martes, 21 de febrero de 2017

SUEÑO INFINITO DE CABRERA INFANTE


El 21 de febrero de 2005 moría en Londres Guillermo Cabrera Infante, uno de los grandes jugadores de la literatura en cualquiera de las lenguas originadas en el mundo tras el desplome profetizado de la torre financiera de Babel (víctima, por cierto, de una de las primeras crisis inmobiliarias de la historia; la “cultura del ladrillo”, como saben de sobra los buenos historiadores del período mesopotámico, es una de las más antiguas e implacables de la tierra).


Conocí a Cabrera Infante en octubre de 1997, cuando visitó Málaga durante la promoción española de Cine o sardina. Tuve la inmensa fortuna de estar sentado frente a él durante toda la cena posterior al acto de presentación del libro. Hablamos mucho de cine y solo discrepamos discretamente: Quentin Tarantino, pasión común, Jim Jarmusch (sobre el que nunca había escrito y se lo dije: "muchas cosas se me quedan atrás", me contestó con cierta resignación) y su maravilloso Dead Man, admirado por ambos, Kathryn Bigelow y su gran fracaso Días extraños, detestada por él a pesar de la admiración anterior por la directora, o Carretera perdida (“a mess”, en su severa opinión, no en la mía, por supuesto, mucho más entusiasta del viaje mental de Lynch...). No hablamos demasiado de G. Caín, su alter ego crítico, porque el nuevo libro, una celebración pop del fenómeno cinematográfico, invitaba a otras consideraciones más inmediatas. Cabrera Infante se mostraba un conversador refinado y un observador perspicaz e irónico. Y le divirtió que le recordara cuánto debía el título paródico de su nuevo libro al Sea and Sardinia de D. H. Lawrence, a quien tanto había leído cuando era muy joven. Y nos reímos bastante inventando versiones alternativas: una variante bailable (Cine o sardana) y otra instrumental (Cine o sordina). En un entorno de dominio cinéfilo, apreció con satisfacción mis encendidos elogios al capítulo final de Holy Smoke (por entonces este glorioso libro permanecía inédito en español), donde Cabrera perseguía con agudeza barroca y humor verbal las volutas de humo en blanco y negro de una evanescente cronología del vicio literario de fumar. Como tenía frente a mí al más cervantino de los novelistas hispanos, aunque aún no había ganado el Cervantes, ironías de la vida literaria, me atreví a sugerirle que la auténtica revolución cubana la había hecho él en el lenguaje singular de sus novelas y artículos. Sé que le gustó la frase, me sonrió cómplice y guardó silencio. Era un regalo muy valioso: el silencio de un escritor exiliado que manejaba las palabras de la tribu como un malabarista y el astuto sigilo de un agente secreto de la inteligencia. 


Doce años después de su muerte muchos siguen sin leerlo, ignorando la originalidad de su obra, y otros parecen haberlo olvidado, como si la enorme contribución de Cabrera Infante a la literatura escrita en un español del siglo XX fuera puesta en duda desde presupuestos no solo (ni principalmente) literarios. A los jugadores cartesianos que disfrutan descartando autores de sus escuálidos repertorios les recomendaría como test de inteligencia lectora, para variar, no el fácil examen de obras maestras incuestionables como Tres tristes tigres o La Habana para un infante difunto, sino los experimentos verbales, procacidades literarias y charadas conceptuales, tan hilarantes como penetrantes, de Exorcismos de esti(l)o, o, ya puestos a pedir lo imposible, los sagaces ensayos de anticipación cultural incluidos en O


Es sintomático ver, en este sentido, que un compañero de viaje imprescindible como Adam Thirlwell, en su espléndida recreación de una genealogía creativa de la novela, trace extravagantes curvas de convergencia a partir de Rabelais y Cervantes para llegar sin resuello a Joyce, demorándose todo el tiempo necesario en los deliciosos dominios de Sterne o de su versión mulata y brasileña (Machado de Assis), y no repare en la ausencia escandalosa del notorio escritor de facciones indias de fauno tropical (o rasgos achinados de mandarín erudito y erotómano), acreditado nacimiento cubano y pasaporte británico en regla de las páginas de su heterodoxa taxonomía mundial de tipos novelescos. Los cánones kunderianos suelen tener ese único defecto intelectual: nunca son tan completos (y complejos) como deberían. Reparo ahora ese error mayúsculo del brillante colega inglés y rindo homenaje al maestro plagiando su inimitable lengua para evocar su irrepetible espíritu de jugador empedernido:

