lunes, 29 de mayo de 2017

TRAVESURA KUNDERIANA


 [Adam Thirlwell, Estridente y dulce, trad.: Aleix Montoto, 2017, Anagrama, págs. 377]

            Cuando apreciamos la obra creativa de un escritor, como me ocurre con Thirlwell, pasamos a admirarlo aún más si, además, ha sido capaz de plasmar por escrito su visión de la literatura y el arte narrativo en el que aspira a dejar huella. Hace dos años se publicaba el ensayo La novela múltiple, donde Thirlwell elaboraba un canon singular de autores afines (Sterne, Gadda, Flaubert, Gombrowicz, Hrabal, entre otros) y razonaba sus excéntricas preferencias con argumentos inapelables.
Pese a ser un escritor joven educado en las ortodoxas convenciones de Oxford, Thirlwell da pruebas sobradas de una inteligencia analítica y un brillo estilístico nada convencionales. Tiene buenos maestros. El primer heterodoxo en oficiar de tal para este niño prodigio de la literatura inglesa fue Kundera. Este le regaló nada más nacer un ejemplar dedicado de todos sus libros pero muy especialmente de “El arte de la novela”. Leyéndolo con provecho, Thirlwell aprendió a desarrollar una lucidez y sutileza abrumadoras en la observación de la conducta humana, la cómica comedia de los sexos y los equívocos existenciales. Sterne ofició en segundo lugar, pero con tal exuberancia que permitió al “niño terrible” practicar la digresión juguetona y la maliciosa alusión sexual con la misma vivacidad inteligente. Hasta la novedosa aparición estética de la violencia en esta intensa novela del autor recibe un tratamiento kunderiano o sterniano de divagaciones incisivas y disecciones punzantes.
Como Thirlwell escribiera sobre Sterne y la memorable Tristram Shandy en su maravilloso ensayo sobre la multiplicidad novelesca: “El tema más serio de todos es el sexo…El deseo es la monomanía universal. Es donde se revela cada día el caos del cuerpo y el alma, la catástrofe del yo”. De esto trata literalmente Estridente y dulce, su tercera novela. Del caos y la convulsión en que viven sumidos los cuerpos revueltos y las almas volátiles de los jóvenes del siglo XXI y de la catástrofe egoísta que convierte al persuasivo protagonista en un narrador de su tiempo, un cronista de la debacle moral en curso.
Más allá de críticas superfluas, la sofisticada ficción de Thirlwell se sitúa a años luz de la de sus colegas de generaciones anteriores (Ellis o Welsh). Como en su primera novela, Política, las complejas relaciones de pareja vuelven a constituirse en instrumento de reflexión sobre el deseo ideológico de cambiar el mundo y la vida, realizando la utopía cotidiana de reinventar el amor. Las gozosas páginas del libro rezuman sexo libérrimo remezclado con símiles ingeniosos y estilizada sintaxis hasta producir una sobredosis de agudeza mental.
Los tríos promiscuos, los amoríos fugaces, el sexo venal, los deseos libertinos y todas las variantes circenses o acrobáticas de la atracción entre cuerpos se suceden en la orgía perpetua de la escritura de Thirlwell como silogismos en la demostración de una verdad aplastante: la absoluta imposibilidad en el mundo contemporáneo, tan saturado de promesas de gratificación infinita y placeres fáciles, de alcanzar la felicidad sin hacerle daño a alguien o, aún peor, hacérselo uno mismo.
Dice Thirlwell que nunca habría escrito esta originalísima novela si no hubiera leído antes la obra completa de Proust. Era la asignatura pendiente de su magnífico tratado. Para hacer creíble la reivindicación de la literatura y la inteligencia narrativa emprendida en Estridente y dulce, se requería la recuperación del tiempo perdido de esa lectura crucial. Así lo anunciaba, como predicción agónica, al final de La novela múltiple: “Porque esta nueva condición mundial no era, pensé, la muerte de la literatura. Nunca lo es. Solo era la muerte de un tipo de literatura anterior”.

1 comentario:

julian bluff dijo...

Follar es muy importante, por supuesto. Pero tampoco es "lo más" como bien nos lo significan Ellis o Walsh. Todos los escritores favoritos de Thirnwell son totémicos y un poco coñazo ¡Bien por Thirnwell! Con esos gustos encontrará -o, a lo mejor no (y lo digo conscientemente lo de "no") su correspondiente hueco en el actual parnaso europeo de las letras.

Había un tío en mi colegio, que se llamaba Lobato, que por cinco duros nos dibujaba unas churris parecidísimas, si bien pintadas en blanco y negro, a las de la ilustración del post. Un gran tipo, Lobato. Quince años tenía, la criatura, y ya dibujaba así de bien. No saben como se sentía uno llevándose a un mujerón así, a su casa. Muy bien. ;-)