sábado, 26 de febrero de 2011

LA LEY DE LETHEM

El relevo generacional acontecido en las últimas dos décadas en el desbordante universo de la ficción norteamericana ha generado una renovación rigurosa e inventiva de sus modos, enfoques y motivos de la mano de novelistas tan ambiciosos y originales como David Foster Wallace, Mark Z. Danielewski, William Vollmann, A. M. Homes, Jonathan Franzen, Chuck Palhniuk, Bret Easton Ellis, Dave Eggers, George Saunders o Richard Powers. Entre todos estos innovadores de la narrativa norteamericana de última generación sobresale Jonathan Lethem (Brooklyn, 1964), un autor de culto dotado de un dialecto narrativo extraordinariamente singular y diferenciado, por su manejo de los recursos de género, su gusto por el pulp y su conocimiento de la cultura y la subcultura de masas. En 2003, Lethem culminó con La fortaleza de la soledad una trayectoria creativa ejemplar que lo había llevado de la novela negra (Gun, with Occasional Music) y la ciencia ficción paródicas (Amnesia Moon, Paisaje con muchacha o Cuando Alice se subió a la mesa) a asumir las referencias subculturales con gran acierto en composiciones más ambiciosas y complejas (con Huérfanos de Brooklyn, que ganó el National Book Award en 1999, como primer logro, y La fortaleza de la soledad, ya citada, como consumación de su estética peculiar). La obra posterior de Lethem se compone de un tercer volumen de relatos temática y formalmente vinculado a La fortaleza de la soledad (Men and cartoons, 2004; inédito en español); un libro de artículos y ensayos (The Disappointment Artist: Essays, 2005; también inédito en español) donde rinde homenaje crítico a sus pasiones vitales, culturales, cinematográficas y literarias (Philip K. Dick, Centauros del desierto, los cómics, La guerra de las galaxias, Brooklyn, sus padres, la música, John Cassavetes, etc.) y transmite información autobiográfica crucial (como las veintiuna veces que vio en su estreno La guerra de las galaxias para disipar el dolor por la enfermedad terminal de su madre); una novela anterior (Todavía no me quieres, 2008), una novela gráfica (Omega El Desconocido, Marvel, 2009), un inteligente ensayo sobre una maravillosa película (Están vivos, del gran John Carpenter[i]) clave de la ciencia ficción de la era Reagan (They Live, 2010) y una novela reciente, la octava de su carrera (Chronic City, 2009; Mondadori, 2011).


[i] Una anécdota personal: aún conservo las gafas negras que repartían como promoción de la película entre sus escasos espectadores durante su tardío y fallido estreno español en el verano de 1992, en plena Expo (Simulacro) Universal de Sevilla. Desde ese día, como sucede en la trama de la película, el uso de esas gafas fantásticas me ha permitido descubrir sin fallos todas las imposturas, simulacros y fraudes (en los otros y, por supuesto, en mí). Si no hubiera tenido que destruirlas por motivos inconfesables, las valiosas gafas de Están vivos compartirían lugar en mi colección de fetiches junto con las gafas tridimensionales de Carne para Frankenstein. Con sólo catorce años, en plena transición despendolada, un amigo y yo nos las arreglamos para engañar a los porteros del cine y colarnos para ver esta insólita película de horror y sexo en 3D sólo apta para mayores. Sentimos una excitación extraña en todo el cuerpo durante la proyección, conscientes de la pequeña, gran transgresión que cometíamos y del impacto perturbador de la película en nuestras fantasías adolescentes. No sabíamos nada de Warhol, mucho menos de Morrissey o Margheriti, pero sí nos atraía el reclamo carnal de Frankenstein y el encanto naíf del cine en relieve, como se lo llamaba entonces con ingenuidad tecnológica propia de un “viejo país ineficiente”. Las gafas eran muy rudimentarias: la montura de cartón blanco y las lentes de una membrana plástica roja una y azul la otra, o roja una y verde la otra (no recuerdo con exactitud, aunque no soy daltónico). Sí recuerdo, en cambio, que en un momento de la proyección, desconfiado que soy, me quité las gafas para comprobar que el efecto óptico no era un infundio publicitario y la gran pantalla me pareció, con lucidez anacrónica, un código de barras y manchas abstractas bastante psicodélico (e incluso pictórico) pero poco seductor (mi gusto innato por las figuras y todo lo figurado y figurativo). Lo que no se me olvida en todo este tiempo es el efecto especial más poderoso de la película: los pezones tridimensionales y el pubis angelical de la escueta Dalila di Lazzaro, la “novia” porno (fabricada a la medida de sus groseros deseos) de la criatura del Dr. Frankenstein. El “monstruo” torpe y patético con el que mi amigo y yo (sobre todo yo) nos identificábamos hasta la muerte, nunca mejor dicho, desde que lo descubrimos, una noche de hacía algunos años, viendo en televisión maravillados la vieja versión de la Universal...

MANHATTAN (NO) ES REAL


La realidad es una conspiración. Lo sabemos desde hace tiempo, al menos desde que Borges nos lo enseñara en su relato “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”. Sería imposible entender hoy los planteamientos de Chronic City, esta espléndida novela de Jonathan Lethem, si no fuera por la lección cifrada en ese relato magistral sobre lo que es un mundo y, en especial, sobre cómo se crean mundos para injerirlos en otros mundos con objeto de alterar las mentes y las vidas de sus habitantes, que es lo que pretende hacer la verdadera literatura. Al comienzo del relato, Borges expone su programa de cuestionamiento metafísico de la realidad disfrazado de hipotético proyecto narrativo: “una novela en primera persona, cuyo narrador omitiera o desfigurara los hechos e incurriera en diversas contradicciones, que permitieran a unos pocos lectores…la adivinación de una realidad atroz o banal”.

