viernes, 19 de diciembre de 2014

EL CARNAVAL DE COOVER

            

Al fin se publica en español esta obra magistral. En pocos meses Robert Coover vuelve a la actualidad editorial. El mundo al revés, paradojas literarias aparte: la editorial pequeña (Pálido Fuego) publica la obra máxima de Coover (La hoguera pública) y el gran grupo (Galaxia Gutenberg) publica una obra menor, minucia o curiosidad artística (Ghost Town) en su impresionante bibliografía de novelas y relatos.
Y es que Robert Coover (1932) es uno de los grandes escritores norteamericanos del siglo XX y uno de los más peligrosos, como Céline o Bernhard, para los valores del orden establecido y la integridad de las ideas recibidas, los lugares comunes más extendidos y las instituciones dominantes. Uno de los narradores más versátiles y arriesgados también. Un ingenioso experimentador y explorador de formas y formatos narrativos. Junto con William Gass, Donald Barthelme, John Barth, Jack Hawkes y Thomas Pynchon, formó parte del núcleo duro del postmodernismo norteamericano, esa corriente que renovó el arsenal de la ficción literaria en los años sesenta y setenta recurriendo a nuevos referentes (la cultura pop, los cómics, el cine, la televisión, la publicidad, etc.) y a nuevas formas de organización narrativa más acordes con los tiempos. Ha sido, además, uno de los pioneros más productivos de la escritura electrónica y el hipertexto. A diferencia de Philip Roth, con quien compartió experiencia universitaria en los cincuenta y con quien su obra rivaliza en invención figurativa, ambición literaria y potencia corrosiva, a Coover, por fortuna para los que lo amamos desde hace años, nunca lo leerán los tontos ni los cursis ni, por supuesto, lo premiarán los mandamases culturales y demás comisarios de la literatura oficial. Una demostración gráfica de que la verdadera literatura, no el mediocre sucedáneo que acapara ventas, nunca es inofensiva.
La gran aportación de Coover consistiría en radicar su narrativa en el territorio de lo que Roland Barthes en los años cincuenta, en uno de sus análisis más lúcidos y perdurables sobre la cultura de la sociedad de consumo, llamó “mitologías”. En el caso de Coover estas mitologías más o menos profanas poseen una múltiple procedencia: el acervo narrativo tradicional (mitos, cuentos de hadas, fábulas, clásicos infantiles, con ejemplos supremos como Pinocchio in Venice (1992), libérrima reescritura rabelesiana del clásico moralizante de Collodi y La muerte en Venecia de Mann, la novella Zarzarrosa (Anagrama, 1998) y los relatos “Aesop´s Forest”, “La reina muerta”, y “Alice in the Time of the Jabberwock”, incluidos en A Child Again (2005), su último volumen de ficciones), las creencias religiosas y las supersticiones populares (su primera novela, The Origin of the Brunists (1966), o su auto sacramental burlesco “A Theological Position”), la propaganda política o la cultura de masas (el cine, el deporte, la televisión), etc. En este sentido, Coover es autor del primer relato donde la televisión tiene una influencia determinante en la configuración de la trama narrativa (“La canguro”, incluido en El hurgón mágico; Anagrama, 1998), de una novela borgiana sobre el béisbol como expresión ritual de valores patrióticos americanos (The Universal Baseball Association, 1968), de una colección de ficciones consagrada a la deconstrucción lúdica de la mitología cinéfila (Una sesión de cine; Anagrama, 1993), donde se incluye una hilarante parodia pornográfica de la película Casablanca (“Tócala otra vez, Sam”), de una novela felliniana sobre el porno como estado de frigidez de toda la cultura contemporánea del capitalismo mediático (The Adventures of Lucky Pierre, 2002) y, sobre todo, de una de las mayores novelas americanas del siglo pasado, The Public Burning (1977), donde Richard Nixon y el Tío Sam se disputan el protagonismo narrativo de una trama concebida como sátira enciclopédica de la paranoica América de los cincuenta. Y no me olvido, en su grandioso corpus narrativo, de dos sofisticadas joyas como Azotando a la doncella (Anagrama, 1985), un texto donde el talento combinatorio de Coover alcanza una intensidad alucinante, y La fiesta de Gerald (Anagrama, 1990), su segunda gran novela y la que él prefiere de todas las suyas, donde se manifiesta en plenitud orgiástica en el espacio doméstico y conyugal de una fiesta mundana otra de las fuerzas explosivas del genio cooveriano: la vitalidad rabelesiana del relato asociada a la exuberancia dionisíaca de los actos y las situaciones  (energía sarcástica que se expandiría en John´s Wife (1996) al coto sagrado de la América profunda revisada a la luz paródica de seriales televisivos como Peyton Place, Dallas o Falcon Crest).


[Robert Coover, La hoguera pública, Pálido Fuego, trad. José Luis Amores, 2014, págs. 637]

“La información es una cosa, el New York Times otra. Los datos no se asimilan en trance. La comunión es esencialmente táctil, no cognitiva, una confrontación de vida con vida…Hay secuencias pero no causas, contigüidades pero no conexiones…Diseño como juego. Aleatoriedad como diseño. Diseño que irónicamente revela aleatoriedad. Arbitrariedad como principio, lo que permite reírse de lo trágico. Como en los sueños, por una parte hay una impresionante cantidad de condensación, de elaboración por la otra. Se reprimen las relaciones lógicas, pero reaparecen mediante el desplazamiento”.

-La hoguera pública, pp. 232-233; esta cita describe a la perfección la info-estética que rige el programa novelesco ejecutado por Coover en el libro-

Si no se acuerdan del “caso Rosenberg” no es grave. Esta inmensa novela les recordará todos los detalles con realismo alucinado y humor escalofriante. Desde las primeras páginas, desde ese memorable prólogo (“La caza de la marmota”) que sienta las bases históricas del plan narrativo urdido por Coover y establece las reglas del juego carnavalesco, toda la información del caso fluye con exuberancia para que el lector pueda participar de la fiesta novelesca sin olvidarse de su ambiguo papel de testigo ocular y cómplice necesario.
            El juicio al matrimonio Rosenberg (Ethel y Julius) fue una farsa política organizada por el FBI de Hoover y el gobierno de Eisenhower y Nixon en los años cincuenta para aplacar en lo posible el pánico generado por la primera prueba nuclear soviética. Los Rosenberg fueron ejecutados en la silla eléctrica en 1953 acusados de proporcionar información a los rusos sobre la fabricación de la bomba atómica. Hasta ahí la historia oficial.
Consciente de las falacias patéticas de esta amañada versión de los hechos, Coover asume con ingenio el rol de cronista tramposo y gran manipulador de títeres y marionetas de Washington y sitúa en el centro de la trama a un Nixon transfigurado en narrador indeciso y falso director de escena de la fantástica ejecución o linchamiento de los Rosenberg en Times Square ante una audiencia multitudinaria integrada por una masa anónima y un nutrido elenco de figuras populares de la época (estrellas cinematográficas, deportistas famosos, cantantes célebres, políticos notorios, etc.).
El electrizante auto de fe escenificado en la plaza neoyorquina pretende producir la catarsis espectacular de la cultura americana en pugna mundial con el fantasma del comunismo. Pero Coover no es ese novelista ingenuo que toma el partido de las víctimas con lágrimas hipócritas en los ojos y arrugas de ternura en el corazón. El ciudadano Coover deplora lo sucedido, como es lógico, pero el novelista Coover transgrede el mandato ético de aquel y, explotando al límite los recursos de la ficción, somete la historia de su país a una revisión tan salvaje y cómica que es imposible refrenar las carcajadas mientras se festeja la agudeza de las críticas y las caricaturas. La parodia de mitos nacionales es corrosiva (como el Tío Sam travestido de superhéroe grotesco) y devastadora la sátira del ideario capitalista y la realidad cotidiana.
Esta novela de culto no pudo publicarse en 1977 por el temor de la editorial a la querella de Nixon. Fue un error legal: era improbable que el ex presidente Nixon, abochornado por el escándalo Watergate, tuviera moral para tales litigios. Esto hizo que la novela circulara como mercancía clandestina por las librerías de todo el país durante años, como atestigua mi ejemplar en inglés, una primera edición adquirida en 1994 en una pequeña librería de Venice (California).
Esta obra genial de Coover, al fin traducida al español con brío y brillantez por Amores, anticipó la problemática novelística del siglo veintiuno: cómo manejar la ingente información que es el nuevo fundamento de la realidad contemporánea, con qué categorías narrativas enfrentarse a las ficciones del poder y la cultura, cómo seducir al lector y arrastrarlo a las aventuras más audaces de la inteligencia y la imaginación sin claudicar ante las imposiciones del mercado, con qué estética dar cuenta de una sociedad que ha naturalizado la mitología del consumo, la publicidad y el espectáculo mediático, etc.
Este carnaval rabelesiano, con el romance entre Nixon y Ethel Rosenberg y la sodomización de Nixon por el Tío Sam como apoteosis hilarantes, acierta a desnudar con ironía implacable la gran impostura del sueño americano: la libertad individual aplastada bajo el peso mortal de los mitos comunitarios.

miércoles, 10 de diciembre de 2014

HOMES, SWEET HOMES

Como dice Zadie Smith, la prosa narrativa de A. M. Homes tiene dientes. Dientes y también garras, añado. El estilo de Homes araña y rasga, o bien acaricia y lame como una lengua; su tacto es a menudo plumoso y cálido, como una almohada, y otras áspero y feroz como una alimaña herida. La suya es una prosa capilar e hiperestésica que permanece abierta a todas las influencias sensibles, sabe dialogar con todas las formas existentes y es capaz de percibir y registrar los movimientos moleculares de la vida y el entorno de sus personajes. En este sentido, no exagera tampoco Zadie Smith cuando sitúa a Homes “entre los mejores autores de relatos que han producido los Estados Unidos en los últimos treinta años”. Brillante discípula de Grace Paley y Angela Carter, dos escritoras que demostraron cómo la escritura femenina podía hablar de muchas más cosas que de la ternura, los sentimientos, la maternidad o los visillos, Homes es autora de cinco novelas anteriores a esta (Jack, Solo una madre, El fin de Alicia, Música para corazones incendiados, Este libro te salvará la vida, cuya reseña puede leerse aquí), dos deslumbrantes libros de relatos (La seguridad de los objetos y Cosas que debes saber) y una autobiografía intimísima y descarnada (La hija de la amante).

