lunes, 28 de abril de 2014

FOUCAULT Y SU DOBLE

Hoy vivimos una época extremadamente cínica (y al mismo tiempo naíf) donde los que toman decisiones y administran la realidad desde el poder conocen al dedillo las teorías de Foucault y Debord (y también las de Deleuze y Baudrillard y algunos adláteres teóricos de generaciones posteriores) y las aplican en todo, desde el texto de los discursos y las leyes hasta el diseño de campañas y camisetas, mientras en los medios intelectuales y, sobre todo, literarios, por razones inexplicables, cunde la fiebre anti-teoría y el virus anti-intelectual más rancio y casposo. Paradojas de una realidad cultural en permanente dislocación de formas y valores… 

[Gilles Deleuze, Michel Foucault y el poder. Viajes iniciáticos I, Errata Naturae, trad.: Javier Palacio Tauste, págs. 168] 

Saber es poder, proclama el adagio popular con sabiduría aprendida en la escuela de la vida. Así era al menos hasta la llegada de Michel Foucault, uno de los grandes aventureros del pensamiento del siglo veinte y el filósofo que tomó más en serio el examen de ese binomio perverso. En sus múltiples investigaciones, solo interrumpidas por una muerte prematura, Foucault había analizado la historia de la locura, la clínica, la formación de los saberes clásicos, los enunciados y, finalmente, los discursos sobre la sexualidad, desde la antigüedad precristiana hasta la era psicoanalítica, en pos de una idea sustancial: el poder no es tal porque ejecute la violencia o reprima acciones y discursos. Todo lo contrario. El poder es tal porque tiene la facultad de “incitar, inducir, disuadir, facilitar o dificultar, ampliar, limitar, hacer más o menos probable”, según Deleuze, la producción de acciones y discursos en un campo de fuerzas y de relaciones entre fuerzas. El poder es más estratégico que impositivo, actúa como fuerza afectiva y no solo como fuerza restrictiva.
Y ahí es donde se produce su agenciamiento con el saber. El poder surge del saber, este le sirve de fundamento y, finalmente, produce el verdadero fin al que se dirige su ejercicio: la normalización. El discurso del saber tiende a producir la verdad como instrumento del poder con que imponerse en una determinado campo de fuerzas sociales reordenando sus relaciones efectivas. No es, por tanto, en el estudio de las grandes instituciones o los grandes dispositivos del poder donde reside su verdad sino en el escrutinio de la “microfísica” de los pequeños gestos y los pequeños signos del poder, en las estrategias prácticas puestas en juego para producir los efectos que le confieren el dominio sobre el mundo cotidiano que pretende normalizar con su acción.
Si tiene sentido la existencia de la literatura, como dice Deleuze, no es para distraer a la gente sino para permitir entender lo que de otro modo sería incomprensible. Cuando Deleuze, al concluir el curso aquí recogido, recurre a una novela de Herman Melville (Pierre o las ambigüedades) para explicar el excéntrico devenir de Foucault, el lector siente que la literatura se justifica a sí misma y demuestra saber más que la filosofía y la ciencia juntas. La narrativa alegórica elaborada por Deleuze sobre Foucault permite entender a este como un arqueólogo que tras aventurarse en la pirámide del poder, estrato tras estrato, penetra en la cámara funeraria, abre el sarcófago y lo descubre vacío. Se enfrenta entonces a este vacío nuclear y padece la decepción y el desengaño. Poco antes de morir, el genealogista Foucault habría descubierto que en la cripta secreta había algo más, algo invisible a primera vista. Quizá fuera, forzando el símil, un esotérico modelo de subjetividad, o el cadáver putrefacto del hombre inventado por el humanismo, o el primigenio habitante de la tierra, un abominable extraterrestre lovecraftiano, como en un conspirativo episodio de Expediente X, o incluso la figura fetal del superhombre de Nietzsche. Quién sabe. Esa presencia hierática e intrigante como pocas es aún motivo de especulación entre conspicuos especialistas en los misterios de la cosa foucaultiana.
No imagino, con todo, en qué universidad o centro de producción de saberes, desde que rige una idea tan mediocre  de la pedagogía y una tan demagógica relación en las aulas entre profesores y alumnos, se podrían dar clases de este nivel intelectual, donde un maestro como Deleuze, con la autoridad reconocida de su conocimiento filosófico, imparte un discurso riguroso y exigente sobre cuestiones tan abstrusas y, al mismo tiempo, certeras, ante un grupo de estudiantes que lo sigue con reverencia, curiosidad y pasión. Así que hasta en este aspecto accesorio el libro daría una lección magistral sobre cómo funcionan los dispositivos del poder respecto de la formación del saber, favoreciendo una idea del saber que lo beneficia en sus intereses y destruyendo otra, con la complicidad involuntaria de sus destinatarios directos, que lo pone en cuestión.