Estas especulaciones fundacionales de Borges se expandieron a lo largo del siglo XX gracias a la contribución de innumerables filósofos y escritores. Cito a dos esenciales: Jean Baudrillard y Philip K. Dick. Del pensador francés retendría, por su afinidad con esta novela, sus ideas paradójicas acerca de la simulación y el simulacro como lógica del mundo capitalista contemporáneo. De Philip K. Dick, maestro reconocido de Lethem, su creación de un ciclo de novelas de ciencia-ficción donde se anticipaban muchos de los conceptos elucidados por Baudrillard y se consumaban, a la manera imaginativa del subgénero pulp, las anómalas versiones de la realidad de Borges.

Sin la contribución de Dick y de Borges difícilmente habría podido Lethem concebir una novela como ésta donde, a través de los mecanismos de la ficción, se logra superar la idea de la conjura de lo real a fin de preservar un contacto con la realidad no mediatizado por las ficciones del poder. Esa idea subversiva sobre la realidad la sostiene en la ficción Perkus Tooth, el patético gurú de nombre pynchoniano, aficionado a la marihuana y las películas inexistentes, que se cruza en el camino del confuso narrador y protagonista, Chase Insteadman, para trastornar definitivamente su comprensión de lo que es real o no en Manhattan después de conducirlo a dudar sobre su papel en la representación que la ciudad da de sí misma a diario. Manhattan es descrito como un ecosistema social donde Insteadman, antigua estrella televisiva infantil reconvertida en fetiche lúdico y estético de la clase alta, vive como una criatura mimada y privilegiada. La epifanía moral que le aguarda al final de este viaje alucinante al fondo de las apariencias (la existencia contigua de una Manhattan real y otra virtual, separadas por una barrera ínfima) conseguirá alejarlo del mundo de los ricos y los poderosos, que dominan la totalidad del espacio urbano con sus imposiciones, cultos y valores, contrarios a los deseos de la multitud que también lo habita desde el anonimato, el fracaso y la alienación.

Como dice Lethem en alguna entrevista, esta novela aborda los sentimientos que se experimenta al vivir bajo la sombra de las proyecciones y espejismos que el mundo de la riqueza, el poder, los medios, la publicidad y el glamur de la ciudad proyectan sobre quienes ni los poseen ni participan en ellos más que de manera tangencial o marginal, como espectadores y víctimas de sus manipulaciones políticas, especulaciones inmobiliarias y corrupciones municipales. Lo real, en Manhattan como en cualquier otra parte del mundo, no es que sea imposible, parecería decir Lethem citando a Deluze y refutando en parte a Lacan, sino cada vez más artificial.

Así, Chronic City muestra una realidad tan compleja que incluye irrisorias peripecias cotidianas, noticias falsas, romances fraudulentos y ceremonias postizas, objetos míticos como los reverenciados “calderos” que se subastan a precios inasequibles en internet explotando la virtualidad del medio para encubrir que, en realidad, son sólo hologramas de calculado impacto anímico, o aberrantes intervenciones artísticas sobre el espacio urbano como una sima infinita situada al norte de Harlem[i]. Pero también acontecimientos fantásticos como un tigre gigantesco que destruye edificios siguiendo la política inmobiliaria de “aburguesamiento” de la ciudad, o una niebla espesa y persistente enclavada encima de Wall Street aprovechando la máxima impopularidad de la institución bursátil como consecuencia de la crisis financiera que ha devastado la economía mundial. En este sentido, Chronic City funciona como una crónica alegórica de la transformación de Manhattan en su propio simulacro: una simulación arquitectónica y urbanística, un parque temático y una réplica falsificada de sus atributos más turísticos y comerciales.

En suma, Lethem construye una ambiciosa y deslumbrante fábula para señalar que la vida y la cultura del siglo XXI no pueden limitarse a constatar la irrealidad tecnológica y espectacular de cuanto nos rodea, o padecer las desaprensivas operaciones de los agentes del capital, sino que deben reinventar medios creativos de entrar en contacto, así sea en los intersticios, márgenes y ruinas borgianas del simulacro, con las fuerzas de lo inmanente y lo real.

[i] Lethem apenas si encubre el homenaje a David Foster Wallace incorporado a su novela con anterioridad a su muerte y revisado posteriormente, según declara, con objeto de disminuir la ironía del mismo. Dicho homenaje se centra en dos elementos: el primero es esta sima artificial concebida como réplica a la Gran Concavidad de La broma infinita; y el otro es la meganovela experimental de Ralph Warden Meeker Obstinate Dust (“Polvo obstinado”; la competente traductora española, Cruz Rodríguez Juiz, ha elegido, sin embargo, hacer obvia la relación recurriendo, con discutible criterio, a un chiste verbal: La bruma indistinta) que obsesiona a Perkus Tooth y a Insteadman del mismo modo que en El hombre en el castillo de Philip K. Dick todos los personajes están obsesionados por un libro chamánico, concebido a imitación del I King, titulado La langosta se ha posado y donde parecen cifrarse las claves de desentrañamiento del componente falaz de la realidad. El momento culminante del homenaje a Wallace, un cortocircuito borgiano dentro del relato, es cuando Insteadman instado por su nueva amante, que desprecia el libro con altanería snob por sus excesos textuales, lo arroja a la sima (un agujero negro terráqueo similar al más abstracto y cósmico de Cuando Alice se subió a la mesa) como ofrenda trivial a los falsos dioses de la profundidad, contra los que Lethem ha escrito esta novela.

