sábado, 26 de noviembre de 2016

CABRERA INFANTE ANTES Y DESPUÉS DE LA REVOLUCIÓN


 [G. Cabrera Infante, Mea Cuba antes y después, Galaxia Gutenberg, págs. 1262]

            Pocos casos más curiosos en la literatura que el del escritor cubano Guillermo Cabrera Infante. La realidad tropical en la que se formó, que sustentó sus ficciones y que encontró en ellas una voz original y aguda, idónea para mimetizar sus misterios sensoriales y captar sus repliegues culturales con sutileza, es la misma realidad que colaboró a borrar del mapa de un plumazo cuando suscribió el programa revolucionario castrista antes de desengañarse y comenzar a conjurarla en solitario como a un espectro obsesivo a través de la pirotecnia del verbo y otros exorcismos melancólicos del estilo.
Pocos libros como este podrían mostrar en su totalidad la ambigüedad ideológica y los dilemas políticos que la escritura de Cabrera Infante supo arrostrar siempre con extraordinaria brillantez, enfrentándose en cada situación a la experiencia que discurría en paralelo con similar euforia visceral e inteligencia crítica. Afectado de una bipolaridad biográfica, ninguno de los agentes dobles que encarnó Cabrera Infante en momentos distintos de su vida es más genuino que el otro. En el fondo, son el mismo.
El Cabrera indignado contra la infame dictadura de Batista y la corrupción americana, el capitalismo colonial que viajaba en la maleta de los gánsteres y políticos que apoyaban al tirano, es un escritor germinal, menor de treinta años, y un crítico de cine consagrado (G. Caín) que ama tanto el folclore afro y la vitalidad singular del pueblo cubano como odia el inicuo estado de cosas que convierte la isla en una prisión paradójica: un mundo desgarrado donde las matanzas impunes de estudiantes y opositores conviven con el espectáculo barroco de los cabarets, el sexo orgiástico y la noche dionisíaca.
Las trescientas páginas iniciales de este espléndido volumen, un gran acierto editorial de Antoni Munné, presentan el sumario exhaustivo de todo lo que Cabrera escribió antes de la revolución y durante el tiempo en que siguió creyendo en los postulados y logros de esta. En este contexto cronológico, la lectura de su deslumbrante colección de relatos (“Así en la paz como en la guerra”; 1960) junto con los artículos, ensayos o fragmentos narrativos que publicó en la revista “Carteles” y después en “Lunes de Revolución”, uno de los suplementos culturales más originales de la época, no solo en español, adquiere un designio nuevo que permite entender la perspectiva dialéctica del escritor frente a una realidad social cuyos privilegios de clase y jerarquías de poder, contraviniendo el imperativo que bloqueaba a escritores europeos y americanos, sí parecía posible cambiar de modo radical.
El autor de los cuentos realistas que se incorporan a su único libro de ficción publicado en Cuba se dio cuenta de que las violentas viñetas que había publicado con anterioridad en esas revistas para ilustrar el horror de la dictadura y alentar la causa de la revolución en curso debían hallar un punto de fusión estética en formato libro, como anticipó el asombroso relato experimental “Un día como otro cualquiera”. Contra la opinión negativa del autor, expresada muchas veces, el virtuosismo retórico de estas viñetas dinamita sin compasión los cimientos y estructuras sociales cubanas que los relatos intercalados ayudan a comprender en sus antinomias íntimas y contradicciones dramáticas.
Para conocer la inequívoca posición política de Cabrera Infante ante aquellos acontecimientos históricos bastaría con leer “La isla partida en dos” o “Somos actores de una realidad increíble”, artículos exultantes donde el fervor revolucionario se impregna del análisis moral de las lacras seculares de la identidad cubana, quizá las mismas que conducirían a la degeneración ulterior. Pero esa es otra historia.