Supe que se acercaba su término por sus sueños incoercibles: soñaba con que el cine sería un jardín de las delicias (el cine suplantaría no solo al teatro o a la ópera, sino a la novela, al cuento, al poema: en el futuro solo quedarían la arquitectura, fundida al diseño abstracto y a la posibilidad de la escultura, para crear objetos bellos y habitables, y el cine, que sería a la vez arte, historia y espectáculo); soñaba con una vida libre, alegre, confiada en la que las palabras policía, ejército, guerra, raza, sexo, familia y, sobre todo, muerte, serían abolidas para siempre del vocabulario de la vida; soñaba con un futuro en el que el trabajo no fuera una esclavitud impuesta y la vida dejara de ser un esquema de prejuicios y el hombre y la mujer cesaran de vivir entre el miedo y la esperanza; sueños y más sueños: Cabrera Infante estaba hecho de la estofa de los sueños. A veces, tenía pesadillas y el final se podía tocar con las manos: la bomba atómica estallaba en un hongo letal en sus sueños y la vida acababa entre el humo y el estruendo: este soñador de apocalipsis, hacia el final de sus días, y para poder dormir, abría el séptimo sello de seconal cada noche.

Posdata: los buenos lectores de GCI sabrán reconocer el origen de la cita y el recto (o retorcido, según el gusto de cada cual) sentido de este homenaje póstumo.

lunes, 20 de febrero de 2017

BOLAÑO ESPECULATIVO


[Roberto Bolaño, El espíritu de la ciencia-ficción, Alfaguara, págs. 224]

Esta curiosa novela merece ser leída por diversas razones. Es verdad que, si no fuera una obra primeriza, podríamos pensar que “El espíritu de la ciencia-ficción” es la novela de un imitador vocacional de Bolaño, un émulo desmañado si se quiere pero fiel al espíritu bolañesco.
Atendiendo a la importancia que la obra concede a la ciencia-ficción diríase que es, más bien, la novela con que un doble cuántico de Bolaño hubiera debutado en un mundo alternativo para generar después una carrera consecuente de autor hispano de novelas especulativas escritas con profusión de metáforas tecnológicas y científicas e imaginación poética para denunciar el impacto destructivo del imperialismo norteamericano en su colonización del planeta Latinoamérica. En cualquier caso, solo por esto ya valdría la pena resolver el galimatías narrativo y jugar a recomponer el puzle con las piezas restantes.
La ciencia-ficción es el género que permite al escritor ajustar las lentes con que va a observar la realidad. Si no las incorpora, el escritor se arriesga a obtener una visión bidimensional y un mapa repleto de tópicos. Cuando las lleva puestas, la ficción entra en curvaturas espaciales y bucles cronológicos que responden a la lógica demente del mundo real. La ciencia-ficción es una metáfora y una tecnología. Una metáfora de la aproximación a la realidad por medio de los poderes científicos de la ficción y una tecnología verbal para plasmarla en mitos y fábulas de alcance universal.
Bolaño sabía esto y no es extraño que en esta novela juvenil ponga en evidencia su relación con ese género que apenas practicó pero que siempre condicionó su mirada de escritor. Por otra parte, uno de los escritores predilectos de Bolaño era el gran Philip K. Dick, a quien se encomendó durante la escritura interminable de la novela y a quien quizá aluda ese polisémico “espíritu” del título bajo el que se acoge la amalgama esquizofrénica que la conforma.
A través de sus dos protagonistas, Bolaño retrata su bicefalia como escritor y lo hace antes de saber con certeza cuál de los dos modelos literarios se impondrá al otro. Si el Remo Morán taciturno frecuentador de talleres de escritura, observador romántico de la realidad mexicana y tímido enamoradizo, o su alter ego y compañero de piso Jan Schrella, lector compulsivo de ciencia-ficción, escritor de fabulosas cartas a sus escritores favoritos del género y amante intrépido.
Bolaño juega a confundir al lector en la última carta escrita a Philip José Farmer, el más utópico y libidinal de los narradores de la nueva ola de ciencia-ficción de los sesenta y setenta, declarando que el nombre de Jan Schrella es un alias de Roberto Bolaño. Con ese gesto, Bolaño señala que él, en realidad, era el otro, Remo, y nunca sería Jan, aunque su excéntrico espíritu le insuflara aliento creativo y vital. Por eso, la novela concluye con el “Manifiesto mexicano” donde Morán hace realidad carnal las provocativas palabras de su cómplice sobre la revolución sexual de la literatura hispana contando su turbio periplo por los baños públicos del DF en la juguetona compañía de su amada Laura.
Y es Remo quizá (y no Jan) quien gana el importante premio literario con que Bolaño satiriza el mundillo de las letras mexicanas del siglo pasado. Y es Remo, además, usando información filtrada por Jan, quien deja caer una bomba devastadora en el mundillo de los tétricos talleres literarios y las mortecinas revistas de poesía al anunciar la noticia de que los videojuegos representan el futuro, así en la cultura como en la realidad. 