EL ARTISTA DE LA DECEPCIÓN


Jonathan Lethem califica Todavía no me quieres (Mondadori, 2008), una historia de amor ambientada en la escena artística y musical alternativa de Los Ángeles, de comedia romántica. En principio concibió la historia con Amy Greenstadt para una película que no se hizo. Volcó en ella sus recuerdos como músico juvenil de una banda a comienzos de los noventa y su conocimiento íntimo de la California más bohemia. Posteriormente, se propuso consumar el proyecto en solitario y modificó el formato narrativo, en un proceso que resumiría perfectamente su idea de la literatura. El año pasado, precisamente, Lethem publicó en Harper´s un espléndido artículo (“The ecstasy of influence: a plagiarism”) donde bromeaba con el plagio creativo y la paranoia actual sobre los derechos de autor y reivindicaba sin tapujos, pervirtiendo a Bloom, la política del “éxtasis de influencias”, el remix, el “sampleado” de temas y la cita tácita como estrategias estéticas de efecto estupefaciente sobre el lector o el espectador contemporáneos (de hecho, el apéndice final incluía todas las referencias literales con que había construido su discurso a modo de strip-tease literario de desvergonzada intención e indudable eficacia crítica). En este sentido, esta novela coetánea jugaba ya con las ideas paradójicas expuestas en el artículo: toda creación individual es producto de la colaboración desinteresada o involuntaria y el éxito artístico radica en el potencial de apropiación de los motivos colectivos que flotan en el aire cultural de cada época[i].
Citando a Shakespeare, a Dylan y a Tarantino como paradigmas de artistas singulares que se han nutrido de referencias ajenas en sus creaciones, Lethem concibe ahora una ficción en la que un grupo de rock debutante acaba canalizando algunas ideas originales cuyo origen mismo es confuso. A través de elocuentes canciones como “Ojos monstruosos” o “Comida de astronauta” esta banda californiana de nombre también incierto consigue expresar, sin embargo, la soledad, el desarraigo, el narcisismo emocional y la falta de amor de sus cuatro atolondrados componentes y de un público joven aletargado por las modas culturales, la anomia vital y la carencia de referentes sólidos.

Por otra parte, esta divertida novela es una comedia sexual, a causa, sobre todo, del alto voltaje erótico que despide su protagonista, Lucinda, la bajista del grupo. Ella sola focaliza la trama circular con su peregrinación amorosa de un amante más joven (Mathew), el solista ensimismado de identidad algo desleída, a otro amante más maduro (Carl), el misterioso “hombre de las quejas”, un adulto excéntrico de quien se enamora tanto por su pericia sexual como por su inteligencia verbal. De hecho, el barrigudo Carl es un cerebro privilegiado y vive de inventar eslóganes por los que le pagan sumas extraordinarias. Uno de ellos seduce a Lucinda hasta el punto de que se apropia de él, como se inspira de otras ingeniosas ideas de Carl para las canciones del grupo. Con ese eslogan fascinante, como resumen de su espíritu provocativo, concluye la novela: “No se puede ser profundo sin superficie”. Lethem se ha permitido escribir este divertimento instructivo sobre algunos de los temas más serios del presente (los entresijos más insospechados de la creación y la cultura, el plagio y la inspiración, las ilusiones y desilusiones existenciales, el afán de fama o el problemático y turbulento “eros” contemporáneo, etc.) en el estilo chispeante y desenfadado de algunas teleseries de moda (Californication, Weeds, Big Bang Theory o Nip/Tuck, por citar las primeras que se me ocurren).

Como anuncia el título de su magnífica colección de ensayos y artículos, Lethem es un consumado “artista de la decepción”. Y esta novela ligera y menor entre las suyas representaría quizá la superficie más brillante y perecedera de su arte de ilusionista desencantado. La reivindicación de una alianza creativa del plagio, las modas y las artes de superficie
[ii].


[i] Lethem por sí mismo, en version original sin subtítulos ni doblajes impostores: “I’ve become a fan of collage art and I love appropriated sounds in music and sampling. I like it when I run into it in literary work, too. I’m always excited by overt reference and bits of appropriation in literature. This bumps into the current landscape of technological anxieties, now that digital methods make doing it a cinch. We’re at a weird crisis point with this stuff. It’s easy and typical to appropriate and collage. So now there’s a hysteria about originality, and plagiarism accusations fly readily, and there’s this sort of turmoil about authenticity”.

[ii] Precisamente, Gilles Deleuze dedicó uno de sus mejores libros, Lógica del sentido, a la superficie y los efectos de superficie: el sentido, el lenguaje, el arte, los afectos, el juego, el humor, la literatura, etc., corresponden a ese orden de realidades (simulacros, simulaciones o artificios) que sólo se manifiestan en la membrana, la piel, la textura, el tejido, la película, etc. Convocaba Deleuze en él un canon de auténticos artistas de la superficie, entre los que hoy, salvando todas las distancias, podríamos contar a Lethem: los cínicos, los epicúreos, los estoicos, Lucrecio, Lewis Carroll, Nietzsche, Klossowski, Robbe-Grillet, Valéry o Tournier, entre otros. De Valéry, el autor de ese "Fausto" superficial que es Mi Fausto, procedía uno de los eslóganes filosóficos del libro: “Lo más profundo es la piel”. Y de Tournier, el autor de esas dos obras maestras de consagración de la superficie como dimensión recalificada de la existencia que son Viernes o los limbos del Pacífico y Los Meteoros, esta otra consideración afín que sirve perfectamente para entender la intención de Lethem al escribir esta novela y algunos aspectos incomprendidos por una parte de la crítica (siempre tan inoportunamente severa y falsamente profunda) acerca de la trama, los personajes y hasta el designio de la misma: “Extraña postura, sin embargo, la que valora ciegamente la profundidad a expensas de la superficie y que quiere que superficial signifique no de vasta dimensión, sino de poca profundidad, mientras que profundo signifique por el contrario de gran profundidad y no de débil superficie. Y, sin embargo, un sentimiento como el amor se mide mucho mejor, me parece, por la importancia de su superficie que por su grado de profundidad”.