[A. M. Homes, Ojalá nos perdonen, Anagrama, trad.: Jaime Zulaika, 2014, págs. 650]

Ya bordeando el final de Ojalá nos perdonen, el lector descubre desprevenido la mejor definición de la literatura de su autora y la mejor definición del estilo y los afectos suscitados por esta espléndida novela. Contemplando el desfile del Día de Acción de Gracias en Nueva York el narrador comenta: “es algo mágico, casi fantástico, y lo que yo llamaría el género bueno de melancolía: por dulce que sea, también es triste”. Por dulce que sea, también es triste, en efecto, así es este libro, así es la vida contemporánea americana, así es la descripción de la vida americana en este libro.
No existe trama convencional, solo existe el devenir del historiador Harry Silver a lo largo de un año completo: el arco temporal abarcado por la festividad del Día de Acción de Gracias en la misma casa, con una parte de la misma gente, algunas ausencias significativas y nuevas presencias insólitas. Con maestría, Homes inicia y termina su exhaustivo relato con una escena de celebración replicada. La narración muestra las grandes diferencias entre una y otra cena familiar en años consecutivos. Y las causas: cómo un beso furtivo de Jane en los labios de su cuñado Harry puede desencadenar una catástrofe a múltiples bandas, una tragedia con muertes traumáticas (incluida la de Jane a manos de su televisivo marido George), y, tras un largo proceso de reconfiguración afectiva y moral, generar al mismo tiempo una nueva familia, con nuevos miembros sobrevenidos y otra actitud más partícipe en los supervivientes.
Todos los motivos privados de Homes (la infancia, la adultez y sus respectivas depravaciones y perversiones; la comunidad, sus nuevas locuras y viajes perversiones, o viceversa) cristalizan en una suma narrativa extraordinaria, creando además una hibridación fascinante con los motivos públicos también presentes en su obra (la política, la historia y sus respectivas versiones y perversiones).
Las peripecias íntimas de Silver para recuperarse de la pérdida de todos los referentes de una vida anodina (divorciado de una ejecutiva china robótica, despedido de la universidad, víctima de un ictus y de múltiples percances cotidianos, etc.) y los acontecimientos dramáticos que conmocionan la vida suburbana de su familia (adulterio consumado, mortal accidente de tráfico, encarcelamiento del hermano por asesinar a su mujer en un ataque de celos y una larga cadena de desgracias innombrables) se enlazan con la escritura de un estudio definitivo sobre Richard Nixon, su designio en la historia americana, como encarnación del espíritu nacional de su época, y el descubrimiento sorprendente de que Nixon era un narrador inventivo, un fabulador de historias propias y ajenas y no solo un manipulador maquiavélico.
En las brillantes secuencias dedicadas a las investigaciones y meditaciones en torno a Nixon, Homes se mueve con astuta inteligencia (como ya hiciera en su magistral relato sobre Reagan “La ex primera dama y el héroe del fútbol americano”) en un territorio minado por los prejuicios ideológicos y los precedentes novelescos (de Coover a su admirado DeLillo, cuyos falsos cameos en la novela son desternillantes), que han producido una imagen distorsionada de Nixon y de la historia americana de los últimos cincuenta años. Los sorprendentes relatos atribuidos a Nixon constituyen estilizados pastiches que confieren a la narración una carga corrosiva de profundidad histórica y política que ha pasado desapercibida a la mayoría de los críticos norteamericanos que reprochan a Homes la frialdad estética de su compromiso.
El estilo inexpresivo y la manera post-irónica con que Homes afronta la crónica diaria del devenir de su historiador protagonista, sin torcer el gesto para moralizar en exceso ni clavar la lengua en la mejilla para subrayar su malicia de observadora incisiva de una sociedad en crisis, convierten a esta novela no en una trasnochada sátira social, como creen con ceguera inexplicable algunos críticos, sino en el retrato literario más ambicioso y exacto de la vida de su país en tiempos de transición acelerada. 

LA SALVACIÓN DE LA LITERATURA


 [A. M. Homes, Este libro te salvará la vida, Anagrama, 2007, pág. 394]

Conviene andarse con tiento antes de concluir cuál pueda ser el designio de esta nueva novela de Homes, entre otras cosas por el fácil equívoco inducido por el título y la flagrante contradicción con que el lector se encuentra, sin haberla previsto, en el catastrófico desenlace. Lo más sorprendente, en todo caso, es que tras la escritura de esta novela deslumbrante Homes sintiera (en su nuevo libro, “La hija de la amante”, inédito aún en español) la necesidad de adentrarse en los territorios más descarnados de la autobiografía para poner en orden su pasado y recuperar la turbia memoria de su madre biológica. Tratándose de Homes era inevitable que esa revisión fuera conflictiva y la recuperación afectiva más bien problemática. No es Homes una escritora a quien se pueda exigir la función pacificadora y la amabilidad moral que muchos esperan hoy de la narrativa.
La literatura de Homes, por el contrario, tiene la inteligencia de transformar en música extremadamente refinada los acordes y desacordes de nuestro sistema nervioso central, y la valentía de desnudar y arrancar los nervios y ligamentos íntimos que nos conectan al mundo y acoplarlos a un instrumental lingüístico capaz de producir en serie estremecedoras verdades sobre nosotros y nuestro modo de vida. Sólo una prosa brillante y seductora haría admisible para muchos lo intolerable de sus motivos habituales.
En esta quinta novela Homes ajusta su voz singular y su estilo clínico a las derivas de un hombre corriente, Richard Novak, que tras sufrir una mañana un amago de infarto comienza a experimentar una modificación sustantiva de sus complicadas relaciones con el exterior. Estamos en Los Ángeles, una de las capitales del siglo XXI. El viaje físico de la ficción llevará a Novak de una lujosa vivienda en las colinas a una mansión marítima en Malibu. El viaje metafísico, en cambio, lo trasladará de la indiferencia y la apatía anímicas en las que vive instalado a la bondad, la simpatía y la resignación ante su anodino destino como individuo.
Admitiendo la ironía de la comparación, es como si Homes hubiera reescrito “Los últimos días de Pompeya” ambientándola en el caótico entorno californiano y sustituyendo su desfasada visión decimonónica por una estética contemporánea más afín a David Lynch y Paul Thomas Anderson que a Joan Didion y Bret Easton Ellis. Una narración que transita sin escándalo entre el “minimalismo” alucinado de las percepciones y las descripciones y el surrealismo hilarante de las situaciones y las conductas. Por esto, abundan en esta crónica de la “vida líquida” lúcidos análisis sobre la absurda racionalidad del consumo y la mentalidad corporativa, la ideología dominante del “sálvese-quien-pueda”, o la bancarrota familiar y conyugal en un mundo regido por los valores del éxito y el fracaso, la posición profesional y la fortuna personal. Por otro lado, realidades excluidas como la naturaleza, el azar, el deseo o la fantasía irrumpen de improviso para poner en cuestión el orden de la realidad dado por cierto. En este sentido, Homes crea una fábula que es también un acertado modelo de representación de la compleja realidad del nuevo siglo.
No hay salvación en este libro, por tanto, ni en ningún otro (convendría releer “Cosas que debes saber”, su libro anterior, para recuperar esta idea subversiva sobre la inexistencia de textos maestros). Del mismo modo que no la hay, como evidencia su cómico final, para un modo de vida instalado en una frontera tan frágil que su derrumbamiento resulta imperceptible. Lo terrible es que el Apocalipsis con que Homes decide clausurar su mundo narrativo es lo único que le da sentido. Este final devastador no es tanto la oportunidad de un nuevo principio, más bien utópico, como una condena mordaz a toda una cultura. Una sentencia contundente que, irónicamente, queda suspendida, o casi, como la vida del protagonista. Tras la catástrofe que arrasa Malibu en las últimas páginas, Novak permanece flotando en el océano Pacífico, como el Ismael de “Moby Dick”, agarrado para no perecer a una precaria tabla de salvación que podría o no ser esta novela de título ambiguo y corrosivas intenciones. 

viernes, 5 de diciembre de 2014

UN PENSADOR ABSOLUTAMENTE CONTEMPORÁNEO



“Quiero mencionar un encuentro que en su momento me pareció sugerente: al preguntar a un joven artista si aún había alguien que copiase de los antiguos maestros, como todavía hacían Picasso o Jackson Pollock, recibí la siguiente respuesta: «No, sacamos nuestras ideas de la teoría, de leer a Baudrillard, a Deleuze o a quien sea»”.