martes, 22 de abril de 2014

VALIS O NOVALIS

 
Carlos A. Scolari, uno de los más destacados estudiosos de la interacción de los campos de la literatura y la cultura con las nuevas tecnologías, me entrevista en su blog Hipermediaciones.
 

1) A estas alturas está muy claro: los medios de comunicación evolucionan, cambian, adoptan nuevas formas y generan nuevas prácticas. En las últimas dos décadas estas mutaciones se aceleraron hasta jaquear el modelo del "broadcasting"... ¿Cómo afectaron estos cambios a la literatura? ¿Puedes resumirnos en pocos párrafos estos cambios? 

Creo que debemos empezar a considerar a la literatura en sí como una tecnología, una tecnología basada en el lenguaje, que es otra tecnología anterior, quizá la más genuina de todas, la primera que aprendemos a manipular sin dominarla nunca del todo ni entender su compleja naturaleza. Más allá de sus relaciones con otras tecnologías, por tanto, que me parecen accesorias, me gustaría puntualizar esta condición tecnológica intrínseca a la literatura y, en especial, a la narrativa literaria. Cada vez que analizo o comento un texto, soy plenamente consciente de que estoy leyendo un dispositivo, un artefacto construido para ser descifrado o descodificado conforme a unas pautas que pueden o no estar inscritas en el texto. Un dispositivo o un artefacto, eso sí, que puede producir, con independencia de sus otras funciones y formas reconocibles, efectos emocionales y afectivos, intelectuales, estéticos e incluso espirituales, calculados o no por su autor efectivo. Por tanto, la primera pauta para una definición tecnológica de la narrativa pasa, en una primera fase, por la desidealización del discurso de la literatura sobre sí misma y el rechazo a cualquier interpretación excesivamente romántica o idealista de la narrativa.

 
No veo, por otra parte, a la literatura narrativa como a una observadora distante de los cambios acaecidos en el paisaje tecnológico de las últimas décadas, ni tampoco como una aguafiestas cultural. Tal como lo entiendo la narrativa literaria que me interesa leer y escribir parte de una situación en la que se sabe cultural y tecnológicamente relegada pero al mismo tiempo aspira a preservar sus formas y funciones en un contexto ampliamente hostil. Tanto económicamente como culturalmente esta situación puede ser considerada como postliteraria y, en este sentido, la literatura solo puede sobrevivir con plena consciencia de su nueva identidad, adoptar la dudosa máscara de la postliteratura. Esto afecta tanto a lo que la literatura puede decir como al modo de decirlo y, una vez dicho, de ponerlo en conocimiento de sus receptores habituales. Los nuevos tiempos constituyen más un desafío a los poderes lingüísticos de representación y comunicación escritos que una motivación para desaparecer o aceptar desplazarse al rincón de lo marginal e insignificante. La literatura narrativa puede disputar el espacio de la comunicación una vez que acepte su nuevo estatus y asuma que su combate, por así decir, no es solo contra las formas impuestas por la tecnología sino también contra los formatos anacrónicos y sucedáneos generados por las imposiciones del mercado neoliberal. No es, en este sentido, un papel sencillo. El escritor puede sentirse en conexión con una longitud de onda que se remonta a la literatura más antigua y, al mismo tiempo, mantener su módem creativo conectado en banda ancha a todos los formatos y códigos del presente más intempestivo… 

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jueves, 17 de abril de 2014

ATRACCIÓN FRACTAL


 [Pierre Bourgeade, Elogio del fetichismo, Editorial Siberia, trad.: David Cauquil, págs. 225] 