LA FORTALEZA AMERICANA


Si hay una novela reciente donde se narre sin nostalgia el final de la hegemonía de la cultura blanca es en esta voluminosa ficción escrita por un novelista neoyorquino de origen judío y vertiginosa trayectoria literaria. Irónicamente, La fortaleza de la soledad (Mondadori, 2004) es un artefacto narrativo capaz de condensar a través de las historias y errancias de sus múltiples personajes un vasto periodo de la historia americana como contrapunto generacional entre el predominio cultural de las formas “blancas” (el expresionismo abstracto, el cine experimental, la música pop, los cómics y la ciencia-ficción, Hollywood, etc.) y el dominio callejero de las formas “negras” de expresión (el jazz, el funk, el soul, el hip-hop, el rap, el graffiti, etc.).

Por en medio de todo este panorama enciclopédico, como una alegoría de sus intenciones morales, circula una imposible historia de amistad, ambientada en la primera parte en el Brooklyn de los sesenta y setenta, entre un chico blanco (Dylan) y un chico negro (Mingus) y sus descubrimientos respectivos de la sexualidad, las drogas, la fantasía compensatoria, la integración y desintegración de los lazos sociales, el determinismo de la procedencia racial y la degeneración de la familia nuclear. Todo ello pasado por el filtro narrativo de los superhéroes de la Marvel y la DC, con un puñado de cómics desgastados, una capa voladora y un anillo de la invisibilidad como fetiches compartidos de un poder incomunicable.

En la segunda parte, Dylan se instala en Berkeley, hace carrera como crítico musical y se enamora de una estudiante afroamericana de postgrado con quien no podrá fundar un orden de convivencia satisfactorio hasta tanto no haya resuelto los traumáticos nudos de su pasado. En cambio, la vida fracasada de Mingus lo conduce a un interminable itinerario de condenas y cárceles, resumen certero del sufrimiento y la represión asociados a las condiciones de vida de muchos afroamericanos. El desencuentro final de ambos es, en este sentido, irreversible.

Esta novela de Lethem es la representación ambiciosa y lograda de un periodo crítico y un concepto terminal de América. En todo caso, es la primera gran novela posterior al 11 de septiembre que, sin referirse específicamente a la catástrofe, hace el balance sentimental e intelectual más honesto e implacable de la vida americana de los últimos cuarenta años y sella el final definitivo de la inocencia de toda una cultura y una sociedad. Su discurso es casi una profecía cumplida sobre el triunfo de Obama.

LA ASTROFÍSICA DEL AMOR


Ahora que se reedita en bolsillo Cuando Alice se subió a la mesa (Mondadori, 2005; tercera novela de Lethem que en su primera edición española de 2003 apenas si obtuvo la atención crítica que merecía), me parece oportuno recuperar esta joya de la narrativa contemporánea, un ejemplo impecable para comprender qué novedades puede aportar todavía la novela en un contexto cultural dominado por las múltiples variantes de la narrativa audiovisual.

Como uno de los rasgos más notorios de Lethem es su portentosa imaginación (asentada, como debe ser, en un refinado conocimiento de la enredada realidad de su tiempo), nada mejor para medir el alcance de esta fábula excéntrica que poner a prueba nuestra propia imaginación. Imaginemos, pues, que en el sofisticado laboratorio de una universidad californiana, gracias a los extraños experimentos realizados por un equipo de físicos en un acelerador de partículas, se creara un fenómeno físico similar a un agujero negro de reducido tamaño; imaginemos que sus creadores experimentales bautizaran a esta réplica monstruosa del universo, con indudable ironía lacaniana, como “Ausencia” (“Lack”); imaginemos que la integrante más inteligente del equipo (Alice Coombs) se “enamorara” perdidamente de “Ausencia” y tratara por todos los medios de atraer su atención y aprecio; imaginemos, finalmente, que el narrador (Philip Engstrand), un antropólogo cultural dedicado a las más disparatadas investigaciones de campo, sea el novio abandonado y celoso de Alice, dispuesto a todo con tal de recuperarla, incluso a perder la cordura.

Con estos extravagantes elementos, Lethem construye, como un virtuoso discípulo de Philip K. Dick, una asombrosa historia de amor reescrita a la luz de los presupuestos cosmológicos de la física y la astrofísica cuánticas. Sin embargo, no es imprescindible ser Stephen Hawking para disfrutar con el humor soterrado y la ironía maliciosa de esta sátira de ambientación académica sobre las perversiones de la mente y los excesos del amor.
Precisamente, la física descarnada del amor (atracción, excitación, obsesión, insatisfacción) se vuelve literalmente metafísica cuando Alice ve radicalmente alterados sus fundamentos existenciales por la presencia paradójica de “Ausencia” en el laboratorio. Alice se enamora de sí misma ensimismándose en ese espejo aberrante de todas sus carencias, esa alteridad despectiva que la fascina hasta absorber la totalidad de su inteligencia y emociones con su poderosa abstracción. Alejada absolutamente de todo, Alice vive sumida en un estado de trance irremediable, bajo la mirada desesperada del narrador, entregada a los síntomas desaforados de una pasión dirigida en exclusiva a esta pluscuamperfecta vacuidad que sólo le retribuye narcisismo autodestructivo e indiferencia cósmica.