-F. Jameson, El postmodernismo revisado, Abada editores, trad.: David Sánchez Usanos, 2012, p. 71- 

En 1994 comencé a leer a Fredric Jameson con pasión. Conocía el breve ensayo “El postmodernismo, o la lógica cultural del capitalismo tardío” publicado por Paidós, pero no imaginaba que ese ensayo era solo el pórtico providencial a uno de los universos teóricos más fascinantes producidos por el siglo XX, el siglo en que la Teoría sustituyó a la Filosofía como forma de la inteligencia, la regateó a la manera de Ronaldo o Messi y la dejó tirada en el suelo, debatiendo consigo misma sobre su pérdida de relevancia, acierto e inventiva. No fue hasta finales de ese mismo año, durante mi primera estancia larga en Estados Unidos, cuando tuve oportunidad de descubrir el blockbuster teórico que portaba el mismo título del ensayo que había leído meses atrás. Pensamiento, cine, literatura, vídeo, televisión, arte contemporáneo (pintura, fotografía e instalación), ciencia-ficción, economía, política, mercado, utopía, etc. ¿Alguien era capaz de abarcar más? Cada campo era tocado por la varita mágica de la teoría y el estilo único de Jameson y en un doble pase sintáctico desplegaba un “mapa cognitivo” (uno de sus grandes hallazgos metodológicos) con todos sus dilemas y aporías y ofrecía deslumbrantes soluciones provisionales para cada uno. Un viaje de tres meses por California (Los Ángeles, San Francisco), Arizona, Utah, Colorado y Nevada (Las Vegas, donde me casé por diversión postmoderna, décadas antes del hiperbólico resacón, para llevar la contraria al dicho: lo que ocurre en Vegas se queda en Vegas, o tal vez no…) que había nacido como un capricho estético bajo el signo de Baudrillard maduraba hasta alcanzar el éxtasis bajo el signo de Jameson. Gracias a sus análisis y descripciones, las esfinges sin secreto de la arquitectura californiana (la famosa casa de Frank Gehry y los impresionantes edificios construidos por él desde San Diego hasta Santa Mónica, como esa colaboración con el artista pop Claes Oldenburg para la fachada de la sede de la agencia de publicidad Chiat/Day en Venice (ver ilustración), o los laberintos hiperespaciales del hotel Bonaventure, entre otros) se transformaron en grandes misterios donde la divinidad del capitalismo tardío se manifestaba con todo el poder y la gloria de su presencia real. Más tarde vendrían sus otros libros (en especial Las semillas del tiempo y su díptico definitivo sobre el cine: Signatures of the Visible, adquirido durante ese mismo viaje en una librería de Berkeley en Telegraph Avenue, no lejos de donde Dick trabajó en una tienda de discos en los años cincuenta, y La estética geopolítica), pero ninguna experiencia posterior de lectura teórica ha encontrado en mi vida un espacio tan vasto de aplicación, una vivencia real en que encarnar con tal grado de excitación intelectual y sensorial al mismo tiempo. Esta nota la escribí en 2005 para celebrar la traducción al español de un libro de Jameson después de años de ausencia editorial, a pesar de los notables esfuerzos de José María Ripalda, su gran corresponsal peninsular (por cierto, la edición íntegra en español de Postmodernism sigue pendiente, la edición demediada de Trotta prescindió, nunca entendí por qué, de los ensayos sobre arte, literatura, cine y buena parte de la teoría). La cita que encabeza el post pretende indicar la relación productiva posible entre el artista y la teoría en la postmodernidad (algo que muchos enemigos de la teoría y quizá del arte niegan con severidad estéril). Valga este guiño de complicidad para acompañar desde la distancia todos los eventos que en honor a Jameson se han organizado esta semana en Madrid y Barcelona. 

[Fredric Jameson, Una modernidad singular, Gedisa, trad.: Horacio Pons, 2004, 204 pp.]

Hasta la aparición de Fredric Jameson en la escena intelectual cualquiera se sentía capaz de explicar la postmodernidad recurriendo a su experiencia cotidiana. Así, postmoderno era, por ejemplo, leer el Réquiem de Rilke viendo por televisión la final de la Champions League, después de haber devorado un par de best-sellers para apropiarse de su información científica, económica o histórica y antes de hojear con indiferencia un tratado académico sobre las nuevas tendencias de la moda femenina, mientras se oía por enésima vez una desgarradora canción de Sonic Youth, Joy Division, Blondie, REM o Peter Gabriel, o se conspiraba telefónicamente para ser invitado a alguna de las fiestas privadas que se celebraban en locales exclusivos.
Esto pasaba por el colmo de lo postmoderno para muchos de nosotros, los de entonces, hasta que Jameson acertó a recordarnos que lo que tomábamos por error como una cuestión de gusto o disgusto individual tenía su método acreditado, era una tendencia lógica dentro de la cultura contemporánea y que esa lógica coincidía plenamente con la del mercado y el consumo, esto es, con las estrategias estéticas del capitalismo imperante. Bastante esquematizado, este fue, a mediados de los ochenta, el gran descubrimiento de Jameson, cifrado en su fórmula patentada: “El postmodernismo, o la lógica cultural del capitalismo tardío”. Automáticamente, Fredric Jameson se convirtió, sin pretenderlo, en un fenómeno comercial, un superventas universitario de rentabilidad asegurada. Desde entonces, su influencia crítica es fácilmente detectable en todas partes, incluso en la España de Almodóvar, tan postmoderna en costumbres y leyes como atrasada en cuestiones teóricas.
La buena noticia es que Jameson, más que un marxista norteamericano de cepa sartriana, es un analista exigente de la cultura mundial contemporánea y un espécimen consumado de intelectual postmoderno que no duda en el curso de sus ensayos más sesudos y documentados en hacer constante apelación a novelas de ciencia ficción, series de televisión y películas de cualquier género o nacionalidad. En suma, si no fuera por Jameson en el terreno de la cultura seguiríamos sin saber, como explica con su habitual perspicacia en este libro magistral (una suerte de “discurso del método” de su ingente obra), que “el arte y la literatura elevados son en ese aspecto tan culturales como la televisión, mientras que la publicidad y la cultura «pop» son tan estéticas como Wallace Stevens y Joyce”.
No es fácil escapar a la fascinación de lo postmoderno. Cada uno de nosotros convive diariamente, al margen de las determinaciones del mercado, con fenómenos culturales de tan diversa procedencia que resulta imposible no cruzarlos en algún momento con efectos estéticos o vitales sorprendentes. Con la postmodernidad, como con la democracia o el libertinaje, cuanto más se penetra en su médula esencialmente radical y subversiva más se disfruta de la innovación y, sobre todo, más cotas de libertad individual y colectiva se pueden conquistar, aunque sea transitoriamente.
En los últimos años, no obstante, el discurso de un vago retorno a la idea de “modernidad” (esto es, el rechazo al promiscuo amancebamiento de la alta cultura con la cultura de masas) ha podido oírse con pujanza, como corriente ideológica o comercial, en la invocación autoritaria al canon literario y la defensa más rancia de la tradición cultural y de una concepción del arte y la literatura completamente apartada de la problemática singular de lo contemporáneo. Jameson se subleva contra esta regresión reaccionaria desde las páginas de Una modernidad singular para recordarnos, en plena guerra cultural de comienzos de siglo, la necesidad prioritaria de seguir afirmando la inteligencia crítica del pensamiento de la postmodernidad como única vía también de preservar la imaginación utópica de un futuro posible más allá de ella.
En este sentido, no me resisto a citar, como muestra del estilo inimitable de Jameson, el enunciado categórico que clausura el libro, un eslogan expresivo de sus intenciones: “Las ontologías del presente exigen arqueologías del futuro, no pronósticos del pasado”. 

martes, 2 de diciembre de 2014

REDOBLE CENTENARIO EN EL TOCADOR DE SADE


[Celebrar la muerte del marqués de Sade puede ser un acto irónico. Dos siglos son demasiados para que su cadáver pulverizado dé todavía para tantas habladurías. Lo mejor es apropiarse de su espíritu inmortal. Destilarlo hasta hacerlo estrictamente contemporáneo e ingerirlo como una droga de diseño en pequeñas dosis para poder soportar el necio día a día de esta era terminal de la inteligencia y la sensibilidad. Sade lo supo. El apocalipsis será banal como un panfleto revolucionario y la vida humana seguirá tal cual, al infinito, tambaleándose sobre sus pies como un cuerpo decapitado. Dos espasmos de placer sobre la tumba de Sade para invocar su resurrección glamurizada…] 