Quizá alguien se acuerde aún de El desprecio, la memorable película de Godard. Y, en especial, de la fascinante secuencia de obertura en que una bellísima Brigitte Bardot yace desnuda boca abajo en una cama matrimonial junto a su marido (Michel Piccoli). Intrigada por los sentimientos de este, comienza a interrogarlo, con voz insinuante, sobre su aprecio por las diferentes partes de su cuerpo, obteniendo una invariable respuesta afirmativa. La mujer entiende ese malentendido sexual como tragedia y ese amor total a su persona como desprecio. No es posible amar la totalidad sin menospreciar los fragmentos que la componen. Ese elocuente segmento fílmico no aparece mencionado en este voluptuoso catálogo de pulsiones parciales perpetrado por Pierre Bourgeade, uno de los erotómanos más sutiles de la literatura francesa reciente, pero encierra la clave del deseo humano, suscitado por fantasmas y fantasías de partes erógenas.
El deseo no pide mucho para despertar. Un gesto, un olor, un guiño, una porción de carne exhibida, una prenda asociada a zonas ocultas, un recoveco íntimo, unas manos generosas, un mechón de pelo, unos pies descalzos, unos guantes, unos pechos erguidos, unos tacones afilados o unos labios entreabiertos. El fetiche posee el don etimológico de hechizar. Es el ídolo que exige solo develamiento y adoración. El fundamento del fetichismo, como dice Bourgeade, es un principio retórico: “amar la parte por el todo”. Esa metonimia o sinécdoque de la realidad está en la génesis de todo deseo. Ya el solo hecho de amar a alguien, separándolo de los otros, es un gesto fetichista consecuente. Elegir un objeto amoroso entre la masa de cuerpos pixelados es un acto sustancial a la vida psíquica del sujeto. Quien dice amar a todos nada sabe del amor real. Por eso la filantropía como el cristiano amor al prójimo, en su neutra universalidad, ignoran el venero perverso del verdadero amor. 
 
 
Esto no es un ensayo especializado ni una monografía obsesiva ni un recuento exhaustivo. Se parece más a una sugestiva exposición en una galería prestigiosa de fotografías inacabadas y vídeo-proyecciones intermitentes. Un libro sobre el fetichismo debía ser tan fetichista como su inagotable objeto de estudio y tan caprichoso como los gustos eróticos del autor. Así, en el conjunto, domina el toque narrativo e imaginario, de innombrables resonancias y sensaciones, sobre la dimensión sesuda o analítica, apenas presente. Es un muestrario incompleto de las pasiones de la vida de la carne rememoradas con la lengua para actualizarlas y restituirlas a la existencia inmediata que apela a los sentidos y las emociones cómplices del lector. No hay deseo sin estremecimiento febril ni pasión sin convulsión visceral, como enseñaron a Bourgeade sus maestros libertinos (Sade, Bataille, Klossowski, Molinier).
Es imposible leer esta miscelánea con indiferencia. Cada uno preferirá unos casos, historias o episodios sobre otros, por motivos fetichistas, desde luego, pero también éticos y estéticos. No todo es válido para Bourgeade en un terreno donde la adultez y la anuencia son reglas imprescindibles. El voyeurismo, la necrofilia, la escatofagia, el sadomasoquismo, pero no tanto la zoofilia y nada la pedofilia. Altamente estimulantes resultan las partes dedicadas a los amigos y amigas artistas, pero mis predilecciones se precipitan sobre el sabroso anecdotario donde se bordea el surrealismo, se evocan las relaciones que implican connivencia y afecto en el placer orgiástico y, por supuesto, el refinado repertorio literario, como el bigote de Montaigne, impregnado de fragancias indelebles. La fiesta fetichista no tendrá fin, como la seducción de este opúsculo póstumo, mientras no se consume el devenir androide del humano.

miércoles, 9 de abril de 2014

BEAUDELEER


 [Charles Baudelaire, La Fanfarlo, El Desvelo Ediciones, 2014, págs. 120] 
 
Y aquel materialismo absoluto no estaba lejos del más puro idealismo.
Ch. B.