Así, Lethem consigue hacer pasar por las devoradoras dimensiones del agujero negro de la novela, como si fueran partículas subatómicas, nuestras convicciones y creencias más firmes y arraigadas a fin de enfrentarlas, sin perder el sentido cómico de la existencia, a la insignificancia comparativa de la escala macrofísica del universo. No obstante, Lethem se las arregla con ingenio “infinito” para que la historia de este anómalo triángulo amoroso tenga un inesperado final feliz, el reencuentro inconcebible de los amantes al otro lado del espejo como la promesa de un edén renovado. Al concluir la novela, el desconcertado lector seguirá pensando, como Rimbaud, que ninguna tarea terrestre urge más que reinventar el amor, aunque sea en el agujero negro de la vida contemporánea[i].


[i] En este sentido, a nadie debería sorprenderle el rumor reciente de que David Cronenberg podría acabar dirigiendo su adaptación cinematográfica.

domingo, 20 de febrero de 2011

MICROPOLÍTICA(S) REMIX



(Ilustraciones: fotogramas del film Dias de Nietzsche em Turim de Júlio Bressane)

Leo estos dos juicios, de una lucidez aplastante, en un libro[i] imprescindible (otro más, de mucha más intempestiva actualidad si cabe que en su edición original de 1997) del siempre admirable Michel Onfray:

La línea de fractura y de división de aguas es la que establece la separación entre los nietzscheanos y los otros, entre los que consideran el presente una oportunidad para elaborar un pensamiento que tenga valor también mañana y los que, en el momento mismo de escribir, realizan un gesto etimológicamente reaccionario, pues ven la salvación en la repetición, la reiteración y la celebración de los valores del pasado, en los que se repliegan en sus guaridas con el tropismo de los animales asustados. Unos quieren la modernidad y lo que le es inherente en materia de arte, ética y política; los otros comulgan en la cantinela nihilista apoyada en la religión de la decadencia…Por un lado, Nietzsche y la posibilidad de una política dionisíaca; por otro, Kant y las certezas de una administración apolínea.

El arte sigue siendo uno de los raros dominios en los que el individuo puede teóricamente dar testimonio de su plena dimensión, con independencia de la época, la historia y la geografía. Gracias a él quedan huellas en lucha con armas iguales contra el tiempo, cuando no también contra lo que perdura en lejanos impulsos, en los subsuelos en los que se preparan las dinámicas del futuro. Todos los regímenes, todos los poderes políticos conocen ese lugar estratégico y quieren confinarlo, dominarlo, limitarlo, contenerlo, incluso controlarlo radicalmente.

No se puede decir mejor. Michel Onfray no pretende otra cosa, con esto, que crear las condiciones de posibilidad y los fundamentos (éticos y estéticos) de una “mística de izquierdas”, revitalizando para ello el ideario de los utopistas, anarquistas y socialistas primigenios como Fourier, Proudhon o Blanqui, entre otros muchos, con el fin de elaborar "una filosofía hedonista, libertina y libertaria que permita la formulación de un nietzscheanismo de izquierda para nuestra época, posterior a la muerte de Dios". Dando así una lección a la izquierda multicultural (americana, sobre todo, pero también europea) que ha excluido a Nietzsche de sus planteamientos por diversas razones, todas erróneas. Las resumo en dos principales: 1/ por considerarlo sospechoso de misticismo burgués, misoginia, radicalidad derechista, antisemitismo y, en general, racismo supremacista; y 2/ por miedo a debilitar sus vínculos con el marxismo, el feminismo o el postcolonialismo. Es más, esta izquierda académica, tan devota del credo PC, sólo acepta al "Anti-Cristo" Nietzsche como socio temporal si su pensamiento aparece filtrado por mediadores incuestionables como Foucault o Deleuze. Por el contrario, Onfray, contundente continuador del pensamiento francés de filiación nietzscheana (Foucault y Deleuze, desde luego, pero también Bataille, Klossowski y Lyotard), sabe conjugar a Marx y a Nietzsche en este proceso de refundación de un proyecto de izquierdas para el siglo 21 que no pase por los partidos e idearios oficiales (verdaderas iglesias y sectas ideológicas orientadas sólo a la conquista del poder) ni, una vez alcanzado el dominio político sobre la sociedad, por la claudicación conformista e interesada en brazos de los amos del negocio. Que cada cual elija su bando.

PS: Otra cita más, por si aún quedaba alguna duda sobre el designio de Onfray:

Allí donde los auxiliares del poder celebran la virtud de lo serio, útil e indispensable para sacralizar el poder, hacer de él un epifenómeno derivado de lo religioso o de lo celeste, el libertario restaura las virtudes de lo desviado, la ironía, el humor, el cinismo, que se expresan mediante modalidades subversivas del lenguaje y los gestos, los conceptos y las acciones. La risa nietzscheana de Foucault contra el silencio afelpado de los palacios presidenciales, la danza de Zaratustra en contrapunto con las rigideces ministeriales y la falta de flexibilidad de todos los protocolos, lo grotesco de Rabelais y las locuras de Swift en respuesta a los cuchicheos de los ujieres engalanados, la risa sarcástica de Voltaire y el tonel de Sartre como eco de los marcos dorados y los brocados purpurinos, los sarcasmos de la fiesta de los locos y las antimisas con los asnos ante las pompas del Elíseo, vino a raudales, libaciones, un Diógenes pedorro, onanista y caníbal, una política dionisíaca, brindis con agua mineral, presidentes de la República descerebrados, una política apolínea: he aquí el inventario de las alternativas ancestrales.