ESPASMO #1

El sexo es un asunto demasiado serio para dejarlo en manos de la industria del porno, o de los malos novelistas, o de los legisladores o de cualquier culto religioso fanático, por no hablar de los sexólogos y psicólogos que tratan de refrenar su fuerza subversiva refinando los modos de la represión con moderneces ideológicas. Y el erotismo aún más, si consideramos el placer carnal y la seducción más importantes que la reproducción biológica. Nunca en la historia el sexo se exhibió con tanto descaro y abundancia, el erotismo se envasó al vacío con tanta publicidad, las imágenes de la desnudez y el apareamiento genital se tornaron tan asépticas en un contexto social tan promiscuo y, al mismo tiempo, indiferente a su poder de perturbación primordial. Por otra parte, la banalización espectacular en curso, al someter el erotismo a la lógica de la mercancía, favorece la expansión del discurso reaccionario, a menudo disfrazado de izquierdismo, contra cualquier representación gráfica del deseo libidinal.
En este sentido, es un gran acierto releer la obra de Sade, tan licenciosa y estimulante, en una época donde los malos imitadores del marqués colman el mercado con sus mercancías sucedáneas. Esas depresivas historietas sobre la incapacidad de gozar y, sobre todo, de elevar un discurso a la altura de las exigencias de la carne y el espíritu que la anima. Y es que Sade, el novelista libertino por excelencia, no era solo un artista de la prosa, un pornógrafo supremo y un novelista genial, sino un pensador libertario, tan crítico en su tiempo con el orden estamental aristocrático como con el nuevo orden moral y social impuesto por la Revolución. Sade hizo pasar la filosofía y también la política en sus obras por el tamiz mundano y sensual del boudoir. En esto radica a la postre el grandioso libertinaje cervantino de Sade: en haber sabido crear un espacio novelesco donde fuera posible la unión promiscua del pensamiento y la pasión, la idea y el placer, el discurso y el goce; y en haber sabido representar, con medios novelísticos incomparables, la filosofía elemental de la novela moderna: la sumisión del saber y el entendimiento al poder del cuerpo y sus pasiones vulgares. En cualquiera de las grandes novelas de Sade el exceso litúrgico de los actos obscenos y el ceremonial escénico de su letanía libertina se pone al servicio exclusivo de las demostraciones sacrílegas y la presencia efectiva y real de la carne.
Y para llegar a este resultado insólito tuvo que prostituir la filosofía, corromper su inveterada herencia idealista, degradarla a pornografía de ideas y librarla así de su absurdo bagaje teológico, arrastrándola a escenarios infames y forzándola a practicar toda clase de actos (anti)naturales. Así lo indica el título burlesco de una de sus más escandalosas novelas: La filosofía en el tocador, considerada por Apollinaire como "la obra capital, el opus sadicum por excelencia". En adelante, pareciera proclamar Sade por boca del libertino Dolmancé, instructor inmoral de los otros personajes (Madame de Saint-Ange, Eugénie y el Caballero de Mirvel) si el filósofo quiere predicar sus verdades abstractas deberá hacerlo en el ámbito donde se consuma la profanación física de los cuerpos reales de hombres y mujeres, y no donde sólo se rinde anodino homenaje a las descarnadas entelequias del discurso conceptual.


 ESPASMO #2

El cuadro humano de Sade, novelista polémico y fastidioso para algunos, el escritor más libre que ha existido, es todo lo completo que se puede pedir a un prisionero ilustrado, aunque algunos lo hayan tachado de escritor obsesivo y monótono: consagrado a dar cuerpo expresivo a nuestras represiones y perversiones, no quiso dejar ninguna sin nombrar, como un escrupuloso taxonomista de esa parte de inhumanidad que nos hace terriblemente humanos. No podía ser de otro modo. Reprimido él mismo, encarcelado, excluido del orden convencional de la vida, tampoco deberíamos inclinarnos demasiado a verlo como una especie de mártir de signo contrario. Un mesías de la abyección enviado entre nosotros para dar testimonio escrito, sin la torcida mediación de oscuros evangelistas, de la injusticia y la perversión de valores que rigen la organización de la sociedad y del verdadero sufrimiento que va unido a nuestra condición carnal. El encarcelamiento del cuerpo por los distintos sistemas morales que la humanidad se ha impuesto para bloquear su ascenso definitivo a la libertad no es en Sade sino una metáfora del entero cuerpo social. Y este aspecto ha propiciado también algunas lecturas monosémicas no del todo autorizadas por una obra tan seminal como la suya. Saber apreciar el talento diseminado de Sade ha sido siempre, antes que nada, una cuestión de talante, de temperamento. De economía libidinal, en suma. Y de humor, y no sólo de humores. "Sade era capaz de reír", sentenció Bataille.
La literatura de Sade funciona por desplazamientos, por variaciones de texto o de contexto que garantizan la multiplicidad de sus efectos y también de sus malentendidos. El primer desplazamiento importante lo indica el género literario al que consagró principalmente toda su energía. Sade se sumó a la moda narrativa dieciochesca, abandonando en parte sus prematuras tentativas teatrales, como vehículo idóneo para afrontar sus antinomias y aporías filosóficas o políticas. La novela le permitió dar salida a la desbocada fantasía y a la efervescente imaginación que la necesidad escénica de presentar y representar materialmente ante el espectador, ya fueran actos o situaciones, limitaba considerablemente. Pero lo decisivo de su encuentro apoteósico con la novela (quizá más que en los casos similares de Voltaire y Diderot) fue el modo en que la impureza intrínseca al género le obligó a remodelar originalmente la vocación propagandista y panfletaria que era consustancial a su carácter fogoso, su tendencia a inflamar el discurso filosófico hasta convertirlo en un pretexto incendiario para la desbandada carnal, como si la encarnación del verbo predicada por siglos de un catolicismo beato y meapilas hallara en la sacrílega inventiva novelesca de Sade su más acerbo correctivo al tiempo que su más corrosiva literalización. Así, el acoplamiento del verbo y la carne en las novelas de Sade se produce y reproduce cíclicamente, por fases o periodos no siempre diferenciados: a la ascendente soflama de los discursos sucede invariablemente el clímax descendente de los actos, y vuelta al principio, pues en el punto más bajo del caudal desiderativo (el grado cero del deseo, para entendernos) recomienza de inmediato la fase de la disertación y la consiguiente excitación intelectual. No obstante, la coincidencia ocasional de ambos movimientos, la doble serie que alienta en un mismo acto las profusiones verbales y carnales, evoluciona del modo consabido: la índole afrodisiaca del discurso induce de inmediato a la acción y ésta lo retroalimenta sin pausa. Este es, sucintamente expuesto, el principio mecánico de la cadena de producción novelística de Sade. Pura disipación termodinámica, según la definición del sexo de Lynn Margulis y Dorion Sagan.
Nada más deseable, desde el punto de vista del libertino en activo, que asistir al espectáculo de cuerpos consagrados plenamente a la consumación del deseo mientras conservan inmaculadamente fría y operativa la cabeza, en actitudes a menudo acrobáticas, dispuestas o predispuestas la lengua y la inteligencia a articular sin trabas la más alambicada argumentación en favor de su insostenible posición moral. La perspectiva del victoriano, en cambio, lo mismo el de ayer que el de hoy (sigue siendo el mismo, no nos engañemos), prefiere la actitud contraria: el cuerpo frío, yerto o inerte del cadáver, como modelo de una sexualidad exportable, y la cabeza caliente, como se suele decir, o recalentada, en todo caso, confusa e incapacitada para entender su vulnerable situación de sujeto sutilmente desprovisto de derechos.
Conviene repetirlo, no obstante, para evitar peores malentendidos: Sade no es un filósofo, ni un tratadista político, ni un agitador social, ni mucho menos un pedagogo o un moralista, aunque en toda su obra despunten serias tentativas de pervertir el designio consciente de cada una de estas nobles funciones y alinearlas así envilecidas en su proyecto precursor de transvaloración de todos los valores convencionales. Sade es antes que nada un novelista, esto es, un sujeto que concede libre juego artístico, dentro del marco ilimitado de la ficción imaginativa, a la multiplicidad y desmesura de flujos y corrientes que siente latir en su yo y en el mundo circundante y amenazan con desintegrarlos. En una de sus cartas se atreve a responder a la cuestión palpitante que le plantea un curioso corresponsal sobre su auténtica "forma de pensar" formulando una "profesión de fe" en la proteica levedad del yo y sus postizas opiniones: "¿Qué soy en la actualidad? ¿Aristócrata o demócrata? Vos me lo diréis, si os parece…porque yo no lo sé". Esta pluralidad problemática la corrobora la opinión solvente de Philippe Sollers de que en el dialógico texto sadiano se encuentran expuestos "cada discurso y su contrario". Sade el energúmeno exquisito ("pongamos un poco de orden en nuestros placeres, sólo se goza de ellos planeándolos", proclama Mme. Delbéne, la deliciosa monja libertina encargada de instruir a Juliette) y su variada colección de máscaras novelescas y filosóficas: embozado como un ventrílocuo, o un maestro de marionetas, tras los libertinos egregios cuyas alegres vidas y excitantes opiniones se complacía en narrar una y otra vez, como un mordaz hagiógrafo del mal, el vicio y las manías o anomalías sexuales, hasta el último detalle escabroso, normalmente intolerable para una sensibilidad común.
El libertinaje materialista del que las novelas de Sade siguen ofreciendo los ejemplos supremos (a pesar del talento excitante de competidores como Crebillon, Vivant Denon, Nerciat, Boyer D´Argens o Mirabeau, su viejo enemigo) representa el ejercicio activo y maximizado de la libertad individual, orientado prioritariamente a la gratificación sexual, e incluye por tanto la liberación de las pulsiones y la satisfacción de los apetitos libidinales. No obstante, no debemos olvidar que otro gran mérito de Sade en sus novelas es el de conjugar en grado sumo, a la manera refinada de su siglo, la mayor licencia de las costumbres con la mayor libertad de pensamiento. Así que el ejercicio soberano y cualificado del libertinaje exigía antes que nada una cabeza propia despejada de supersticiones y supercherías, tanto como un cuerpo liberado del puritanismo de la carne. La libertad que encarnan los libertinos de Sade (aristócratas o burgueses, banqueros o rentistas, ministros o aventureros) consiste en la consumación y el paroxismo de los designios de la naturaleza, madrastra de todos los vicios "escritos en el corazón del hombre". Una suerte de darwinismo hedonista, si se me disculpa el anacronismo, en el que el disfrute del poder se transforma en poder de disfrutar sin restricciones de una vida digna de ser vivida a costa de los estamentos o los individuos inferiores: el regocijo de la condición social superior en su misma superioridad asumida a ultranza como condición natural.
A pesar de esta petulancia clasista, Sade no se privó de evidenciar que en sus libertinos hiperbólicos (una prueba más de que había leído con provecho a Rabelais y sabía que la expresión de la verdad exige a veces la exageración y el exceso) anidaba un instinto autodestructivo que guarda relación directa con la satisfacción total de las apetencias y deseos que el resto de los hombres y mujeres, esto es, la mayoría moral, morirían sin paladear ni conocer. Esta es una prueba más de su maliciosa sabiduría como novelista de costumbres: la intuición de un secreto deseo de extinción y abolición, de aniquilación pura, en las clases que han alcanzado el dominio y el predominio sobre la sociedad y sus instituciones y también sobre la saciedad de sus instintos (no otra es la lógica catastrófica, en el sentido matemático del término también, que articula la trama contable de Las ciento veinte jornadas de Sodoma). El conflicto sadiano entre igualdad y libertad no admite, por tanto, una solución inequívoca en las novelas excesivas de Sade, como tampoco por desgracia fuera de ellas, en la historia política o en el campo social. 