Como contó en “Mapa dibujado por un espía”, Cabrera Infante se exilia en 1965, primero en Madrid y luego en Londres, decide guardar silencio durante un tiempo, se concentra en reescribir “Tres tristes tigres”, que aparecerá censurado en España en 1967, y solo en 1968, incitado por el periodista Tomás Eloy Martínez en la revista argentina “Primera Plana”, comenzará a expresar sin mordazas ni bozales el profundo desengaño respecto de la revolución cubana y el castrismo, a despotricar del grotesco tirano Fidel Castro y denigrar a sus no menos grotescos adláteres (comisarios o solo venenosos emisarios), con datos incontrovertibles en la mano izquierda (mientras en la derecha sostiene un puro de marca “Holy Smoke!”), hasta el triste final de sus días. De hecho, el último texto del volumen (“La castroenteritis aguda”) es el último escrito por Cabrera antes de morir en febrero de 2005 en un infeccioso (o infecto) hospital londinense.
En paralelo a su grandiosa obra narrativa y a sus brillantes textos sobre cine, literatura, tabaco o ciudades, entre otros asuntos de la cultura o el mundo que atraían su insaciable curiosidad, Cabrera Infante fue construyendo durante decenios, de manera obsesiva y sistemática, una de las denuncias más implacables y veraces de los males maquiavélicos del totalitarismo del siglo XX, superando a sus versiones soviéticas, germanas, españolas o asiáticas.
“Mea Cuba” fue la bomba intelectual que Cabrera hizo estallar en 1992 para mostrar que en el centenario hispano no todo eran rosas de Indias y loores a Colón sino que había mucha putrefacción oculta. Es una brillante idea del editor centrar este volumen de sus obras completas en este libro extraordinario para situar en su órbita otros textos o libros complementarios. Y es que “Mea Cuba” es una fiesta (de la literatura, del ingenio, de la palabra, del español, de la inteligencia, de la cultura) y es también, quién lo diría, la más perfecta descripción del infierno si puede admitirse que una gran isla tropical rodeada de islas más pequeñas hasta conformar un extraño archipiélago con forma de caimán o de tiburón del golfo pueda asumir, tras el paso de un ciclón revolucionario, una condición infernal.
Contra todo y contra todos, incluidas España y la UE, tan complacientes con la tiranía por motivos comerciales, Cabrera acusa sin tapujos, narrando, con pormenores escalofriantes, la transformación de un paraíso natural en un infierno político de pesares y pesadillas incontables para sus habitantes, reconvertido después, por la magia del turismo, en un paraíso artificial para visitantes adinerados. Un infierno carcelario con sus círculos propagandísticos organizados alrededor del dantesco líder de la revolución falsaria y sus divisas dementes. El nombre del déspota genera en Cabrera Infante, como siempre, una serie desternillante de ingeniosos juegos verbales: “Mefistofidel”, “Castración”, “Castroenteritis”, “Castrofobia”, etc.
Pero no solo de política (activa o pasiva) vive el expatriado. Pese a lo que opinan sus enemigos más encarnizados, la pasión dominante de Cabrera era la literatura y en “Vidas para leerlas” habrán de rastrear quienes algún día quieran conocer la moderna historia de la literatura cubana, una de las hispanoamericanas más creativas, desde José Martí, Lydia Cabrera, Lino Novás o Virgilio Piñera a Carpentier, Lezama, Sarduy y Arenas. En los irreverentes retratos de cuerpo entero de los escritores admirados, Cabrera se retrata con agudeza, pincel en mano diestra, sabiendo que él también forma parte privilegiada de los trazos barrocos del cuadro.
Además, se incluye aquí el único libro de Cabrera Infante (“Vista del amanecer en el trópico”) donde el humor apenas aparece, pese a la disimulada ironía del título. Escrito tras el severo ataque de locura padecido en los setenta, “Vista” escenifica en viñetas de violencia desgarradora, al estilo del Hemingway inicial (In Our Time), la trágica historia de Cuba desde sus orígenes geológicos hasta ese futuro presagiado donde la geografía, como declara el autor, habrá anulado al fin las pretensiones fallidas de la historia. Es en este final donde la visión pesimista de Cabrera Infante desborda las coyunturas del tiempo vivido y se proyecta hacia la dimensión filosófica de una lucidez mucho más intempestiva.

miércoles, 23 de noviembre de 2016

DINERO



Mi columna de ayer en medios de Vocento

El dinero impone su ley sobre un mundo donde las necesidades y deseos de la gente valen cada vez menos.

El dinero no engaña a nadie. No es su estilo. Lo tienes o no lo tienes. Así de simple. El uno por ciento de la población mundial lo tiene. El noventa y nueve por ciento restante no.  Vivas donde vivas, te cuenten lo que te cuenten. Lo tienes o no lo tienes. Es la ley del dinero. La más importante. El dinero no cae de los árboles, como repiten algunos ingenuos, pero existe en abundancia en lugares insospechados. Los comerciantes y los banqueros lo saben. Los agentes de bolsa también. Los ministros de economía disimulan. El problema es cómo ponerlo en movimiento al servicio de nuestros intereses.