martes, 14 de febrero de 2017

MÁQUINAS DE AMAR


El amor no es lo peor, sino la celebración cursi del amor. El derroche de gestos y gastos con que se conmemora su poderosa influencia sobre la vida de cada cual. Y es que el amor se hace y se deshace. Se consume rápido mientras nos consume y, además, nos obliga a gastar y a consumir. Y, para colmo, el amor se desgasta como la ropa que nos quitamos para hacerlo.
Las historias de amor pueden ser despiadadas, como la del santo Valentín, mártir que derramó sangre virgen para probar que el amor es un asunto antiguo y complicado. Desde entonces, las victorias del amor, como las derrotas, no son un secreto íntimo, como sostiene una famosa marca de lencería femenina. A muchas te las encuentras en la calle deseosas de perpetuar el mecanismo básico de la vida y a otras instaladas en casa a perpetuidad.
Eros tiende a favorecer hasta lo ilimitado la atracción tumultuosa entre individuos. Todas las culturas han tratado de apoderarse para sus fines de ese poder desbocado, esa energía de fusión improductiva, esa efusión de fluidos, imponiendo reglas al juego amoroso con intención de controlar su infalible acción venérea sin anularla.
El amor es igualitario y no discrimina entre sus fervientes seguidores. La mayoría de seres humanos lo convierte en un pretexto para enfangarse en la vida terrenal y su seductor catálogo de tentaciones. El amor hace sufrir a todos pero da más placer cuanto menos se cree en sus ilusiones y engañifas. El amor entra por los ojos y sale por orificios innombrables. Para saber de amor, de hecho, basta con hacerlo con frecuencia. A pelo, si es posible.
El amor es literatura, una florida retórica del apareamiento y el desfloramiento que cambia con los tiempos y las modas de temporada. Así lo muestra sin ironía la fantasía novelesca de las “Cincuenta sombras”, donde la pasión romántica de la pareja protagonista pretende renovar el contrato sexual entre hombres y mujeres, actualizando la cláusula sadomasoquista, y tapar los agujeros que los avances en libertad e igualdad han causado en el corazón de unas relaciones tan atávicas.
Hay algo inconveniente y transgresor en cualquier forma de amor, desde los antiguos paganos y los victorianos más pacatos del diecinueve hasta esta nueva era de hedonismo erótico, capitalismo emocional y porno invasivo, donde la promiscuidad y el desmadre, aprovechando la expansión social de internet, generan una deriva comercial del uso amoroso.
Nuestra visión del amor se ajusta cada vez más a los dictados de la economía neoliberal. Los genes gobiernan con austeridad nuestros deseos y apetitos, como ciertos políticos, para eternizarse en el poder. Y en el futuro inmediato tendremos máquinas dotadas de un cuerpo potente para hacer el amor como nunca se ha hecho. Máquinas de amar y no, como Grey, amantes máquina.

viernes, 10 de febrero de 2017

BALZAC O LA VIDA


 [Honoré de Balzac, La misa del ateo, Olañeta, trad.: Esteve Serra, págs. 79]

