viernes, 24 de julio de 2015

VIDAS PÓSTUMAS


 [Lars Iyer, Dogma, Pálido Fuego, trad.: J. L. Amores, 2015, págs. 205]

Es hora de morir, dice W. Pero la muerte no llega.
-Lars Iyer-

Las teleseries son el escenario creativo donde la sociedad americana plasma con predilección los gestos y los síntomas de la decadencia de sus códigos y valores morales. Exenta de una cultura mediática de masas tan potente y globalizada, a la civilización europea no le queda otro remedio que recurrir a la literatura, con o sin lectores, para practicar la autopsia en vivo del cuerpo putrefacto de los grandes ideales europeos, su espíritu absoluto, su historia milenaria, su museo inabarcable o sus grandes cánones musicales, filosóficos, artísticos y literarios.
Ahí están esos enormes despojos, como globos desinflados a merced del viento gélido, ofreciendo a la mirada del observador menos cruel la imagen de un melancólico fin de fiesta. O de un paisaje devastado o un edificio ruinoso. Un final de partida, como el que escribiera Beckett, uno de los maestros terminales de Iyer. O ese “apocalipsis real” (“los signos del fin de los tiempos”) que Iyer parodia como profecía a través de sus hilarantes heterónimos: Lars el evasivo y W. el malogrado. No hay de qué preocuparse, por tanto. Como saben las irrisorias marionetas filosóficas de Iyer, la tragicomedia del exterminio individual será eclipsada por la extinción masiva del mundo y de todos los listos que aspiran a hacer espuria carrera en él. 


Dogma constituye el volumen intermedio de la trilogía prestigiosa (antes se había publicado aquí el primer volumen Magma y pronto llegará la traducción del tercero Exodus) festejada con alabanzas desmedidas por algunos suplementos culturales británicos, pese a que nada de lo que aparece en ella merezca tal conmemoración literaria.
Este jocoso artefacto narrativo con trazas de nivola unamuniana, cuyo título se inspira más en la vanguardia cinematográfica liderada por Lars von Trier en los noventa que en la película homónima de Kevin Smith, sitúa en el centro neurálgico de su inexistente trama a la “religión” de nuestro tiempo. No una religión cualquiera, desde luego. La religión más importante y poderosa de la historia, como pensaba Walter Benjamin. La religión que acabará subsumiendo todos los aspectos de la vida en sus exiguas dimensiones, como dice el narrador en un arranque inútil de lucidez. La religión del capitalismo: un subproducto protestante fundado en la perpetuación indefinida de la culpa y la expiación. Pero Iyer tiene en mente una estrategia irónica de sabotaje contra los estragos brutales del capitalismo: fomentar la incompetencia general, de la que esta novela participa en sus estrafalarios modos de representación y su apertura narrativa al absurdo.


En el fondo, este cómico funeral, auspiciado por un discípulo tardío de Blanchot,  no anuncia nada que no sepamos ya. No enuncia ninguna verdad que desde hace decenios no sea una obscenidad manifiesta y una verdad insignificante. Iyer pone en escena un sarcástico simulacro de exequias fúnebres para despedirse del humanismo, las humanidades y el ideal modernista del arte, la literatura y el pensamiento, sus encumbrados valores culturales, en estado de bancarrota y liquidación total. Esa muerte tuvo lugar en el pasado y, aunque muchos se niegan a enterrar el cadáver de una vez por todas, o a concluir el duelo sentimental, la cultura prosigue su curso productivo, contra los agoreros, los nostálgicos y los mercaderes, la creación estética exhibe una apariencia aún estimulante y prometedora.
El dogma falaz que sirve de broma recurrente a los espectrales personajes de Iyer alude a esta imposibilidad de preservar una idea difunta de la cultura en un mundo que ha desautorizado cualquier forma de elitismo artístico o intelectual en favor de un sentido democrático de la existencia sustentado por las mitologías del espectáculo de masas, la demagogia política o mediática y el consumo publicitario.
Como sentencia el marxista Gramsci, citado por Iyer: “La crisis consiste precisamente en el hecho de que lo viejo muera y lo nuevo no sea capaz de nacer”.

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