viernes, 28 de noviembre de 2014

EL NADADOR Y LA NADA


[William Kotzwinkle, El nadador en el mar secreto, Navona, trad.: Enrique de Hériz, 2014, págs. 92]

Hay dos días señalados en el calendario de nuestras vidas. El día de nuestro nacimiento y el día de nuestra muerte. Si aprendiéramos a verlos como un solo día, entenderíamos lo que es en realidad la vida en toda su dimensión de radical fragilidad. La vida desnuda. Tendemos quizá a sacralizarla e idealizarla en exceso sin haber llegado a asumir el horror de fondo en que se funda. La verdad terrible que Mary Shelley plasmó en su inmortal Frankenstein: la vida y la muerte son realidades indiferenciables. La vida de la carne, en todo su esplendor y fascinación, es alimentada siempre por el poder de la muerte, como supo ver Bataille.
De todo eso habla, a su manera lírica y descarnada, esta espléndida novela corta de William Kotzwinkle que, con el paso del tiempo, ha sido considerada un pequeño clásico, apreciado por un selecto club de lectores. Sin ir más lejos, Ian McEwan en su reciente novela Operación Dulce le rinde un irónico y a la vez emotivo homenaje al convertir El nadador en el mar secreto en la única lectura compartida por la extraña pareja, de gustos tan disímiles, formada por la narradora espía Serena Frome y su amado Tom Haley, cargado de veleidades postmodernistas: para Tom este es un libro “de bella factura” mientras para Serena es solo “sabio y triste”.
Como suele ocurrir, el lector aplaude la forma (intensa y perfecta) y la lectora el fondo (desolador y desengañado). ¿Quién tiene razón? Los dos, naturalmente. Esa escisión sexual del gusto es propia de una época antigua: los años setenta en que se ambienta la enrevesada trama de McEwan, la misma década en que se publicó por primera vez esta conmovedora ficción de Kotzwinkle. Como creía Nietzsche: solo los que no son artistas pueden llegar a diferenciar el fondo de la forma en una obra de arte, como si fueran realidades separadas.
El nadador en el mar secreto (cuyo bello título aliterativo original se pierde en la traducción: Swimmer in the Secret Sea) es un cuento de horror oculto tras una pantalla de emociones familiares. Kotzwinkle maneja los dos registros narrativos con tal inteligencia que consigue equilibrarlos en cada página, conjurando con éxito los espectros simétricos del sensacionalismo y la cursilería.
Reuniendo de nuevo las fuerzas de lo masculino y lo femenino, como hace la naturaleza en el coito, tenemos una pareja treintañera en el foco de la historia. Él, Johnny Laski, es escultor y padre de la criatura a punto de nacer. Ella, Diane, es una mujer embarazada, artista también y objeto obsesivo del amor y el arte de Laski desde que se encontraron por azar en Nueva York. Ambos conviven en una cabaña situada en un bosque canadiense. Diane rompe aguas en plena noche mientras Laski, dormido a su lado, sueña con luminosas criaturas subacuáticas. Y ahí comienza la narración, con la metáfora marina anegando las difíciles situaciones que vivirán tras esa inundación inicial.
El áspero invierno envuelve la vida en un manto de nieve que acaba sirviendo como mortaja del bebé nacido muerto y de las ilusiones anímicas de la pareja. Diane había sido desahuciada por la ginecología y el embarazo poseía un atributo milagroso: significaba el triunfo del amor de la pareja por encima de la imposibilidad reproductora de la mujer. El estilo de Kotzwinkle brilla con la eficacia incisiva de un bisturí durante la impresionante secuencia del parto y la muerte del bebé desangrado en el vientre de la madre. La soledad existencial de los progenitores se ahonda entonces hasta límites insoportables: Diane confinada a una cama de hospital mientras se recupera del trauma y Laski vagando a la deriva por una ciudad extraña y regresando a la desabrida cabaña del bosque en vez de refugiarse en un confortable hotel.
El tercio final de la historia es escalofriante y cruel. El bebé ha sufrido una autopsia atroz en el tanatorio del hospital. Sus padres reclaman el cuerpo destrozado. Se lo entregan con frialdad clínica envuelto en telas y plásticos como un paquete cualquiera. Laski fabrica una caja de madera para enterrarlo en el bosque donde viven. Antes, se enfrentan juntos al cadáver eviscerado y sanguinolento del bebé que ha vivido en escasas horas todas las edades de la vida (del estado fetal avanzado a la vejez repentina de los rasgos faciales tras la muerte). Ambos experimentan un espanto idéntico al del lector: la vida y la muerte fundidas “en un mar calmo y brillante que no tenía fin”. 

lunes, 24 de noviembre de 2014

MARX NO HA MUERTO

 
La escritura nunca fue objeto del capitalismo. El capitalismo es profundamente analfabeto. La muerte de la escritura, como la muerte de Dios o del padre, ya hace tiempo que se consumó, aunque el acontecimiento tarde en llegarnos y sobreviva en nosotros el recuerdo de signos desaparecidos con los que siempre escribimos.