[i] Política del rebelde. Tratado de resistencia e insumisión, Anagrama, 2011, pp. 163, 209 y 223 (trad.: Marco Aurelio Galmarini).

domingo, 13 de febrero de 2011

ANATOMÍA DE UN PRESIDENTE



Hace unos meses Beatriz Preciado nos ofrecía un brillante retrato de Hugh Heffner, el fundador de Playboy, uno de los representantes más destacados no tanto de la masculinidad, en cualquiera de sus acepciones, como del ideario vital actualizado del macho alfa de la especie, ese espécimen viril que siente como una misión biológica y un mandato natural, además de un placer incomparable, la conquista sexual de un sinnúmero de mujeres.
Ahora el escritor inglés Jed Mercurio[i] completa la caracterización de esta figura decisiva en la genealogía de la cultura patriarcal ascendiendo a la cima del escalafón sociopolítico y atreviéndose a practicar una anatomía forense y morbosa de la vida del presidente americano más envidiado y seductor de la historia. Me refiero a Kennedy. Me refiero al célebre JFK, el primer presidente católico de los Estados Unidos, el mujeriego impenitente que soñó con mandar al “hombre” a la luna (la "mujer", para variar, se quedaba en casa, a ser posible en la cama, aguardando su regreso) y con poner fin al racismo jurídico y político que padecían los afroamericanos mientras le apuntaban a la cabeza, al mismo tiempo, los misiles soviéticos y cubanos y los exuberantes pechos de Marilyn Monroe. Lo que acabó con su vida, sin embargo, no fueron sus excesos carnales, ni las tensiones diplomáticas y geoestratégicas de la época, sino una de las conspiraciones políticas más abyectas de que se tenga noticia.
Después de leer este espléndido libro uno sabe que quienes descargaron los cañones de sus rifles de mira telescópica contra el cuerpo de JFK no lo hicieron sólo en nombre de valores reaccionarios y oscuros intereses militares y económicos. Lo hicieron también, como Ballard supo intuir en tiempo real, cuando aún estaban frescas las huellas del crimen colectivo, porque un presidente apuesto y rico y encantador que además aportaba esperanza a un pueblo necesitado de ella tenía que morir como el mesías laico de un mundo mejor. Todos los poderes fácticos del país, les iba la vida en ello, se conjuraron para evitar su advenimiento utópico. [Conviene leer, para entender todo esto, "El Asesinato de John Fitzgerald Kennedy considerado como una Carrera de Automóviles Cuesta Abajo", incluido en La exhibición de atrocidades, ese manual imprescindible sobre la vida, el amor y la muerte en la segunda mitad del siglo XX.]

No obstante, lo prodigioso de esta biografía biopolítica de Kennedy reside en su inteligente amalgama de documental y ficción, combinando el dato factual recabado en el archivo y la licencia artística en la recreación, a veces audaz o ingeniosa, otras indiscreta y cotilla y hasta obscena, como no podía ser menos tratándose de una figura mundana de estas características especiales. Un ejemplo gráfico, referido a sus escandalosas relaciones con el icono sexual de su tiempo: “Marilyn quizá haya absorbido el veneno de su mordedura de serpiente, pero la serpiente sigue viva y le chupa la ponzoña por medio de una ósmosis sutil que afecta a las glándulas suprarrenales reducidas y a la próstata tumefacta”.

Como se ve, otro rasgo original del estilo de Mercurio es el dominio profesional del lenguaje médico, el conocimiento clínico que exhibe como instrumento de análisis para desnudar con precisión las debilidades somáticas del personaje. Porque el presidente Kennedy era un enfermo crónico. Alguien con tantos problemas de salud que hasta su violenta muerte tuvo que ver con otras dolencias y achaques incidentales: la rígida faja que lo mantenía erguido ante el público le impidió agacharse y esquivar las balas que, irónicamente, pusieron fin a su vida y, con ella, a sus múltiples males (problemas de columna, de riñones, de próstata, malformaciones e infecciones diversas, etc.). JFK era ese hombre que confesaba tener espantosos dolores de cabeza si pasaba tres días sin contacto íntimo con una nueva mujer, a ser posible atractiva y joven. Era el hombre que se deprimía si no vivía alguna aventura sexual, que palidecía hasta extremos mórbidos y se sentía tan endeble que necesitaba continuas inyecciones de testosterona para ejercer el poder con autoridad y convicción (ingería su diaria dosis de virilidad farmacológica para tomar el mando del gobierno, enfrentarse a los militares y al sector más crítico del senado). JFK era un "hombre" porque no podía ser otra cosa frente a sus enemigos (también masculinos aunque quizás menos dopados).

Es fascinante redescubrir, contadas con la incisiva sutileza de Mercurio, algunas de sus anécdotas frívolas más conocidas. Cómo sedujo a Jacqueline, la futura viuda de América, la futura Jackie O, cómo le fue infiel cada vez que tuvo ocasión y, sin embargo, fue la única mujer a la que realmente amó hasta expirar entre sus brazos en Dallas. Su perversa relación con Sinatra, su gran cómplice sexual cuando lo invitaba a las orgías en su casa de Palm Springs y actuaba como proxeneta proporcionándole todas las actrices de Hollywood que JFK pudiera desear, hasta el día en que con la grosería propia de un patán engreído se le ocurrió, para afirmarse frente al presidente, que era más alto y apuesto y poseía un pelo envidiable, mostrarle con descaro su verga desmesurada. JFK se sintió insultado, además de humillado, y eso acabó prácticamente con su amistad y relación.

