miércoles, 19 de agosto de 2015

CANIBALISMO DE CLASE


[Álvaro do Carvalhal, Los caníbales, Ardicia, trad.: Enrique Moya Carrión, 2014, págs. 90]

Y se abalanzaron sobre el magistrado como molosos hambrientos sobre una corteza reseca de pernil de Lamego.

-Álvaro do Carvahal-

Rafael Chirbes in memoriam

El escritor portugués Álvaro do Carvalhal (1844-1868) es una rareza literaria. Uno de esos personajes que Rubén Darío o Pere Gimferrer habrían clasificado como “raro”: ese espécimen literario que encarna en la oscuridad y el malditismo los valores estéticos más preciados.
En el caso de Carvalhal, muerto con veinticuatro años, esa extravagancia literaria y el esplendor juvenil de su genio lo emparentan con otro escritor coetáneo como Isidore Ducasse, el célebre conde de Lautréamont (Los cantos de Maldoror). Ambos viven, en la estela del maestro Baudelaire, las postrimerías de un período artístico (el romanticismo) y lo consuman en sus respectivas lenguas, agotando hasta la parodia estilística los rasgos específicos de dicho movimiento.
Mucho menos conocido, Carvalhal solo tuvo tiempo de escribir una obra de teatro (O castigo da vingança) y una colección póstuma de seis cuentos (Contos). El especialista Joao Gaspar Simoes señala que las narraciones de Carvalhal “ocupan un lugar inconfundible en la evolución” de la literatura portuguesa.
A juzgar por “Los caníbales”, me atrevería a decir que su importancia traspasa fronteras y puede oponerse a la literatura fantástica española (cuyos representantes más destacados, Alarcón y Bécquer, no llegaban en sus ficciones a tales niveles de audacia y transgresión) e igualarse con la mejor narrativa europea de fantasía y horror por el estilo artificioso y el humor negro. No por casualidad, el genial cineasta Manoel de Oliveira adaptó Los caníbales en 1988 transmutándola en una suntuosa opereta bufa de espíritu buñueliano.


Carvalhal llamaba “novelas” a sus relatos y este, el más extenso, merece con creces esa consideración por su trama satírica y sus juegos metaficcionales. Desde el principio, la figura del narrador ocupa el protagonismo de la historia haciendo partícipe al lector de una supuesta crónica que ha llegado a sus manos sobre hechos acaecidos no hace mucho tiempo en medios de la alta sociedad. De ese modo, el narrador actúa en todo momento más como comentador irónico de una historia extraña que como voz garante de la veracidad narrativa. A través de las digresiones e interpolaciones va creando el marco de recepción desde el que el lector podrá asistir al espectáculo de la historia contada, tomando la distancia crítica requerida para juzgar la anécdota mundana en toda su complejidad histórica.
Una joven burguesa de nombre fáustico, Margarida, virgen casadera de temperamento romántico, se enamora perdidamente del vizconde de Aveleda, un misterioso millonario de vida legendaria que suscita en los salones la rivalidad masculina y la morbosa fantasía femenina. Un tercer personaje, Don Joao, completa el trío principal con su perfil de libertino seductor que se obsesiona por Margarida cuando esta, ejerciendo de mujer fatal, lo rechaza sin dobleces. Toda esta historia de encuentros y desencuentros pasionales ocurre en un entorno palaciego de fiestas lujosas y banquetes opulentos. El acto culminante acaece durante la noche de bodas del vizconde y Margarida, cuando el marido desnuda ante la mujer el siniestro engendro que se oculta tras su fascinante apariencia y se desencadena la tragedia, entre sublime y grotesca, bajo la mirada celosa del donjuán, que espía la escena por una ventana.
Apasionado lector del Poe más negro, el Balzac más fantástico y retorcido y el Baudelaire más irónico y moderno, Carvalhal es un humorista visionario con sensibilidad ibérica y un observador cáustico de los procesos sociales, y sabrá conducir la truculenta situación hasta un desenlace hilarante, con excesos carnavalescos y un final feliz, pese a la grotesca crueldad de la situación, digno de una comedia romana de costumbres.
La historiografía del siglo XIX registra cómo la burguesía devoró a la aristocracia como a un suculento jamón. Nadie como Carvalhal ha contado con tanta gracia y malicia la historia doméstica de esa lucha encarnizada entre clases antagónicas.

