores con signos delirantes que intentan reproducir (y comentar) las imágenes y fotogramas de un dudoso documental (El expediente Navidson) sobre las experiencias traumáticas de la familia Navidson en la maldita casa de Ash Tree Lane en Virginia.
No se extrañe, entonces, de que muchos comentaristas, dentro y fuera del texto, caractericen Casa de Hojas como una novela de terror: un libro que se puede leer con la inquietud sobrecogedora con que se consume una novela gótica, una historia victoriana de fantasmas, o un cuento fantástico sobre una mansión poseída por algún ente maléfico venido de una galaxia remota o salido de una pesadilla antediluviana. La única presencia malvada del libro, sin embargo, es la misma casa campestre donde se instala la familia Navidson sin imaginar las funestas consecuencias de esa decisión. El espacio habitado se colapsa y la experiencia doméstica, como si la arquitectura de la vivienda la hubiera diseñado un avatar demoníaco de Peter Eisenman, se transforma en terrorífica cuando en el basamento se abre un portal de comunicación con una dimensión infernal indefinible que nos enfrenta a la esterilidad del racionalismo científico, la insignificancia de los valores morales, la falacia consoladora del humanismo laico y la creencia religiosa y solo revela el puro horror de la existencia.
Tendría razón, en este sentido, quien le explicara que Casa de Hojas es una broma filosófica de alcance universal presentada tras el atractivo envoltorio de una novela de terror deconstruida por infinitas interpolaciones, digresiones y notas y una geometría no-euclidiana de planos de ficción y enredados niveles de escritura e imagen. En efecto, si la vida admite ser interpretada como una historia clásica de terror, la deconstrucción sistemática de esta sería el método más inteligente para desnudar la ilusión vital de sus atributos más superfluos y exponerla como lo que es, en toda su precariedad: una construcción edificada al borde del abismo insondable (noche gnóstica, ungrund mística o pútrida nigredo alquimista), con sus fundamentos flotando sobre el vacío vertiginoso, una masa insidiosa de materia oscura acechando desde cada orificio y recoveco hasta apropiarse de su frágil estructura y devolverla a la inexistencia y la nada, su origen pavoroso.
Uno de los epígrafes del libro es una invitación paradójica a sumirse en sus enmarañadas páginas, como en los círculos excéntricos del infierno dantesco, sin miedo ni esperanza: “Esto no es para ti”. No haga caso a Danielewski, todos los autores mienten (incluso) cuando creen decir la verdad (como todo el mundo, por otra parte).  Y no olvide, mientras lo descifra con paciencia monástica, que el autor del jeroglífico novelesco estudió en Yale, sede de la escuela de dinamiteros y pirotécnicos de la retórica más temida y odiada del mundo académico, y allí leyó con provecho a Derrida y se inspiró en el ensayo más seminal (o diseminado) de su etapa telqueliana[*] para engendrar (jugando al límite de la cordura con los simulacros narrativos, las máscaras autorales, las citas apócrifas y el diseño gráfico) esta novela aberrante y erudita sobre el ingreso de la condición humana en una cultura monstruosa, aún innombrable, que habrá abolido al fin de sus esquemas mentales las ideas platónicas de origen y de centro.
Casa de Hojas: “forma informe” atrapada en un laberinto verbal sin salida al mundo.

[*] “La structure, le signe et le jeu dans le discours des sciences humaines” (L´écriture et la différence, Seuil, 1967, pp. 409-428; este ensayo fundamental es citado no por casualidad, en versión original y doblado al inglés, en una nota al pie de Casa de Hojas, pp. 111-112).

miércoles, 6 de noviembre de 2013

MÍSTER SEXO SE LO MONTA EN HOLLYWOOD

[Scotty Bowers y Lionel Friedberg, Servicio completo, Anagrama, trad.: Jaime Zulaika, págs. 305, 2013]