Sin duda, la parte más jugosa del libro corresponde a mi amada Marilyn, la única actriz seducida por JFK que fantaseó en serio, entre polvo y polvo de diamantes y glamour, con ocupar el privilegiado puesto de primera dama. No lo consiguió, a pesar de su empeño y entrega ardientes, pero suicidarse al saber que JFK prefería no volver a verla da una idea de hasta qué punto deseaba casarse con el poder integral (clase, fortuna, educación, cultura, familia, política). Se le negaba la posibilidad de encarnar el mejor papel de su vida. La película que la pobre Marilyn, en sus confusas fantasías de chica proletaria, creía haber nacido para protagonizar con dignidad y estilo ante el mundo. La opulenta pin-up transfigurada, como en un cuento de hadas para adultos digno de las (de)satinadas páginas de Playboy, en princesa del más alto standing mundial. La muerte de ambos, con un año de diferencia, sellaba el principio del fin de una gran era. La de los sueños imposibles. Y el origen de otra, donde acabaría triunfando la vulgaridad, en la política y el espectáculo. Con el espectáculo apropiándose de la política, invirtiendo sus categorías, corrompiendo la realidad. Ahí estamos todavía.


[i] Jed Mercurio, Un adúltero americano, Anagrama, 2010.

martes, 8 de febrero de 2011

VERNE QUE TE QUIERO VERNE


Verne urbi et orbi

Como indica la raíz de su apellido, Julio Verne es vernal, o primaveral, encasillada literatura juvenil que el lector adulto se pasará toda la vida echando de menos, tanto como a la efímera juventud. ¿Será éste, finalmente, el secreto del verdor perenne de Verne? ¿El motivo oculto del placer de su lectura? Su epitafio vernáculo lo sugiere así: “Hacia la inmortalidad y la eterna juventud”. A pesar de la encrespada barba positivista que ostenta en sus retratos más conocidos, Verne es el escritor joven por excelencia. El escritor de la juventud, si entendemos por ésta el placer de descubrir el mundo y la fábula o el mito de que esa aventura primeriza es posible y produce razonable felicidad. En definitiva, es la épica de una época donde el mundo era joven y los jóvenes corrían mundo y el mundo corría con ellos en todos los medios disponibles: globos aerostáticos, ferrocarriles, navíos, diligencias, submarinos y cohetes precursores, etc. Las máquinas más innovadoras del momento se agenciaban con las fuerzas del mundo y el producto de esa ecuación asociativa representaba para los humanos una renovación fenomenal del mundo a través de la aventura y el movimiento continuo del viaje.

Tal vez por eso creyera Verne tanto en el progreso y en la prosaica poesía del progreso. Verne pertenece a un tiempo en que se podía creer firmemente en el progreso y no ser un “progre” redomado, como lo era el gran Zola. Todo lo contrario. Verne, como Chesterton, era un conservador ostensible e inteligente: si hubiera podido, habría ordenado taxidermizar su tiempo para volverlo eterno sin renunciar a su mecánico dinamismo juvenil. El progreso para Verne era el avance puntual e inexorable de la civilización europea, la conquista imperialista (a pesar de todas las críticas a sus excesos vertidas en algunas novelas tardías) de los territorios “bárbaros” por la técnica, la cultura, el comercio y los elevados ideales occidentales. ¿Quiere eso decir que el autor de Cinco semanas en globo, su primera novela publicada, era un apóstol avanzado de la globalización?

En todo caso, en sus últimos años Verne volvería al acusado escepticismo de su primera novela, París en el siglo XX, que un editor sensible a las ventas se negó a publicar por considerarla depresiva. Era una anómala novela realista ambientada en un futuro sombrío donde el dinero y la técnica surgida de sus flujos e influjos monetarios lo dominaban todo. ¿Les suena? Lo curioso es que el editor reacio consiguió con su negativa inducir a Verne a ser más positivo en el futuro, más positivista, si se quiere.

En su siglo, el tiempo había empezado a correr con singular soltura y se necesitaba un narrador superdotado para las peripecias y episodios transnacionales de esa carrera enloquecida contra el reloj de la historia. No por azar, el creador de Miguel Strogoff, el correo del zar es el primer novelista registrado del espacio-tiempo: el narrador plusmarquista que para cumplir con un horario prefijado se marca la conveniencia inicial de alcanzar ciertas estaciones locales o metas geográficas con objeto de enlazar ambas coordenadas dentro de la experiencia vital de sus hiperactivos personajes. Sus fábulas aceleradas contra el cronómetro son apenas un resumen alegórico de la carrera imparable emprendida por la humanidad desde hace dos siglos hacia el horizonte inalcanzable del progreso.

Por desgracia, la empresa técnica del progreso ha agotado una tras otra sus brillantes promesas de bienaventuranza colectiva y nos enfrenta a un futuro repetitivo hasta la náusea, idéntico a sí mismo en su infinita capacidad de renovación y cambio. Así, Verne es el narrador primigenio de un mundo tan envejecido y maltrecho a fuerza de consumirse que ha tenido que pasar muchas veces por el quirófano de la historia para recomponer su imagen triunfal y recuperar así la energía derrochada en el empeño de avanzar a toda costa. Por eso mismo, Verne conserva para nosotros, los lectores del futuro, un atractivo ambiguo, un encanto inevitablemente sospechoso.

Versiones de Verne

Verne tuvo desde el principio magníficos lectores. El más extravagante fue el escritor Raymond Roussel. Tanto admiraba al maestro que viajó alegremente por el mundo como sus héroes, pero su mirada difería en lo esencial de la mirada colonizadora de Verne. A éste jamás se le habría ocurrido enviar a un amigo, durante un viaje, un raro radiador como recuerdo exótico de Oriente. Las aventuras de Verne, precisamente, perseguían la naturalización del uso del radiador en tierra extraña, como acabó sucediendo. Con ese gesto insólito de Roussel se gestó la originalidad de la mirada surrealista, inconcebible para el autor de El rayo verde.