A Balzac lo persiguió, durante gran parte del siglo XX, una imagen falsificada por los mismos que habían exaltado su genio como modelo de autor realista y paradigma de la mímesis narrativa más ortodoxa. Muchos de sus detractores, por ignorancia o desprecio, contribuyeron a la leyenda de un Balzac precursor, en la literatura francesa, de la novelística crítico-social de Zola y la escuela naturalista (con Maupassant y los hermanos Goncourt como grandes adalides) y escultor vulgar de los estereotipos acreditados de la cultura burguesa decimonónica. En suma, un autor clásico cuyo desmontaje radical urgía para abrir las puertas a la revolución literaria de los años cincuenta y sesenta.
Pasados los fuegos artificiales de la insurrección y los rifirrafes estéticos entre facciones enfrentadas por cuestiones que hoy harían sonrojarse a más de un profesional de unas humanidades en fase de liquidación, pudimos leer a Balzac sin prejuicios ideológicos y descubrir no solo a un gran innovador formal, dotado de una de las imaginaciones novelescas más portentosas de la historia, sino a un analista incisivo, un cirujano del alma humana de una agudeza y finura incomparables.
Como es sabido, la vasta obra de Balzac se agrupa en la “Comedia humana”, un ciclo narrativo inconcluso, interrumpido por la muerte prematura del autor a los cincuenta y un años, y tan ambicioso en lo literario, lo filosófico y lo moral como la “Divina Comedia” dantesca, de cuyo título piadoso se apropia el ateo Balzac con irreverente ironía. Italo Calvino, creador de algunas de las fabulaciones más originales del siglo pasado, reconocía la impronta histórica y la influencia de Balzac de este modo sorprendente: “Los mitos que darían forma a la narrativa tanto popular como culta durante más de un siglo pasan todos por Balzac”.
Uno de los portales de acceso más sugestivos para el lector curioso, antes de adentrarse en el extraordinario mundo pintado por las novelas realistas más célebres, es la obra breve, esa pléyade de piezas (relatos o novelas cortas) donde Balzac dio libre curso a su brillante fantasía, a sus excéntricas teorías sobre el arte y el sexo, a su singular propensión por el ocultismo, la antigua ciencia de los magos y los alquimistas, el esoterismo, el misticismo extravagante de Emmanuel Swedenborg y, en general, cualquier visión de la realidad trasmutada por un conocimiento esencial de las infinitas combinaciones de la materia y el espíritu.
¿Qué representa, en tal contexto, “La misa del ateo”? Es irónico, pero durante cierto tiempo ni Balzac ni sus editores debieron saber lo que significaba con exactitud ya que no dejaron de desplazarla de una sección a otra de la “Comedia humana”. Primero fue considerada un “estudio filosófico” e incorporada al lote donde destacaban obras maestras como “La piel de asno”, “La obra maestra desconocida”, “Seraphita” o “El elixir de larga vida”. En una edición posterior fue asociada a las “Escenas de la vida parisina” al lado de cimas como la trilogía de “los Trece”, “Sarrasine” y “Esplendores y miserias de las cortesanas”. Pero tampoco debió convencer esa ubicación provisional y al final quedó encuadrada en la colección de “Escenas de la vida privada”, fundiendo la doble cualidad que asocia la exégesis moral y el retrato individual.
En una eficaz estrategia, el principio de la narración simula las trazas de una reflexión sobre la personalidad singular de Desplein, un eximio cirujano famoso unas décadas atrás, olvidado tras su muerte, cuyo secreto vital (resumido como un guiño dialéctico en el título: Desplein es un ateo que sufraga cuatro misas al año en una iglesia donde asiste como un devoto y se prosterna ante la imagen de la Virgen María sin creer en ningún credo cristiano) será descubierto por su discípulo preferido, el doctor Horace Bianchon (cuyas siglas, H. B., son las mismas del honrado Balzac), médico que aparecerá en novelas posteriores del ciclo.
En otro nivel, más literario o menos literal, “La misa del ateo” es un apólogo estético donde Balzac se retrata, a conciencia, como el misántropo que oficia el arte narrativo de diseccionar la totalidad de la realidad humana (deseos, ilusiones, motivaciones, pasiones, miserias, etc.). La gran literatura como paradoja de la vida.

lunes, 6 de febrero de 2017

DEMOCRACIA Y SIGLO XXI


[Texto leído en la presentación de La democracia sentimental (Página Indómita) de Manuel Arias Maldonado.]