-Gilles Deleuze & Félix Guattari, El Anti-Edipo-

Pongamos en cuarentena por un momento el nombre de su autor. Centrémonos sólo en el sorprendente principio de esta novela de 1993 ahora felizmente reeditada (Juan Goytisolo, La saga de los Marx, Galaxia Gutenberg, 2013). Una llamada de atención proferida en italiano por una elegante mujer (“Guarda, Carlo!”), una extraña escena que se desarrolla en una playa privada abarrotada de turistas adinerados, un barco cargado hasta los topes de inmigrantes albaneses encallado en la orilla, desarrapados corriendo en todas direcciones solicitando refugio. Poco después se resuelve el enigma. El hombre y la mujer son Jenny y Karl Marx asistiendo en riguroso directo televisivo al desmoronamiento de los regímenes políticos generados a partir de sus teorías. ¿Cabe imaginar un comienzo novelesco más ingenioso y paradójico?
Con su humor característico, Marx confesó una vez que no era “marxista”, en el sentido que muchos discípulos confieren a esa acepción, por lo que no debería extrañarnos que Goytisolo le haga descubrir a través del medio capitalista por excelencia (la televisión) las catástrofes y calamidades causadas por quienes le obligaron a serlo contra su voluntad. ¿Una novela marxista, anti-marxista, post-marxista? Una novela cómica, en todo caso, que los hilarantes Hermanos Marx podrían haber escrito como guión de una comedia delirante si en vez de extraviarse en el laberinto de Hollywood se hubieran afiliado a la “Internacional Situacionista” y leído en diagonal La sociedad del espectáculo.
Al abordar a Marx como personaje literario, Goytisolo se ha mantenido fiel al precepto de Nieztsche de que no existe “otro método que el juego para abordar los grandes problemas”. Goytisolo se atreve a coger a Marx por las barbas científicas para novelar las antinomias ideológicas derivadas del colapso comunista, el triunfo incontestable del capitalismo, el hipotético “fin de la historia” predicado por Fukuyama y compañía como última gran narrativa de la humanidad y el retorno de realidades miserables que creíamos superadas y que el neoliberalismo imperante ha resucitado con la impunidad de quien no tiene enemigo ante el que enmascararse ni disimular.
Por si faltaba algo a este cóctel explosivo fabricado por Goytisolo con esmero subversivo, nos encontramos  además con un doble caricaturesco del autor a quien un editor venal pero exigente (Mr. Faulkner, un trasunto reconocible del Benet editor) le encarga una biografía histórica de Marx que atienda a las rutinarias expectativas del lector actual: información diluida y entretenimiento garantizado, acción a raudales, profundización en la psicología y motivaciones de los personajes y, sobre todo, legibilidad, altas dosis de legibilidad y mesura narrativa. La saga de los Marx se estructura así como una falsa novela en gestación en la que el lector sigue los atolondrados pasos del narrador paródico en pos de su polémico personaje, comparte sus dudas y vacilaciones, participa en sus desencuentros con el editor, conoce sus trampas, juegos y trucos, lo acompaña a una anacrónica entrevista con Marx que concluye en un fracaso desternillante, o a un catastrófico debate televisivo en torno de su figura, y asiste a una grandiosa fiesta de inauguración en la nueva mansión de los Marx, momento culminante de la trama. Cuando concluye la fiesta abruptamente, el narrador se encuentra solo en el decorado de un desolado plató televisivo donde se estaba rodando un telefilme biográfico sobre la esposa de Marx: todos los personajes han desaparecido, toda la alegría del baile y la música, la algarabía mundana también, y se ha instalado el silencio abrumador de la historia. En esa secuencia espectacular, la historia se vuelve sobre sí misma para contemplarse en su fugacidad, como un tiempo muerto novelesco, a través de los ojos de un narrador que lo ha visto todo y lo ha leído todo y siente sobre sí el peso y la tristeza infinita de las generaciones de los muertos que gravitan sobre los vivos, según el famoso dictum de Marx, como una pesadilla y una maldición.
Al final de la novela, el narrador, tras visitar la solitaria tumba de Marx en Londres, incapaz de satisfacer el encargo comercial del editor, decide no escribir La saga de los Marx. De ese modo, la novela que hemos leído, en una última pirueta genial, es y no es la novela anunciada en el título. Es la novela innovadora que el editor no quería que se escribiera, pero es también la novela que el narrador, atrapado en un bucle irresoluble, no sabe o no puede escribir para el público inexistente de este tiempo terminal. Una novela virtual para una realidad cada vez más artificial, compuesta de tiempos desarticulados, simulacros televisivos y reminiscencias holográficas, como la familia Marx y su mundo desvanecido en la amnesia colectiva del siglo veinte.
Como lectores del nuevo siglo, deberíamos sentir una admiración incondicional por esta novela rabiosamente cervantina y absolutamente contemporánea de un autor que, a pesar de ser ya un clásico, ha seguido reinventándose y redefiniendo las posibilidades de la ficción narrativa en un mundo histórico transfigurado en su integridad por la tecnología, la publicidad y el consumo.

martes, 18 de noviembre de 2014

EXPEDIENTE PYNCHON


 [Thomas Pynchon, Al límite, Tusquets, trad.: Vicente Campos, 2014, págs. 491]

¿Cuál de estas caras tan castigadas por el tiempo, por la época cuyo final han estado celebrando toda la noche, cuál de ellas puede anticipar, ver más adelante, entre los microclimas del código binario, abarcando la Tierra entera, llegando a todos los rincones a través de fibra oscura y cable de par trenzado y ahora ya sin cables por espacios privados y públicos, en cualquier parte entre las agujas de los talleres de ciberexplotación, que centellean sin parar, incesantes, en ese agitado tapiz inmensamente hilvanado y deshilvanado a cuyo servicio todos se han sometido alguna vez y por el que se han quedado lisiados, cuál puede asomarse a la forma del día inminente, un procedimiento que espera su ejecución, a punto de revelarse, el resultado de una búsqueda sin ninguna instrucción sobre cómo buscarlo?

-T. P., Al límite, pp. 323-324-

El asesinato de Kennedy tuvo dos versiones antagónicas: el informe Warren y, décadas después, la novela Libra de Don DeLillo. Con los acontecimientos del 11-S se ha repetido la historia: un informe oficial, decepcionante y tramposo, un simulacro encubridor encargado por el gobierno de Bush y el Congreso, y esta réplica subversiva del mayor novelista norteamericano en activo, Thomas Pynchon.
Con la sutileza que caracteriza su forma digresiva de aproximarse a la realidad, Pynchon envuelve el impacto traumático de los atentados en una trama superpuesta que comienza en Nueva York en la primavera de 2001 y concluye, de manera a un tiempo irónica y esperanzada, cuando los incipientes signos primaverales, tras un otoño fúnebre y un invierno siniestro, aparecen en el paisaje gris de 2002 para alegrarle la vida a su protagonista (Maxine Tarnow). Pynchon asume con todas las consecuencias la tesis de que los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001 supusieron la expulsión violenta del siglo veinte y la implantación de una narrativa neoliberal que tiraniza el nuevo siglo desde entonces con sus falacias e imperativos. Como dice Pacôme Thiellement: la narrativa de los neoconservadores y la fábula del “choque de civilizaciones” elaborada a partir del 11-S y la invasión programada de Irak «destruyeron el proyecto de los años noventa, su anhelo de asumir el sueño de los sesenta».
En este sentido, Pynchon entiende lo sucedido como una guerra entre narrativas que pretenden imponer (o rechazar) una distorsionada visión del presente (con la ironía como "víctima colateral" de un mundo donde "todo debe ser literal"). Por entendernos, la facción poderosa de los neoliberales, aliados de un capitalismo trasmutado que amenaza con sumirlo todo en un pozo abismal de explotación y miseria con la excusa de rendir culto “a los dioses oscuros de la economía”, como muestra esta novela portentosa, y los que como Pynchon se sublevan contra los dictados del imperialismo capitalista con el armamento de la ficción novelesca para dinamitar los estereotipos ideológicos con que aquel se ha encargado de doblegar la resistencia de los ciudadanos.
Desde su primera novela, a Pynchon siempre le han fascinado los códigos secretos, los medios marginales, las vías minoritarias de comunicación, dando por hecho que los medios masivos estaban tomados por los intereses políticos y económicos del poder. La literatura es para Pynchon el código fuente por excelencia para acceder a la matriz del sistema de dominio establecido desde antiguo, para operar en el interior de la recámara obscena del poder, para abrir brechas en la vida mental de los lectores a fin de revelarles verdades espantosas o banales sobre el mundo donde viven a diario sin darse cuenta de que detrás de cada fachada visible hay solo otra fachada, detrás de toda pantalla, nuevo espejo de la realidad tecnológica del siglo, solo una galería infinita de pantallas difundiendo veloces imágenes de una vacuidad absoluta.
Sin desvelar demasiado de una trama compleja y cristalina a la vez, uno de los aspectos históricos más fascinantes de esta novela liminar es cómo se ambienta en el filo sangrante de la quiebra financiera de las corporaciones tecnológicas y prefigura el punto límite de internet como agujero negro del futuro ("internet se ha convertido en un medio de comunicación entre los mundos").
La dualidad de la Web profunda y la Web superficial sirve a Pynchon como metáfora del modo mismo en que ha diseñado su novela por estratos narrativos, distribuyendo las tramas y subtramas en diversos planos de sentido. Cada uno de esos planos (urbanos o cibernéticos) converge o diverge de la narración principal, se desliza sobre los otros, enlaza con ellos o los interfiere, hasta confundir en la mente de Maxine lo real y lo virtual.
Al final es la inteligencia del lector, como pretende Pynchon, quien decidirá si al mundo contemporáneo le queda alguna oportunidad utópica de reiniciarse por entero o, más bien, está condenado a padecer narrativas y tecnologías que lo sojuzgan cada vez más.

martes, 11 de noviembre de 2014

PYNCHON EXPLICADO A LOS CIBORGS


Eterno retorno de ThomasPynchon (la ilustración es un retrato apócrifo pintado al odio por su ex novia de los sesenta Mary Ann Tharaldsen). Comienzo por el principio, el verbo y la literatura total de Pynchon. En unos días publicaré mis comentarios sobre su última novela, la fascinante Al límite (Bleeding Edge).