La crisis nos ha dejado tocados y el sistema no se hunde. Los economistas no tienen respuesta. La agencia tributaria tampoco. Están desbordados. El oro, las monedas, los billetes, valen cada día menos. Todo lo que se imprime en papel se deprecia con el tiempo. El dinero, sin embargo, cotiza siempre al alza en las bolsas financieras. Hoy en día es el único valor rentable. El dinero digital inunda los mercados sin que percibamos las consecuencias. Cuanto más invisible es el dinero más se parece a lo que es en realidad el dinero. Riqueza abstracta. Pura circulación del intercambio. Valor y poder en estado puro. Si no tienes dinero, ni vales ni puedes. No hay nada que hacer contra esto. El dinero se adueña de todo sin escrúpulos y todo funciona al ritmo frenético del dinero. Lo sabe el FMI y lo sabe el Banco Mundial. Lo ignoran los políticos cuya misión consiste en convencer a los electores de que sus votos valen de verdad para cambiar las cosas. Sin preocuparse de donde salga la financiación.


Tienen razón los que dicen que la lógica del dinero se está naturalizando en la sociedad. Cuando se exigen recortes y austeridad, cuando todo se somete al criterio del dinero, algún nombre rebuscado habrá que darle al fenómeno para no pasar por cínicos. Mal se puede sacrificar quien no tiene liquidez ni crédito. La demencia del dinero no tiene límites. Por qué imponérselos, dicen los expertos. Las guerras del dinero ocurren bajo la epidermis de la globalización. Los chinos pretenden comprar África y acabarán haciéndolo en cuanto nos descuidemos. Los americanos no pueden comprar nada sin hipotecarse aún más. El multimillonario Donald Trump engaña sobre esto a sus votantes y lo eligen presidente. Europa naufraga. Sus presupuestos no cuadran. Los británicos desatan amarras creyendo que podrán salvarse solos. Los españoles no pueden pagarse ni la camisa que llevan puesta. De los países en bancarrota mejor ni hablar. Todos vivimos por encima de nuestras posibilidades. Estamos atrapados. No salen las cuentas. El capitalismo era esto. Dinero, dinero, dinero. Ahora lo sabemos con total certeza. Lo demás son cuentos chinos.

miércoles, 16 de noviembre de 2016

CINE Y ARTIFICIO


[Philippe Azoury, A Werner Schroeter, que no le temía a la muerte, Shangrila Textos, trad.: Mariel Manrique, págs. 113]

Godard decía que el cine es la verdad 24 veces por segundo, es decir, una mentira. Una gran mentira. El cine fabrica imágenes en movimiento que los espectadores toman por verdaderas, como atestiguan las primeras proyecciones a finales del siglo diecinueve. El cine nació decimonónico y positivista, qué se le va a hacer, como la fotografía, por una cuestión industrial y técnica, pero el cine porta oculta en sus entrañas, como la mente humana, una relación fantástica con la realidad de las imágenes que se remonta al menos hasta la cultura barroca.
Existe un prejuicio arraigado en contra del ilusionismo cinematográfico. Tomando en consideración la discutible escisión entre una corriente-Lumiére y una corriente-Méliès en la historia del cine, parecería que la primera facción (documental, realista, fotográfica) se hubiera apoderado de los discursos críticos más exigentes y especializados, así como de las creaciones más arriesgadas según su opinión, mientras la segunda, dado el regusto popular en las fantasías y supercherías, los espectáculos aparatosos y los trucos de barraca, habría sido relegada al cine industrial de Hollywood.
De tanto en tanto, sin embargo, surgen creadores cinematográficos excéntricos, que entienden esta paradoja artística del cine y exacerban su patente artificialidad para extraer de ella una insólita dimensión audiovisual. Grandes ilusionistas que practican las artes mágicas de la luz y la alquimia de las imágenes desde planteamientos no solo minoritarios sino contrarios a toda postulación realista, como Werner Schroeter, a quien se dedica este magnífico libro. Este cine singular eleva la artificialidad del dispositivo fílmico a la más alta potencia de lo falso, como querían Nietzsche y Deleuze, y funda toda su fuerza estética en el reconocimiento de la condición artificial de cualquier imagen construida a partir de las posibilidades de la tecnología.