            Scotty Bowers es el hombre que sabía demasiado sobre la vida secreta de las estrellas de Hollywood. Como es obligatorio desde la nefasta era victoriana, la vida secreta transcurre en ese filo prohibitivo de la experiencia donde el deseo erótico no se atiene a reglas hipócritas ni se limita al binarismo sexual normativo (hoy en día solo los políticos y muchos actores y actrices se ven sometidos a esa disciplina de ocultación y enmascaramiento en su vida privada). Y, sin embargo, Scotty Bowers es el hombre que ha tardado demasiadas décadas en contarle al mundo la verdad desnuda que Kenneth Anger aireara con afán vengativo en Hollywood Babylonia: mientras el cine americano difundía mundialmente un modo de vida mojigato y casto muchos de sus artífices más notorios se entregaban, sin escrúpulos, al libertinaje y la promiscuidad más desenfrenados. No obstante, estas revelaciones procaces ocurren en un momento de indiferencia en que es casi imposible escandalizar a nadie salvo a los puritanos o los timoratos. Tanto por la evolución de las costumbres sociales como porque el Hollywood de los años del esplendor en la pantalla ya no es hoy ese cielo mitológico de la imaginación colectiva sino un cementerio de cadáveres exquisitos y, en gran parte, olvidados por la mayoría.
            Pero Bowers no era solo un eficaz intermediario carnal, el hombre de confianza que hacía realidad los deseos menos confesables de Hollywood, ni el amante espléndido de estrellas como Walter Pidgeon, Spencer Tracy, Vivien Leigh, Montgomery Clift, Anthony Perkins, Cary Grant, Vincent Price, Randolph Scott o Rock Hudson, entre otros ídolos cinematográficos de la época dorada del cine clásico, sino un hombre de vida gratificante y plena. Y quizá por eso, por convertir su existencia en una excitante película que nadie se atrevería a rodar, recibió en privado un Oscar honorífico, legado por Néstor Almendros, como recompensa a una carrera mundana enteramente consagrada a la felicidad sexual de los otros.
La vida de Bowers, desde sus remotos orígenes en una agreste granja de Illinois, donde fue iniciado en los placeres adultos por un perverso padre de familia siendo solo un simpático mocoso, hasta su condición actual de nonagenario residente en una lujosa mansión de Kew Drive, en la cima de las colinas de Hollywood, con vistas panorámicas sobre la radiante ciudad de Los Ángeles, participa más de la vida divina de las estrellas de la pantalla que del sueño americano que adormece a la mayoría en un sopor neurálgico y tristón. La principal diferencia entre la novelesca vida de Bowers y la vida gloriosa de la “novela de Hollywood”, como Borges la tildaba con cierto desprecio, radica en la atracción irresistible, la exuberancia vital y las expansiones festivas de la carne.
Desde que era un niño pícaro en el campo, o repartía periódicos y limpiaba zapatos en Chicago, seduciendo clientes y clérigos rijosos (impagable el anecdotario sobre la movida pedófila en la parroquia de su barrio donde el infante Bowers era el objeto de deseo más codiciado entre los curas católicos de la zona), hasta ser el hombre más solicitado de Hollywood y alrededores, Bowers se hizo un experto absoluto en dar placer y recibirlo sin dejar de ser un diletante y un experimentador de sus sofisticadas variantes. Tanto es así que Bowers, proxeneta gratuito y amante servicial pero también observador inteligente de la sexualidad ajena, asesoró sobre lesbianismo al célebre investigador del comportamiento sexual de hombres y mujeres Alfred Charles Kinsey, descubriendo al curioso e ingenuo doctor su relevancia en la práctica juvenil de muchas mujeres normales (con permiso de la sáfica y traviesa Katharine Hepburn, a quien Bowers sirvió con fidelidad durante años, proporcionándole unas ciento cincuenta amantes de su mismo sexo, a pesar de su emparejamiento mediático con el bisexual Spencer Tracy), e incluso le organizó veladas especiales, durante sus estancias  en Hollywood, con el fin de consolidar y refinar su conocimiento íntimo de la homosexualidad masculina que tanto le obsesionaba.
Los amores más intensos de Bowers fueron mujeres comunes (Betty, Sheila, Judith, Lois), y su fascinación por la belleza del cuerpo femenino impregna sus jugosas memorias de  sugestivas descripciones. Pero sus correrías más suculentas (y truculentas) transcurren, sin embargo, en el turbio submundo de los vicios y deseos polimorfos, las anomalías escabrosas y las manías morbosas, como la coprofagia queer de Charles Laughton y Tyrone Power, la deriva sadomasoquista de John Carradine y su hijo David (muerto en siniestras circunstancias en 2009), o la predilección del diseñador industrial de la anoréxica muñeca Barbie (Jack Ryan) por las bromas macabras gastadas, con la complicidad de Bowers, a jóvenes de silueta estilizada y pechos opulentos.
Un libro, en suma, delicioso y tonificante para los que conciben la vida como una película muy poco convencional.