Es Cabrera Infante, refinado lector de Baudelaire, quien propone en La Habana para un infante difunto esta cómica homofonía del nombre del poeta moderno por excelencia. En su búsqueda frenética del amor de las mujeres, el narrador conoce a una lectora adicta a las fragancias tóxicas y los perfumes venenosos de Las flores del mal de la que se enamora inútilmente. Ella no encuentra su alma tan fascinante como la de Baudelaire. Este episodio paródico sirve al cubano para burlarse, con ironía, del vínculo perverso que unía al poeta francés con el sexo femenino.
Al releer a Baudelaire hay que prestar especial atención: la paradoja y la ironía de sus postulados conducen al malentendido fundamental de toda relación humana y de toda creación. En el caso de las mujeres, los incisivos aforismos y sentencias misóginas que las convierten en fetiches adorables e ídolos cosméticos, declarando su belleza y atractivo inversamente proporcionales a su inteligencia y hondura anímica, escandalizan a muchas lectoras sin comprender la sutileza del juego mundano que les propone Baudelaire con un guiño satírico hacia sus congéneres.
No está claro si “La Fanfarlo” (1846) es un relato sumario o el esmerado esbozo de una novela. En cualquier caso es la constatación de que la licencia filosófica del libertinaje se abría paso de nuevo en la literatura a través del raído corsé del romanticismo. Como en un enredo erótico concebido por el ingenio malicioso de Crébillon, Vivant Denon o Laclos, Baudelaire orquesta un cuarteto de relaciones amorosas como caricatura ilustrativa de uno de sus aforismos infames: “Lo que hay de intolerable en el amor es que se trata de un crimen que uno no puede cometer sin un cómplice”. En toda su obra Baudelaire pondría al desnudo con lucidez las imposturas y supercherías de la sentimentalidad humana, pero nunca con tanta mordacidad como en esta historia del rapsoda romántico (Samuel Cramer) que, para resucitar un desvaído amorío de juventud (la señora de Cosmelly), acepta seducir a una bailarina fogosa y sensual (la Fanfarlo) que tiraniza con su hechizo y exuberancia venérea al señor de Cosmelly.
Baudelaire reproduce así una estrategia calumniosa que había empleado para seducir a una actriz por la que sentía una pasión indigna, motivo recurrente de su ideario esteticista. Para el dandy Baudelaire, la mujer es la divinidad carnal, objeto de veneración y desprecio al mismo tiempo, de deseo y repulsión visceral, encarnación pulposa de la vulgaridad natural en que sucumbe el anhelo lírico del infinito. Con cuánta ironía se enfrenta Baudelaire a su fantasma mórbido al hacer que el poeta idealista que ve con clarividencia la abyección del amor personificada en el cuerpo erógeno de la bailarina, cuyos sicalípticos movimientos en el escenario o en el dormitorio dotan a su carne de un fulgor irresistible, claudique ante ella y la multiplicidad de máscaras teatrales con que se entrega al placer y el delirio de los sentidos. La Fanfarlo no es una fémina fatal cualquiera sino la imagen suprema de la fatalidad de lo femenino, el signo atávico del fracaso masculino, confirmando la confusión mental de idealismo y materialismo que genera las fantasías y equívocos del amor entre sexos antagónicos.
 En el novelesco desenlace, impropio de un relato patológico escrito a la manera impecable de Poe, la eternidad ambicionada por el poeta se trueca en maternidad de la amante y los placeres prohibidos de la pareja acaban en caída irremediable en un concubinato prosaico. Es la venganza de Baudelaire contra el aburguesamiento romántico. Una purga estética que le permitirá emprender, en el futuro, empresas artísticas mucho más exigentes.

miércoles, 2 de abril de 2014

PORNOGRAFÍA IRLANDESA

  
[Raymond Queneau, Obras completas de Sally Mara, Blackie Books, trad.: Mauricio Wacquez, José Escué, Manuel Serrat Crespo, 2014, págs. 407] 