Schroeter fue en su época el emblema marginal del “nuevo cine alemán”, esa tendencia cinematográfica que restablecía los lazos artísticos destruidos durante la segunda guerra mundial y la posguerra con la pujante creación del cine mudo y el primer sonoro. Si Fassbinder ejercía en él de polémico sumo sacerdote y directores tan diferentes como Herzog y Wenders oficiaban de adláteres y el gran Syberberg de revulsivo wagneriano, Schroeter ocupaba un lugar influyente pero periférico, ignorado por el público mayoritario, la crítica ortodoxa y solo admirado por un selecto club de estetas. Entre sus más fervientes adoradores habría que contar a Michel Foucault, quien escribió, como recuerda Azoury, uno de los textos más hermosos sobre la presencia carnal y la vitalidad de los cuerpos, gloriosos, divinos o meramente profanos, en el cine seminal de Schroeter (cuya obra maestra, pasados los años y los debates espurios, sigue siendo la sublime La muerte de María Malibrán).
Una trayectoria artística como la de Schroeter se presta con facilidad a meditaciones melancólicas sobre el destino y la creatividad del cine europeo de los años sesenta y setenta, y el discurso de Azoury no las rehúye. Pero también permite una reflexión jubilosa sobre la potencia cinematográfica cuando aparece desvinculada de toda constricción económica. De esa libertad genuina el cine de Schroeter es uno de los máximos exponentes. Un cine que, para bien y para mal, solo tenía que responder a sus propias exigencias estéticas, sin otra consideración que escenificar plano a plano la obsesiva visión del mundo de su director.


Un cine tan visual como operístico y teatral, barroco y expresionista, alambicado y pasional, lujoso y hasta lujurioso pero realizado con amateurismo técnico, filogay o transexual y, sin embargo, volcado al culto de la mujer real y las divas sublimes, decadentista en el sentido aristocrático de Baudelaire, Wilde o Huysmans y, al mismo tiempo, comprometido con los parias de la tierra.
Un gran cine, en suma, nutrido por las incalculables paradojas de su creador. 

miércoles, 9 de noviembre de 2016

CAZAFANTASMAS


Mi  columna de ayer en medios de Vocento

La corrección política juega un papel decisivo en las elecciones presidenciales americanas de hoy.

Está ocurriendo un fenómeno curioso. La corrección política empieza a aburrir a todo el mundo. Una prueba evidente fueron los remakes veraniegos de grandes éxitos comerciales de los ochenta. No funcionaron en taquilla. El público acepta la corrección política como ideología oficial del sistema, pero no quiere comulgar a todas horas, incluso en el cine, con los mismos valores de los políticos que ya usan televisiones y radios como púlpitos diarios. La gente quiere ocio y diversión para evadirse de las duras condiciones de vida y también de las opiniones dominantes. Así las cosas, el espectáculo político se divide ahora en dos especies enfrentadas a muerte por el poder: los fantasmas y los cazafantasmas. O por simplificar: los energúmenos anacrónicos como Donald Trump y las pejigueras de salud endeble como Hillary Clinton. El escaso éxito de la nueva Cazafantasmas pudo achacarse a la sustitución del reparto masculino de la versión original por un elenco de actrices cómicas en horas bajas. Hasta podríamos aventurar el resultado de las elecciones presidenciales americanas de hoy a partir de la falta de refrendo popular a este refrito cinematográfico. Las cazafantasmas como Hillary y los fantasmas como Trump no convencen demasiado a un público saturado de pantomimas grotescas.
El principal problema de la corrección política es que con su actitud hipócrita solo produce peores fantasmas de los que ya existen. En Europa, los fantasmas más temidos son el fascismo y sus productos derivados y marcas blancas. Se venden últimamente a precios de saldo en los supermercados electorales y obtienen una demanda creciente entre consumidores adultos. En España, por razones históricas fáciles de entender, el fantasma número uno se llama corrupción y reparto de prebendas. La presencia mediática de los fantasmas más reconocibles termina haciéndonos olvidar que hay otros males mucho más graves. Y que las dimisiones y juicios en cadena solo solucionan una parte nimia del problema. Los espectros que deberían aterrorizarnos de verdad son los que no vemos. Los que se esconden tras el telón de las apariencias. Cuando el dinero es rey, todos los demás dominios de la vida se vuelven siervos de su poder.
En el mundo actual la política es una simple fachada. Y los políticos cumplen su función de comparsas como los muñecos en la feria, para que los ciudadanos tengan a quien disparar cuando estén indignados. La soriasis galopante de ciertos partidos no debería engañarnos. Los escándalos se neutralizan con eficacia infrecuente. Donde la vestidura del sistema se tensa y amenaza con romperse allí actúan los cazafantasmas a toda prisa para reparar el desgarrón. Mientras el plan sea este, los fantasmas y cazafantasmas oficiales se estrellarán una y otra vez contra la pantalla de la indiferencia y el hastío de los ciudadanos. El mundo que viene puede ser muy aburrido, pero también muy peligroso.