Cuando la ingeniería genética y la inteligencia artificial revelen todo su potencial, el liberalismo, la democracia y el mercado libre podrían quedar tan obsoletos como los cuchillos de pedernal, los casetes, el islamismo y el comunismo.

-Y. N. Harari, Homo Deus, pág. 307-


Para preservar el valor de la inteligencia en el mundo, el filósofo Slavoj Žižek nos recomienda conversar con un conservador inteligente antes que con un progresista obnubilado por las ilusiones de la izquierda sentimental. Manuel Arias Maldonado encarna esa figura paradójica a la perfección. Es un liberal en el sentido genuino del término, firme partidario de las libertades públicas y de la racionalidad cívica de la democracia frente al populismo efusivo, el fanatismo religioso y la irracionalidad doctrinaria.
“La democracia sentimental” es un ejercicio de inteligencia analítica, bien informado y documentado, que desborda lo que cabe esperar de un ensayo académico para irrumpir sin complejos en el debate ideológico que debe presidir la vida pública en las sociedades abiertas. Constituyendo así un semillero intelectual para la discusión y el debate.
Mucho más que un sesudo tratado de ciencia política es un excelente compendio de ideas y teorías sobre los modos posibles de organización de la vida comunitaria en democracia y sobre el giro afectivo o emocional que ha dado la política a partir de la irrupción del capitalismo emocional.
Esta atención predominante a la dimensión instintiva o irracional del ser humano y a la complejidad neuronal de las decisiones que gobiernan su conducta se produce en un contexto político de opciones limitadas, donde el poder democrático se disputa entre tecnócratas de izquierda y derecha, que solo pretenden una gestión neutra y eficaz del espacio público, y líderes populistas, reaccionarios o no, que aportan el suplemento pasional que puede encandilar ocasionalmente a la masa descontenta.
Tengo una visión de la democracia menos complaciente que Arias Maldonado. La entiendo y asumo como fracaso real, como mal menor, no como gran apoteosis de las formas de organización de la sociedad. Producto de nuestra incapacidad innata para cambiar de manera justa y racional las deficiencias del orden social. Suscribimos el pacto democrático y la forma burguesa parlamentaria, obviando su origen decimonónico como sistema de protección de privilegios clasistas, con objeto de evitar males mayores, catástrofes históricas como las vividas en el siglo XX. La democracia es un medio para neutralizar los conflictos más traumáticos, pero no es en absoluto un modo de gobierno inocente o exento de ideología efectiva.
El sistema capitalista se alimenta de la plusvalía emocional de la masa. Primero convierte a la población en masa, estandariza sus deseos y gustos y, más tarde, explota sus emociones. Por otra parte, necesita tener ese test espontáneo que las pasiones masivas le proporcionan para gestionar la economía, anticipar tendencias, atisbar posibilidades y, sobre todo, mantener controlada la realidad y preservar el dominio sobre sus posibles competidores.
La máquina capitalista y los diversos instrumentos tecnológicos del sistema necesitan construir entornos afectivos y cognitivos acogedores con objeto de poder extraer de los sujetos una plusvalía de energía, emociones, sentimientos o deseos. El glaciar del capitalismo envuelve a los consumidores y se contamina de sus impurezas afectivas y emocionales. El frío del cálculo económico se contrapone a un clima de consumo cálido y sensual, emotivo y familiar, doméstico y sentimental.
La democracia debe negociar con la masa de ciudadanos, que es fundamentalmente sentimental, o se mueve sobre todo por afectos y emociones que escapan al control de la razón pura e incluso de la razón práctica. Antes que nada, el sujeto contemporáneo es consumidor y el grado de consumo no responde tan solo a su disponibilidad monetaria sino también a sus gustos y preferencias. Estas, por otra parte, surgen de los estímulos de la publicidad y de la influencia de los medios y las opiniones de otros consumidores.
Como “ironista melancólico”, la figura ideal para Arias Maldonado de este tiempo de valores crepusculares, me atrevería a decir que vivimos un período crítico de la historia: desbancada de momento la opción de los totalitarismos, la democracia neoliberal es la encargada de dirigir esta fase de transición histórica hasta que la economía y la técnica sometan la realidad a su racionalidad digital o cibernética.
Según Žižek, sin embargo, lo universal solo puede sostenerse sobre la singularidad. Si olvidamos esto, la democracia se hunde. Y, en este sentido, debería haber una pedagogía democrática que enseñe al sujeto postsoberano una disciplina de doble efecto: aprender a someter las pasiones del corazón a la fuerza de la razón y refinar esta, como postula Arias Maldonado, mediante el diálogo entrañable con aquellas.
Es evidente, en todo caso, como concluye Arias Maldonado, citando esta vez a Jonathan Rowson, eximio ajedrecista y experto en cerebro y educación, que “la concepción de la naturaleza humana que está emergiendo en estos inicios de siglo no dispone todavía de los mecanismos institucionales ni de las políticas públicas adecuados a ellas”. 