De Thomas Pynchon, el escritor contemporáneo con más fama de recluido e invisible, los lectores conocen lo necesario. Incluso más, si consultan las bases de datos adecuadas. En el tiempo de las cámaras y las imágenes proliferantes, Pynchon se las ha arreglado para no dejar demasiados rastros visuales de su paso por el mundo. Es irónico que su sexta novela (Against the Day, 2006; editada por Tusquets, con una espléndida traducción de Vicente Campos, como Contraluz) exprese desde el título ese conflicto íntimo con la imagen pública y asuma la temática de los artilugios lumínicos, los dispositivos ópticos y las teorías de la visión como conductor narrativo de una trama donde el conflicto entre lo visible y lo invisible es esencial.
Como certifican sus estudios de ingeniería eléctrica y literatura inglesa en la Universidad de Cornell, la hibridación de lo literario y lo científico-tecnológico es el rasgo dominante de las siete novelas y el único libro de relatos (Lento aprendizaje; 1984) que ha publicado hasta el momento. La narrativa de Pynchon se caracteriza, de modo sumario, por proponer un gran relato alternativo a las versiones oficiales de la historia occidental. La historia es en Pynchon una pesadilla recurrente de la que sus protagonistas no saben librarse, a pesar de intentarlo con todas sus fuerzas creativas y vitales. Por ello, Pynchon es el historiador apócrifo de todo lo que la historiografía académica, falta de imaginación y sobrada de  positivismo contable, es incapaz de ver en el decurso histórico.
Los fundamentos arqueológicos de la novela histórica al uso, tiranizada por la estrechez del archivo y el peso muerto de la verosimilitud, son burlados por el arte narrativo de Pynchon con el fin de escribir una genealogía fantástica de la era contemporánea. Pynchon oficia así como gran cronista de la versión más espectral y espectacular de un tiempo pretérito que no sale intacto de su encuentro con una ficción urdida desde la plena conciencia del presente. Y logra con ello conferir realidad figurativa a las bifurcaciones, los desvíos, los rodeos o circunvoluciones en que la historia reciente podría haber tomado otra dirección más deseable y eligió en su lugar, por una extraña perversión, la línea irreversible que conducía a la masacre y al dominio de las fuerzas oscuras encarnadas en formas de poder absoluto y en confabulaciones siniestras para imponer el reinado de la entropía.
No es sorprendente, por tanto, que en todas sus novelas el ocultismo, las sectas clandestinas, las teorías más excéntricas, los movimientos científicos, artísticos o filosóficos marginales, las minorías raciales, los anarquistas, los bohemios o los individuos peligrosos e inadaptados que se opusieron con más ahínco a la inercia histórica, ocupen el centro del escenario en combate titánico contra las estructuras ocultas y las fuerzas insidiosas que conspiran por apropiarse del mismo o ya lo controlan desde hace tiempo y desde ahí dirigen la representación, imponiendo sus valores y mitos, ya sea el Gran Capital, la Tecnociencia y su promesa futurista, las múltiples Máquinas y sus infinitas maquinaciones, la geometría mortal del Tiempo y la Historia, los Nazis, las diabólicas agencias de inteligencia o el Gobierno Federal de los Estados Unidos en manos de títeres como Nixon o Reagan.
Este pesimismo carnavalesco de Pynchon se concreta, sobre todo, en su visión de América, paradójica tierra de la libertad donde la obediencia es el imperativo del imperio, como sugiere en las páginas finales de Contraluz cuando Jesse Traverse, el hijo de Reef y Stray, responde en un trabajo escolar a lo que significa ser americano en estos términos: “Significa hacer lo que te mandan y aceptar lo que te dan y no hacer huelga porque si lo haces los soldados te dispararán” (p. 1327). Esta convicción disidente asociaría a Pynchon con esos “profetas que habían visto América tal como debía ser en visiones que los guardianes de América no podían tolerar” (p. 71).
Mucho más que un escritor visionario, por tanto, Pynchon es el nombre reconocible de una vasta conspiración libertaria para subvertir el principio de realidad y expandir un modo de pensar y de entender el mundo tan poderoso como una religión y tan contagioso como una infección vírica. Sus magnas novelas, con todo su desternillante humor, sofisticado erotismo, cosmopolitismo genuino, estética pop, belleza estilística e imaginación delirante, son para sus muchos fans los textos sagrados de un nuevo culto a la libertad del espíritu y la inteligencia, la facultad más amenazada en un mundo gobernado por las leyes masivas de la termodinámica.
Así pasaba ya en V. (1963), su primera novela, situada bajo la influencia de sus maestros reconocidos Borges y Nabokov, donde todo el despliegue de avatares venéreos de la fabulosa ciborg protagonista conduce a la revelación de que la historia secreta del siglo veinte es la del progresivo dominio de la muerte sobre la vida. En La subasta del lote 49 (1966) Pynchon escenifica una intrigante alegoría sobre la California contracultural y sus misterios corporativos y cibernéticos tomando como pretexto irónico el descubrimiento de un sistema postal alternativo (W.A.S.T.E.) que funciona como medio de expresión de los descreídos y los insumisos del sistema.
El arco iris de la gravedad (1973), su tercera novela, es la más renovadora e importante de la segunda mitad del siglo veinte. Su título original, de una exactitud provocativa, era “Placeres descerebrados”, pero no gustó al editor. Le negaron el premio Pulitzer por ilegible y obscena, aunque ganó el Premio Nacional en 1974. Si el “Ulises” de Joyce había probado, cincuenta años atrás, la ineficacia del realismo decimonónico para dar cuenta de la nueva realidad de su tiempo, El arco iris de la gravedad fue aún más allá al certificar la fosilización de cualquier estética literaria que no asumiera la influencia determinante de la ciencia y la tecnología sobre la forma de contar historias en las sociedades más avanzadas de la historia. En esta sátira enciclopédica diseñada como una película de vanguardia, las experimentaciones más audaces en torno a cohetes, ordenadores, misiles, cerebros y plásticos se combinan con delirios paranormales, excentricidades sexuales, bromas musicales, films porno, alucinaciones lisérgicas y perversiones ideológicas para trazar un retrato apocalíptico del turbulento fin de la segunda guerra mundial y los gérmenes del futuro que comenzaban a gestarse entre las ruinas de un mundo devastado cuya imagen idílica había saltado por los aires junto con millones de sus habitantes.
Por razones inscritas en parte en la perversa trama, Pynchon tardaría mucho tiempo en publicar Vineland (1990), donde, como vástago ideológico de la truncada era Kennedy, explicaba a la perfección, con abundancia de paradojas políticas, ironías culturales y un humor no exento de una desconcertante melancolía, el tránsito traumático de la utopía insurgente de los sesenta a la siniestra “revolución” conservadora de los ochenta. Y después una hilarante novela dieciochesca, Mason & Dixon (1996), concebida como un cruce imposible entre Laurence Sterne, John Barth y Groucho Marx para contar el viciado origen de la nación americana a través de la vida y las opiniones del dúo cómico de cartógrafos más célebre de la historia de esta ciencia borgiana donde los territorios y los mapas, como las fronteras, acaban confundiendo sus límites.
En el otoño de 2009, culminando una hipotética “trilogía californiana” (La subasta del lote 49 + Vineland), Pynchon publicó Inherent Vice, una falsa novela negra ambientada en la costa del Sur de California a comienzos de 1970. La trama, deliciosa y enrevesada como una ensoñación de marihuana a la luz de la luna, supone un homenaje psicodélico al gran Raymond Chandler y, al mismo tiempo, describe aspectos de la realidad coetánea en los que el viejo narrador angelino no habría reparado con tanta lucidez crítica: la utopía surfera de Lemuria, la lucha policial por el control social, la conspiración capitalista para explotar cualquier moda vital o tendencia musical con la complicidad del poder hegemónico y la mafia y, sobre todo, el surgimiento secreto de ARPANET, precursora de Internet. Un ente tecnológico engendrado por el aparato militar americano que, por una de esas aparentes casualidades que Pynchon nos ha enseñado a entender como conjuras apenas disimuladas, acaba convertido en el gran medio meretricio que regula el flujo de la información y las relaciones del flamante siglo.
Es posible que Internet, como antes la aeronáutica, el cine o la televisión, constituya el invento definitivo para dar la razón a Pynchon en su visión de la historia humana como lucha intemporal entre las energías de la libertad y las de la opresión. Desde luego, sin la literatura de Thomas Pynchon, ese Expediente X de la Historia, todo lo que está en juego en el siglo veintiuno sería incomprensible. 