viernes, 7 de agosto de 2015

EL HOMBRE LIBRO


[Ángel Esteban, El escritor en su paraíso, Periférica, 2014, págs. 380]

Al leer este libro, uno se acuerda del bibliotecario humanista de Arcimboldo: una extraña figura humana compuesta por entero de libros de variados tamaños. Y eso que el escritor no es por definición un bibliotecario conservador sino alguien que ha nacido para incendiar creativamente las bibliotecas, como decía Foucault de cierta obra de Flaubert (La tentación de San Antonio) y sirve como glosa de la tarea estética del escritor respecto de la tradición libresca en que se reconoce, o de la que discrepa por medio de la crítica y la parodia, como Cervantes.
Esto vuelve fascinante el recorrido taxonómico del libro por las semblanzas animadas de aquellos grandes escritores cuya relación con la biblioteca, más allá de los afanes habituales en el gremio, se hizo profesional. Aquí están, agrupados por un orden alfabético doblemente valioso, una treintena de autores, desde Reinaldo Arenas a Vargas Llosa, prologuista entusiasta del libro, una impresionante galería de escritores de sexo masculino que en algún momento de su vida vieron confundirse los límites de esta con las dimensiones de un lugar poblado solo por silenciosos libros y manuscritos.
Bajo un título tomado en préstamo a Borges, Esteban configura una suerte de viaje intelectual al Paraíso borgiano: la biblioteca babélica, una entretenida excursión literaria por todos los anaqueles y estanterías de una biblioteca políglota que termina dibujando en la mente del lector una alegoría del mundo de las letras tan potente como la de Arcimboldo.
La historia de la cultura podría dividirse según la diversa relación de los creadores literarios de cada época con las bibliotecas. Y también los escritores. Están aquellos, como Borges, Robert Burton, Arias Montano o el erudito absoluto Menéndez Pelayo, cuyo temor cerval a la vida o el repudio a las servidumbres cotidianas los lleva a buscar refugio en el estudio y la contemplación de los libros y sus absorbentes contenidos, mucho más atractivos para sus cerebros privilegiados que las mediocres vicisitudes de la vida convencional. Y están otros, la gran mayoría, desde Robert Musil a Reinaldo Arenas, por citar ejemplos del libro, que administran con inteligencia sus relaciones fecundas con las bibliotecas, privadas o públicas, a fin de intensificar las experiencias de la vida y fomentar la creación.
Uno de los casos más curiosos es el de Georges Perec, inventor incluso de un método de clasificación documental. Y el más patológico, sin discusión, el de Borges, quien examinó en muchas de sus famosas ficciones los engañosos espejismos de la sabiduría y la erudición alcanzadas al precio de la renuncia vital. La “biblioteca de Babel” es el sueño húmedo de un bibliotecario delirante que fantasea con un mundo infinito formado solo de enigmáticos volúmenes encuadernados. Y en “El sur”, su relato más íntimo, la pulsión quijotesca por abandonar los áridos confines de la biblioteca y enfrentarse a la aventura de estar vivo se consuma con la aceptación mental de la muerte en una reyerta brutal con un gaucho broncoso.
Un caso antagónico es el de Georges Bataille, filósofo dionisíaco de la vitalidad del mal y el erotismo humano, bibliotecario vocacional que supo extraer de las distintas instituciones para las que trabajó el tiempo necesario y las fuentes documentales con que fundamentó uno de los pensamientos más originales e influyentes del siglo XX.
La biblioteca puede ser, sin duda, el paraíso prometido del escritor, pero en ella también puede encontrar el “infierno”, ese submundo polvoriento donde yacen olvidadas las obras que el tiempo censuró o relegó con desprecio. Dígalo Sade, dígalo Apollinaire, aventurero de cuyo descenso al sótano de la Biblioteca nacional francesa surgió una de las recuperaciones más relevantes de la historia literaria.