La picardía erótica francesa y el sentido del humor irlandés, como hibridación estética, solo podían producir vástagos estrambóticos, rebosantes de chistes impúdicos e insinuaciones insanas. Y si el manipulador del juego es además Raymond Queneau la orgía no podría ser más festiva y tonificante. Las máscaras de Queneau se multiplican para regocijo de sus lectores y estupor de la preceptiva poética y la normalidad académica: experto enciclopedista en locos literarios, obseso (hetero)sexual, versado en freudismos irrefrenables tras someterse un año entero al diván con paciencia enfermiza, erudito en ciencias patafísicas que muchos contemporáneos apenas sabrían deletrear sin trabarse la lengua, merodeador surrealista, políglota glotón de gramáticas exóticas, retórico socarrón adicto al arte del calambur y el retruécano, poeta científico y pesimista y, por si fuera poco, novelista inventivo y prolífico.
En 1947 publica una ficción folletinesca de sesenta y seis capítulos (Siempre somos demasiado buenos con las mujeres) bajo seudónimo femenino (Sally Mara) en las Éditions du Scorpion donde Boris Vian venía de triunfar con novelas negras de extrema violencia. Queneau no dijo que no a la propuesta y aceptó el desafío, perpetrando una hilarante broma a costa del Ulises de Joyce (con parodias escatológicas del stream of consciousness de Molly Bloom en los capítulos IV, VII, IX, XII y XIV), supuestamente escrita en gaélico y traducida al francés, que encubría bajo un manto de comicidad disparatada una burla sarcástica a la identidad y la cultura irlandesas. La conjugación del título vagamente misógino con el travestismo textual y sexual de la autoría lograba ocultar el alcance de esta novela con pretensiones históricas, donde se narraba, como una versión porno de Blancanieves y los siete enanitos, el grotesco asalto a una oficina de correos dublinesa ejecutado el 24 de abril de 1916 (efemérides de la insurrección independentista) por siete aguerridos militantes republicanos (de nombres joycianos, reales o apócrifos) y su encuentro fatídico con una voluptuosa virgen británica (Gertie Girdle, con connotaciones joycianas de alto voltaje sexual) que acabará arrastrándolos, tras explotar su libertinaje y lubricidad hasta licencias inconfesables, a la derrota y la muerte.
Como la fechoría estilística contra el mayor novelista de la modernidad pasó desapercibida, Queneau publicó en 1950 el Diario íntimo de Sally Mara, reconstruyendo en sus procaces páginas el ingreso en la mayoría de edad y el conocimiento carnal de la escritora imaginaria. El diario relata en francés, con malicioso humor, las experiencias escabrosas y exploraciones picantes que, entre los dieciocho y los diecinueve años, permitieron a la ingenua pornógrafa Sally Mara descubrir la importancia capital de los deseos y pulsiones ocultas en la realidad dublinesa por la que transitaba con tanto asombro como curiosidad. Tal descubrimiento íntimo, por otra parte, como el disciplinado aprendizaje del gaélico y un matrimonio anodino, aparece guiado por el prurito de escribir una novela futura de título tan indeciso todavía como su temática (Siempre somos demasiado buenos con las mujeres), amasada con pormenores truculentos y ambientada en el Dublín revolucionario del día de su nacimiento, que sintetice su visión escandalosa y desaforada de la vida. [Es curioso, por cierto, que aun hoy este aspecto cómico y sarcástico (en la línea de maestros de toda profanación e irreverencia excesivas como Rabelais y Jarry) siga confundiendo a muchos lectores de rigor fúnebre y acadecimicismo estéril que consideran esta purga estética magistral de Queneau una obra menor cuando es uno de los divertimentos estilísticos más inteligentes, imaginativos, divertidos y malintencionados que uno pueda leer.]
En 1962, Queneau culminará la broma cultural de su alter ego femenino publicando sus “obras completas”. Estas se compondrían, en principio, de la novela y el diario ordenados en cronología inversa a su publicación original y de un divertido prólogo donde la autora inventada cobraba voz para reivindicar su autoridad artística frente al autor real. Y, como colofón, de una agrupación de “textículos” y “fruslerías” publicados por Queneau con anterioridad (en 1944) y retitulados ahora como Sally más íntima. Rechazados con desprecio por su presunta autora en el prólogo, estos ejercicios de estilo en francés (trozos escocidos de humor verbal, aforismos de ingenio duchampiano, homofonías obscenas o delirantes, etc.) articulan un provocativo tratado de lengüística aplicada. Besuqueos, toqueteos y chupeteos en la lengua de un extranjero (Michel Presle/Raymond Queneau) que es, en definitiva, el primoroso traductor y amante literario  de esta irlandesa tan deslenguada e indecente como Molly Bloom.