EXPEDIENTE PYNCHON (2): CONTRA LA NOVELA HISTÓRICA

Pretender resumir las 1337 páginas de esta novela inmensa (Contraluz) es una empresa imposible. Para empezar, Pynchon ha necesitado esa extensión para dar cuenta minuciosa de uno de los períodos más decisivos y fascinantes de la historia moderna, el comprendido entre 1893, cuyo hito detonante es la Feria de Chicago, y las postrimerías de la primera guerra mundial. Es decir, el final traumático del siglo diecinueve y el abrupto arranque del veinte.
La novelística germánica de Mann, Broch o Musil, tan atenta a los movimientos anímicos con secuelas externas devastadoras, ya nos había acostumbrado a considerar ese conflicto bélico como el pivote sobre el que había basculado de modo violento la historia occidental. Hacía falta, no obstante, para completar el cuadro, la perspectiva de un nativo de la nación que estableció su dominio mundial a raíz de la debacle europea. Y nadie mejor que Pynchon, con su lucidez irónica[i]. Entre otras cosas, porque lo que le faltaba a la perspectiva de matriz centroeuropea no era inteligencia humanista ni conocimiento científico sino la extrema sensibilidad a las mutaciones tecnológicas y geopolíticas en curso que mostraba el norteamericano desde su primera novela. De hecho, algunos capítulos de V. ya anunciaban la elegancia estilística y las maneras primorosas de una narrativa laberíntica que avanza por la geografía y la historia con tanta levedad como eficacia, más interesada en pulsar los nervios adecuados y acariciar las superficies con tiento musical que por sumergirse a ciegas en los subterráneos del tiempo. Una síntesis novelesca donde los formatos de la narración popular (aventuras, western, intriga criminal, ocultismo, viajes y exploraciones, fantasía, espionaje, erotismo, ciencia-ficción, etc.) se funden con las formas narrativas más elitistas, artísticas o cosmopolitas (además de los citados más arriba: Proust, James, Maugham, Zweig, Chesterton, Foster, Ford, Conrad, Roussel, Lawrence, entre otros modelos posibles o imposibles) para conformar un gran crisol paródico de la literatura y la vida de la época.
Como corresponde a un mundo donde la electricidad se expande como una moda frívola, la cualidad estética principal de esta novela de Pynchon es la de la ingravidez de los cuerpos y los caprichos de la iluminación, como uno de esos rollos pintados que se desenredan a toda velocidad ante un foco de luz proyectando imágenes animadas sobre una pared en blanco. Un estilo etéreo y luminoso que sobrevuela con gracia incomparable el abigarrado mapa de ciudades y territorios de esta ficción concebida a escala planetaria. Es significativo, por esto, que la novela comience flotando en el aire, en un globo aerostático que se eleva en dirección a Chicago, y finalice también suspendida en el aire, a bordo de otra aeronave fabulosa, volando esta vez “hacia la gracia”, fuera del tiempo y la historia.
No hay una trama única, desde luego, sino un asombroso trenzado de líneas narrativas, conducidas por una galería inagotable de personajes excéntricos más o menos conectados por las desventuras transnacionales de los hermanos Traverse (hijos errantes de un minero anarquista asesinado por las fuerzas aliadas del Capital y la burguesía): desde dinamiteros vagamente ácratas, sectarios pitagóricos, exploradores árticos fascinados por el espato de Islandia, oscuros visitantes del futuro, vástagos vengativos y pistoleros a sueldo de las corporaciones mineras a buscadores de oro y de ciudades místicas enterradas en las arenas del desierto asiático, inventores chiflados, plutócratas corruptores y envilecidos y matemáticos enfrentados en disputas teóricas transnacionales, pasando por artistas intransigentes a la busca de una representación de la realidad acorde con los tiempos, “criptosufragistas” insurgentes, hermosas lesbianas obsesionadas con ecuaciones incompletas[ii], manipuladores del azar y la fortuna, detectives psíquicos, seductoras antropólogas hechizadas por el mito mesoamericano de Aztlán, siniestros agentes a sueldo de diversos poderes o aventureros aeronáuticos como los inefables “Chicos del Azar”, protagonizando hazañas extraordinarias en pos de la inmortalidad y la eterna juventud en compañía del fiel “Pugnax”, un perro hablador y buen lector de Henry James.
Estas líneas se ramifican y desdoblan, se cruzan y entrelazan, intersecan o divergen hacia el infinito, con bilocaciones, bifurcaciones, espejismos y reflejos que retuercen sus lineales trayectorias, ofreciendo una imagen cristalina del tiempo en movimiento como nunca el arte narrativo había ofrecido con tanta profusión y exactitud, aplicando en la reconstrucción histórica los principios de una concepción infinitamente divisible del espacio-tiempo. Y esto no sólo porque el desarrollo de las múltiples historias sea contemporáneo de la implantación del cinematógrafo y su montaje sincopado, sino porque los descubrimientos científicos y técnicos referidos se revisten también de un cierto aire “patafísico” y especulan con los viajes en el tiempo y a otras dimensiones imaginarias para acabar de complejizar la visión de una realidad que se desplaza, con todos sus personajes a bordo, entre ejes conocidos y vectores desconocidos, como una réplica experimental de las teorías matemáticas más avanzadas de la época.
El tiempo narrativo de esta deslumbrante saga novelesca aparece así como un cristal, hecho a partes iguales de dimensiones reales y virtuales y dotado, en apariencia, de “un poder de crecimiento infinito”, según decía Gilles Deleuze[iii] del cine de Fellini, creando una imagen del tiempo histórico que funciona como espectáculo de variedades y permite a la vez acceder a la espontaneidad de la vida, la inocencia del devenir que no tardaría en desaparecer de un mundo donde los postulados de la relatividad de Einstein y la mecánica cuántica apenas comenzaban a ser conocidos.
En este sentido, uno no puede lamentar que la novela, con todo su humor tonificante, su fastuosa imaginación y su alegría vital, termine cuando hay tanto que contar todavía, en vísperas de los años veinte, el bullicioso pórtico hacia el Infierno de otra matanza mundial aún más destructiva. Pynchon ya ha narrado en parte ese período crucial en El arco iris de la gravedad, con mayor locura si cabe, y prefiere detener su carrusel sinfónico en un momento de felicidad emergente. Con lo que el bucle eterno iniciado en V. se enreda y vuelve ahora mucho más grácil.




[i] No me resisto a reproducir aquí su versión anarquista de las causas de la primera guerra mundial y, por extensión, de cualquier guerra militar del siglo XX y del XXI; y también, por qué no, de cualquier “guerra” económica, como la actual crisis global de los mercados, en nombre de la cual se llevarán a cabo toda clase de injustos ajustes y reajustes que sólo favorecerán a los de siempre: “Si una nación quiere perdurar, ¿qué otras medidas puede tomar más que movilizar a la población y declarar la guerra? Los gobiernos centrales nunca estuvieron pensados para la paz. Su estructura es la de un estado mayor, la misma que la de un ejército. La idea nacional se basa en la guerra. Una guerra general europea, en la que cada trabajador en huelga se convierte en un traidor, se ondean banderas amenazadas, se airea el miedo a la profanación de los suelos sagrados de las patrias, será el pretexto ideal para borrar el Anarquismo del mapa político. La idea nacional renacería. Uno se estremece ante las formas pestilentes que surgirían después, desde la ciénaga de una Europa en ruinas” (pp. 1160-1161, trad. Vicente Campos)
[ii] La fascinante agente vital Yashmeen Halfcourt, la gran presencia femenina de esta novela poblada de grandes presencias femeninas, entregada con la misma intransigencia al ideario anarquista y feminista como a la intensidad de la vida, a la mística irresoluble de los problemas matemáticos como a los imperativos revolucionarios de su tiempo: “No se hacía ilusiones sobre la inocencia de los burgueses, pero aún así se aferraba a una fe ilimitada en que era posible ayudar a la Historia a cumplir sus promesas, incluida, algún día, la justicia para los oprimidos. Se trataba de la antigua necesidad que ella tenía de algún tipo de trascendencia; la cuarta dimensión, el problema de Rieman, el análisis complejo, todo eso se había presentado como una vía de escape de un mundo cuyos términos no podía aceptar, donde habría preferido que incluso el deseo erótico no tuviera consecuencias, al menos ninguna de tanto peso como el deseo de tener un marido, hijos y todo lo demás, que parecía acuciar a otras jóvenes de la época” (pp. 1165-1166, trad. Vicente Campos). Como declara la libertina Yashmeen a una intrigada colega de lucha: “Ésta es nuestra propia era de las exploraciones…en el país sin cartografiar que espera más allá de las fronteras y los mares del Tiempo. Emprendemos nuestros viajes hacia allí a la luz tenue del futuro y volvemos a la época burguesa y su inmensa ilusión de seguridad para contar lo que hemos visto. ¿Qué son todos nuestros «sueños utópicos» sino formas defectuosas de viajes en el tiempo?” (p. 1166, ibid.).
[iii] Nadie se extrañe de la mención de Deleuze en este contexto. No es otro vano gesto teórico al servicio de la pedantería, como suele reprocharse haciendo ostentación de un anti-intelectualismo impropio de gente de cultura e inteligencia, sino el reconocimiento de que Pynchon es, como gran heredero de Herman Melville, el novelista más deleuziano de nuestro tiempo, la encarnación literaria de la figura intempestiva del “anómalo” definida por Deleuze: “El Anómalo está siempre en la frontera, en el límite de una banda o de una multiplicidad; forma parte de ella, pero ya está haciéndola pasar a otra multiplicidad, la hace devenir, traza una línea-entre” (Diálogos, p. 52). Y Against the Day constituye, como no podía ser de otro modo en una vasta ficción organizada en torno a errancias individuales entre múltiples fronteras territoriales, históricas, políticas, tecnológicas, culturales y sexuales, la gran novela contemporánea sobre devenires, planos de consistencia, máquinas de guerra, aparatos de captura, agenciamientos y líneas de fuga.