[Junichirô
Tanizaki, El elogio de la sombra,
Siruela, trad.: Julia Escobar, 2015, págs. 96]
A ciento veintinueve años de su nacimiento y
cincuenta de su muerte, el 30 de julio de 1965, Tanizaki es el escritor que
mejor expresó en su obra la esquizofrenia japonesa respecto de la cultura
occidental. Mucho más que Mishima, desde luego, quien transformó esas
relaciones ambiguas con las culturas del sol poniente en una pasión
sadomasoquista demasiado enfermiza, con su muerte truculenta como consumación.
Menos impetuoso y mucho más inteligente,
Tanizaki osciló durante toda su vida de un polo más conservador a otro más
moderno en sus vínculos con la cultura europea y americana. Antes de abandonar
la juventud, según muestra su novela Naomi
(1928), su fascinación por las nuevas modas y costumbres extranjeras,
incluyendo el cine, la música y la forma de vestir, fue absoluta como expresión
iconoclasta de modernidad y progreso. Una vez instalado en la madurez, experimentó
un curioso viraje hacia las tradiciones locales que lo llevarían a considerar
la presencia occidental como hostil a las cualidades históricas y la esencia cultural
específicamente japonesa, con independencia de las comodidades materiales y
avances técnicos que la occidentalización aportaba. Ese regreso sintomático a
formas seculares incluía una veneración sin trabas por todo lo antiguo y un
rechazo a la degradación contemporánea de los ritos, los objetos y los estilos genuinos.
Pasados los sesenta, tras los estragos de la
segunda guerra mundial, experimentaría un renovado giro en su aprecio por la
cultura occidental, entendiendo por tal todo lo moderno e importado, y un
creciente menosprecio por los valores tradicionales. Las razones del cambio fueron,
sobre todo, eróticas. Para el viejo erotómano Tanizaki, recuperando los ardores
juveniles, la moda occidental en el vestir y el desvestir hacía mucho más
atractivas y deseables a las mujeres jóvenes que las pesadas etiquetas y códigos
nipones. Así lo escenifica en su última novela, esa comedia sarcástica titulada
Diario de un viejo loco (1962), donde
acertó a burlarse, en nombre del deseo, de la religión budista y las
convenciones familiares.
Al leer este hermoso Elogio de la sombra (1933) es necesario contextualizarlo en la época
intermedia de su vida, cuando el cuarentón Tanizaki comienza a profesar cierto
desengaño por las luces incandescentes y el frenesí de la modernidad y sentir
cierta nostalgia por maneras de vivir más serenas y naturales, apartadas de los
grandes centros urbanos (como Tokio, capital promiscua de la corrupción de
costumbres y maneras en curso). Eso mismo admira Tanizaki en la antagónica ciudad
de Osaka: la preservación del ritmo y los ritos de antaño.
Desde el refinamiento sensorial y la sutil
ironía, Elogio de la sombra es un
alegato tardío en pro de una idea de la vida en vías de desaparición, una cultura
que pasa por la discreción, la modestia y la oscuridad (“lo bello no es una
sustancia en sí sino tan solo un dibujo de sombras, un juego de claroscuros”). Esa
belleza sombría se oculta, como un signo de otro tiempo, en el negro de los
lacados, la luz tenue de velas y candelabros, la blancura de los rostros de las
mujeres resplandeciendo en la penumbra de los dormitorios, los pliegues de los kimonos
que envuelven sus adustas anatomías, los tejados de grandes aleros que aplacan la
luz solar, los retretes expuestos a las contingencias naturales, de modo que el
que evacua sus intestinos pueda escuchar al mismo tiempo la música de las gotas
de la lluvia chocando contra las tejas o el canto solitario de un pájaro, etc. [En
un arranque de humor, Tanizaki llega a atribuir a la tradición del haikú una
conexión con esos instantes cenitales de la experiencia en que mientras el
cuerpo realiza pasivamente su trabajo fisiológico la sensibilidad del poeta se
exacerba percibiendo en sincronía todos los signos de una naturaleza armoniosa.]
Este célebre ensayo es producto, en suma, de un período de
crisis espiritual y existencial, en que Tanizaki se propone someter su
literatura a una purga estética fundada en tradiciones autóctonas: “Me gustaría
ampliar el alero de ese edificio llamado “literatura”, oscurecer sus paredes,
hundir en la sombra lo que resulta demasiado visible y despojar su interior de
cualquier adorno superfluo”.