viernes, 27 de marzo de 2015

EXÓTICA BELLEZA



[Paolo Sorrentino, Tony Pagoda y sus amigos, Ediciones Alfabia, trad.: Víctor Balcells & Marga Almirall, 2015, págs. 239]

     ¿Se acuerdan de La gran belleza? ¿De la inagotable belleza que era capaz de extraer la cámara de Sorrentino de la vulgaridad romana de nuestros días? ¿El milagro de ver brotar la belleza intemporal del arte, la inteligencia, la cultura y el refinamiento de la vida en medio de un paisaje dominado por la fealdad inoculada en la realidad por los medios de Berlusconi y demás cómplices televisivos? Todo lo que hay en esa obra maestra cinematográfica de hermoso y de verdadero ya estaba anticipado en esta magnífica colección de relatos que no son tales sino retratos de cuerpo entero de un variado grupo de personalidades representativas de la Italia contemporánea.
El narrador de estas ficciones esperpénticas y crepusculares es Tony Pagoda: un donjuanesco cantante napolitano medio famoso y medio retirado que ya protagonizaba la primera novela de Sorrentino (Todos tienen razón, 2010). Pagoda deja atrás una larga existencia de éxitos musicales y amorosos y una sentencia de muerte que cada día conquista otro aplazamiento mientras esa vida no deja de enriquecerse con nuevas experiencias. Pagoda es el muñeco relleno de palabras juiciosas, la marioneta que el ventrílocuo Sorrentino manipula a su antojo para canalizar una visión tragicómica del mundo.
El pórtico del libro es un prólogo digno de una comedia donde el ex cuñado de Pagoda, un cínico que prefiere ver el Gran Hermano a leer cualquier historieta inventada por Tony para dárselas de escritor, ajusta sus cuentas con él a cambio de 1500 euros pagados por adelantado. Después, Pagoda hace desfilar por la pasarela felliniana de su prosa estilizada y coloquial a un heterogéneo elenco de personajes, inventados unos, reales otros.
Por algunos siente Pagoda admiración y fervor, como el mago Silvan o el presentador televisivo Maurizio Costanzo, modelos de artistas populares del plató o el escenario teatral, mientras por otros, meros representantes de la vulgaridad italiana como Carmen Russo o las máscaras grotescas del festival de San Remo, quizá solo desprecio. Imitando a Sorrentino, Pagoda los manipula para que hagan o digan lo que sea necesario a fin de completar el cuadro cruel que está pintando en carne viva. Las últimas pinceladas se las dedica a su madre y a la anécdota infantil de una broma sangrante gastada a una vecina presuntuosa. Pagoda ha heredado de ella el corrosivo sentido del humor que revienta las pretensiones y fantasías de superioridad social de los otros.
Pero todos los encuentros y diálogos del libro son pretextos narrativos para ir declinando punto por punto la singular filosofía vital de Pagoda. Un programa de interpretación estética de la existencia, fundado en la capacidad hedonista de recrearse en el placer incomparable de las apariencias, la búsqueda obsesiva de la belleza y su aparición fulgurante en un cuerpo, un color, un gesto, una melodía, una amistad, un atardecer, un paisaje, un amor, un beso o una caricia. Esa es la gran recompensa por seguir vivo y aceptar el mundo tal como es. No hay belleza comparable a la de haber vivido todas las vidas en una sola, como diría Huysmans. Pagoda logra ser tan conmovedor como su figura decaída de dandi enfrentado con hiriente lucidez a los ídolos chabacanos de la plebe.
La decadencia de la cultura europea ha producido durante décadas destellos de belleza. Quizá ahora la fealdad y la uniformidad dominen los estilos de vida. Pese a todo, aún parece posible conocer la exótica belleza a la que Pagoda se muestra adicto: “la cultura tiene una finalidad absolutamente precisa: hacer al hombre feliz”.

lunes, 16 de marzo de 2015

TODOS LOS VAQUEROS, EL VAQUERO



[Robert Coover, Ciudad fantasma, Galaxia Gutenberg, trad.: Benito Gómez, 2015, págs. 223]