miércoles, 1 de febrero de 2017

TRAMPANTOJO


Mi columna de ayer en medios de Vocento.

Los primeros diez días de Trump estremecen al mundo e indignan a muchos americanos.

Estados Unidos es un país fracturado. Ahora mismo, en un mundo alternativo, Hillary Clinton está en el despacho oval firmando decretos en serie ante las cámaras de televisión con una sonrisa beatífica y tomando decisiones trascendentales para el futuro de la humanidad. En el mundo real, en cambio, tenemos al bravucón de Trump, sin caretas ni afeites desodorantes, empeñado en demostrar que puede superarse y cumplir con creces, a un ritmo agotador, las peores promesas de la campaña. Se ha quitado la piel de cordero con que nos engañó durante el período de presidente electo y está dispuesto a llevar hasta las últimas consecuencias la broma infinita que sus votantes le gastaron a la democracia.
El doble mandato de Obama debió de ser tan anodino que millones de patriotas, para disipar el sopor, decidieron inyectarse en vena una sobredosis de testosterona. No se ha visto una actuación igual desde los tiempos de John Wayne en el viejo oeste americano. La parodia es un género ambiguo que puede volverse contra quien la practica sin preservativo. Meter a un bromista de esta envergadura en la Casa Blanca es un juego muy peligroso.
En el Kremlin se frotan las manos creyendo que han infiltrado en Washington al candidato de Siberia, un agente triple a quien activar cuando les convenga a fuerza de chantajes. En Moscú nunca entendieron el humor negro americano ni pillaron sus chistes vulgares. Por eso, entre otras cosas, perdieron la Guerra Fría. Estos rusos ingenuos siguen sin aprender. Con o sin lluvia dorada, cuando una marioneta cobra vida suele reclamar su parte del pastel. Y la marioneta llamada Trump no es un juguete en manos de sus enemigos sino un juguetón con ganas de bronca, un títere de su propia voluntad de poder, y no le gusta nada que otros le tiren de los hilos. Prefiere entrometerse en las partes más rosadas o sonrosadas de sus adversarios ideológicos y salirse siempre con la suya.
No conviene olvidar que Trump ha pagado un precio muy alto por estar donde está. Antes de meterse en política, con afán de revancha, Trump era ese magnate omnipotente que vivía en la cúspide de una torre neoyorquina desde la que cada día, tras levantarse de la cama vigorizado por la tanda de polvos matutinos, contemplaba la gran ciudad tendida a sus pies como una esclava sexual sintiéndose el rey del mundo. Ahora lo es sin paliativos, pero para realizar su fantasía ha debido rebajarse a vivir más cerca del suelo demócrata en una mansión decimonónica repleta de gente ocupada y preocupada por los hábitos del nuevo inquilino.
Por lo visto hasta ahora, la pesadilla promete ser interminable. Cuando los americanos despierten, el trampantojo de Trump todavía estará allí, como el dinosaurio del cuento, para recordarles qué caros se pagan los antojos.