La mitología del Oeste es una de las más poderosas de cuantas ha producido el imaginario norteamericano desde el siglo XIX. Si, como decía Deleuze, cualquier película americana clásica no cuenta otra cosa, en el fondo, que el nacimiento de una nación llamada América, cuando se aborda el género del western, ya sea en literatura, cine o televisión, la mitología se eleva al cuadrado y el encuentro con los orígenes nacionales se transforma en un extraño bucle de historia y ficción que representa una versión posible de la conquista implacable de un territorio extraño.
Un explorador iconoclasta de las múltiples mitologías que construyen la estructura simbólica de los Estados Unidos como Robert Coover no podía dejar escapar la ocasión de afrontar el género fundacional por excelencia de la genuina identidad americana y los clichés que la definen ante el mundo. Una primera tentativa fue “The Kid”, una pieza dramática escenificada a comienzos de los años setenta en Nueva York, incluida poco después junto con otras obras teatrales en el volumen A Theological Position (1972) y en la que se inspira en parte esta novela caricaturesca y divertida (publicada por primera vez en 1998). Más tarde, ya en 1987, integrado en el programa de profanaciones fílmicas de Sesión de cine, publicaría un relato paródico de una comicidad irresistible (“Duelo en Gentry´s Junction”), donde un pistolero mejicano pedorro y apestoso y un ingenuo sheriff de pura raza aria y nobles creencias e ideales resolvían a tiros y escupitajos sus diferencias culturales más sangrantes.
Coover es uno de los maestros contemporáneos de la risa jocosa y la truculencia grotesca de Rabelais y Cervantes y la epopeya del Oeste, con todas sus imposturas míticas y gestas infundadas, es el género idóneo para un pistolero artístico como él acostumbrado a cuadrar narrativas vertiginosas y juegos formales con un humor irreverente de raigambre carnavalesca. La dicción analfabeta de los vaqueros, sus infames costumbres y mentalidades asilvestradas, las brutalidades de un territorio bronco y violento donde impera la muerte (el “Terrortorio”), permiten a Coover algunos de los momentos más hilarantes de la novela.
Para los buenos lectores de Coover su repertorio de chistes soeces y procacidades incontables suena eficaz pero consabido. No es ahí, por tanto, donde reside la originalidad estética de la novela sino en la transformación prodigiosa de los desgastados motivos del lejano Oeste (sus figuras prototípicas, sus paisajes carismáticos y sus situaciones estereotipadas) en una farsa fantasmal de dibujos animados, un carnaval onírico de seres espectrales y escenarios ya inexistentes, una frenética danza de la muerte tan polvorienta y carcomida como lujuriosa, como si toda esa mitología americana de los viejos tiempos se hubiera convertido en una luctuosa atracción de una feria en decadencia. O una moribunda sesión de cine barato en una sala vacía donde proyectan las aventuras y episodios fractales de la vida del misterioso vaquero protagonista: un antihéroe innombrable y amnésico que se esfuerza por recuperar un pasado desintegrado. Reducido a un puñado de imágenes rotas, sin sentido alguno, y una grasienta y deslavazada baraja de naipes arrugados. 


Es así como Coover logra armar, como en sus perversiones de cuentos de hadas (Zarzarrosa, Stepmother), un caleidoscopio narrativo de una fluidez paradójica, un ejercicio estilístico que se desliza de historia en historia, de peripecia en peripecia, sin encontrar nunca un cierre definitivo, como un espectáculo temático repetido al infinito para un público exhausto. Las partes más jugosas, como es frecuente en la literatura del autor, se producen en las colisiones cómicas entre la rudeza masculina y la seducción femenina, el malentendido sexual como mito iniciático cargado de obscena ironía.
El jinete protagonista, como los vaqueros que lo circundan como un coro vicioso de sus acciones menos confesables, galopa a lomos de lo que se le ponga a tiro, sin distinguir demasiado entre la grupa ardiente de una hermosa mujer y el lomo sudoroso de un jamelgo derrengado. Su corazón, como el de todos los hombres duros de una tierra dura y reseca, vive escindido entre la aspiración sublime y la realidad más prosaica de la entrepierna: enamorado de la atractiva maestra que se le escapa de entre los dedos como un objeto de deseo demasiado valioso y condenado a reencontrarse cada vez con la vulgar cantante del salón cuyo opulento pecho apenas consuela de la soledad y la perplejidad que tejen y destejen los días y las noches interminables de un vaquero que es todos los vaqueros. Todos y ninguno.

lunes, 9 de marzo de 2015

OTRA VUELTA AL MUNDO



A partir de hoy en librerías la nueva edición de La vuelta al mundo (Pálido Fuego ed.). He aquí un extracto provocativo.

10

Lo imaginas desnudo y complaciente, tumbado en la cama sabiendo lo que ocurrirá dentro de poco, cómo empieza todo esto para ti, te abandonas a sus caricias preparatorias, a su lenta aproximación al momento en que engullirá tu miembro despacio, muy despacio, lo dejará resbalar lentamente por sus labios, tu glande totalmente hundido en su boca ahora, hundiéndose más todavía allí, la intimidad constante de la lengua, la indescriptible sensación del roce intermitente de la punta de sus pezones sobre tus muslos entreabiertos, la humedad general, la humedad invasora, la molicie o la suavidad inconcebible de todos estos roces y contactos sutiles incrementada por el placer de volver a verla, de volver a encontrarte con ella cada vez que cierras los ojos, en otra parte, sólo verla o imaginarla, eso te basta, mientras los labios se cierran sobre tu glande ahora hinchado y a punto de eyacular en uno dos o tres espasmos llenando la boca humedeciendo los labios mancillando la lengua, ella desaparece otra vez, tu acompañante de este lado regurgita o escupe con asco en el lavabo el residuo de vuestro encuentro, se acabó, hasta la próxima vez. Esto ha ocurrido antes, muchas veces, después sueles negarte a verlas de nuevo, has conseguido de ellas lo que querías y necesitas otra que la sustituya enseguida, así de voluble es tu deseo. Tu procedimiento es invariable, premeditado, la aparición de ella no. Te aprovechas de tu trabajo como pinchadiscos en una multitudinaria discoteca de la ciudad para tener siempre a tu alcance chicas disponibles y fáciles, embobadas contigo, abiertas a tus propuestas. Las atrae tu talento para las combinaciones musicales, las embelesan tus mezclas explosivas de ritmos imposibles, tu virtuosa dosificación de sonidos estupefacientes. Encerrado en tu cabina te dejas cortejar primero y luego pasas decidido a la acción. Tu vestuario y tus maneras te hacen parecerles un poco marciano y ese increíble ingrediente las excita más todavía. No te cuesta mucho llevarlas a la cama esa misma noche, normalmente prefieres ir a su casa, o hacerlo en el coche, en alguna playa solitaria. Las sorprendes al principio con tu técnico desdén de cualquier muestra de afecto o sentimiento, pero en cuanto empiezas a acariciarlas y les presentas a tu entumecido compinche cambian de cara y de actitud, y al despedirse de ti cada uno de sus pegajosos besos sólo reclama una cosa, un nuevo encuentro. Las ves volver a la discoteca en busca de su ración de falsa felicidad, incluso finges interesarte en sus maneras más o menos extáticas de bailar, en sus estilos o sus temas preferidos, etcétera. Consumado comediante, haces promesas que sabes que no cumplirás pero ellas sólo te piden oírlas, no que las cumplas, les interesa la música inédita y no la letra consabida, prosaica. Cuando las dejas no te lo reprochan, les has proporcionado una intensa vivencia del presente que no podrán olvidar en mucho tiempo, tal vez nunca, te encanta exagerar. Así, paso a paso, te acercas a tu verdadera meta que no es sólo meterla, ni mucho menos, la grosería inevitable, uno de los polos de tu experiencia cotidiana. Has propiciado la amistad entre ellas y tu desvergonzado cómplice, les has enseñado a manejarlo tanto como a amar sus posibilidades amatorias, les insinúas tu aprecio por cierta intimidad extrema entre ellas y él, y una noche de pronto serán ellas las que te pidan como favor que les dejes hacerlo, que renuncies a tu deseo de penetrarlas por una vez y te prestes y les prestes tu compinchado miembro para embocárselo y devorar así la crema de su amistad, mala metáfora. La cursilería de palabra, el otro polo trivial, no te abruma cuando la oyes en la intimidad porque estás harto de pincharla diariamente, de oírla a todas horas saliendo de la alucinante estereofonía que circunda las tres pistas circenses de la flamante discoteca, y además te resulta excitante y hasta afrodisiaca cuando los inocentes labios que la pronuncian se ciernen sobre el casquete de tu órgano desatado y obtienen esa insólita conjugación de elementos. Empieza entonces la función discontinua, empiezas entonces a verla, primero una sombra tenue, un velo de opacidad parece envolverla mientras vas definiendo el sentido preciso de sus actos, siempre inconvenientes o poco recomendables. No has decidido con quién estará en esta ocasión, pero no parece estar sola, nunca estará sola, tú no la dejas abandonada a su peligrosa soledad, no te parece que le convenga, así que le buscas rápidamente un acompañante, sí, un tipo sórdido hacia el que le haces sentir una atracción extraña, una combinación de deseo y rechazo cifrada en la rareza de su piel, el tacto escamoso, los has situado ya a los dos abrazados junto a una cama y semidesnudos o desnudándose el uno al otro, ella quitándose el sujetador ante las insistencias del acompañante que le has designado esta vez, el acompañante ya desnudo empujándola hacia la cama y echándose encima, conduces sus primeras maniobras con tiento, le haces entretenerse lo necesario en los pezones erguidos, en el volumen de los pechos, bajar por el vientre, decides que ella se retuerza más, se agite como resistiéndose mientras su acompañante pretende que aparte los muslos y le deje explorar a sus anchas ese sexo expuesto que no le has dado tiempo para que se lave convenientemente, la noche debió de ser larga antes de llegar aquí, no tienes tiempo de recapacitar, te precipitas, se precipita, ya has decidido que él no sienta ninguna aversión sino irresistible placer en pasear su lengua intencionadamente por esa olorosa orografía, localiza deprisa la clave del clítoris y te concentras en la fricción, el ápice aplicado ahí, te concentras y la haces enloquecer y gemir mientras tú la imitas derramándote en la boca de tu amiga sin tiempo de ver qué pasó después, cómo acabó su improvisado encuentro…