No obstante, un lector tan inteligente como Borges, que amaba y admiraba a Stevenson (que a su vez admiraba la “prosaica y espuria imaginación” de Verne), no amaba ni admiraba la obra ingente ni el talento gentil de Verne, a quien consideraba con ironía despectiva un “jornalero laborioso y risueño”, entregado en exceso a los dictados de la musa adolescente. Las ficciones del autor de Viaje al centro de la tierra, a juicio del autor de Ficciones, “trafican en cosas probables”. Ya se sabe: nada hay menos estimulante para la imaginación moderna que la engañosa categoría de lo “probable”. El inventor de “El Aleph” prefería releer las improbables invenciones de Wells.

Los mejores lectores de Verne, en cambio, han sabido comprender que era algo más y algo menos que un narrador de viajes y exploraciones posibles. Las novelas y relatos que componen la vasta epopeya de los “Viajes extraordinarios” demuestran que Verne era un filósofo peculiar y poseía una visión integral de lo humano que decidió comunicar a sus congéneres mediante el receptivo formato de la novela popular. La evasión emocionante y genuina causada por su trepidante lectura no es sino un efecto secundario de la verdadera intención de Verne: convencer a sus masivos lectores de la plusvalía moral de la aventura sobre una tierra recién descubierta en su totalidad por la mirada occidental (“No son nuevos continentes lo que necesita la Tierra, sino hombres nuevos”, proclamaba Nemo, como un profeta futurista) y observada en sus novelas desde todos los ángulos posibles (el subsuelo telúrico, los abismos marinos, la Antártida magnética, la órbita lunar, el perímetro terrestre, etc.).

La pretensión principal de Verne, vista desde una relectura actual, no parece otra que la de someter a revisión, a la luz de la mentalidad positiva decimonónica, el entero cuerpo de narraciones y mitos que la humanidad había acopiado a lo largo de la historia. Así, desde la antigüedad el hombre había descendido a las entrañas de la tierra a encontrarse con los difuntos, las dolientes generaciones de los antepasados, pero Verne prefirió descubrir a sus contemporáneos un vientre terráqueo que se parecía a un museo subyacente de historia natural, un revuelto resumen de las distintas etapas geológicas y biológicas de ese suelo terrestre que pisaban con tanta ignorancia como presunción. Los relatos de naufragios abundan en todas las tradiciones, desde “El náufrago del Nilo” hasta Robinson Crusoe, pero para el autor de La isla misteriosa (quizá la pieza central del ciclo verniano, como supo ver Michel Butor) o Los hijos del capitán Grant, el naufragio constituía la ocasión de obligar a sus lectores a padecer un extrañamiento respecto de su propia civilización, la oportunidad de acendrar sus valores en un entorno hostil a fin de repoblarlo con los frutos de la razón instrumental y el esfuerzo inventivo, actualizando la línea ideológica inaugurada por Defoe. Las singladuras submarinas y las peregrinaciones estelares también abundan en el imaginario colectivo, pero Verne se aprovecha de los recursos de las primeras para recuperar la historia y la vida sumergidas como un arqueólogo de las profundidades y simas donde también se cifra el legado terrestre, y con las segundas consigue prefigurar la monotonía futurista de 2001: Una odisea del espacio. De ese modo, una novela como Viaje a la luna supone el fin de la exuberante luna de Cyrano de Bergerac y de otros poetas más o menos lunáticos, incluido Jules Laforgue, al ser descrita por Verne como un satélite árido, más propicio a la explotación que a la aventura o el lirismo. Como buen positivista, Verne creía que el conocimiento era limitado y relativo y la capacidad humana para la acción y la determinación resolutiva era el instrumento decisivo y prodigioso para el avance de la sociedad hacia un estadio ideal dominado por la ciencia y la tecnología (como prueba la expedición antártica narrada en La esfinge de los hielos, el correctivo positivista de Verne a la imaginación fantasiosa y desbocada del Poe de Las aventuras de Gordon Pym, a la que sólo el Lovecraft de En las montañas de la locura vindicaría con toda justicia en pleno siglo XX).


Ciencia y ficciones de Verne

En este sentido, las ficciones de Verne pretenden sugerir al lector que la tecnología que el hombre va conquistando con su inteligencia corresponde moralmente a los fines que cada época se propone. Esta interpretación no excluye en ningún momento el convencimiento mítico de que la técnica es la gran aliada del ser humano en su superación de la naturaleza y su creación de un orden alternativo más justo y paritario. De hecho, las únicas notas de pesimismo se desprenden de su convicción paralela de que todo el mal procede, no de la técnica en sí, sino de la inadecuación de ésta con un estadio determinado de la historia. El positivismo de Verne no podría concebirse sin una instancia normativa que evitara la catástrofe o la desgracia. La ingenuidad industrial le hizo suplir la ausencia de una instancia sobrehumana de control por una conciencia y voluntad humanas de autorrestricción.

El devenir del mundo le ha dado la razón a su visión más oscura y pesimista del progreso, anticipada en su primera novela inédita y refrendada parcialmente en algunas de sus fábulas tardías (Robur el conquistador o La misión Barsac, su última novela, publicada póstumamente en 1919). Verne, sin embargo, fue incapaz de prever cómo el futuro daría origen a las peores pesadillas de la historia. El optimismo racional que rezuman sus novelas excluía necesariamente la consideración del infierno a la medida humana que la técnica aliada ahora con el totalitarismo estaba a punto de construir para encarcelar a sus súbditos. Así, cuando escritores como el ruso Zamyatin o los ingleses Huxley y Orwell quisieron retratar ese infierno ideológico y tecnocrático, Verne no era ya el modelo infalible, sino Wells de nuevo.

Tampoco para los novelistas posteriores, enfrentados a los desafíos de la sociedad de consumo y el mundo capitalista, Verne podía representar una influencia fecunda. Pienso especialmente en Philip K. Dick, el gran autor de ciencia-ficción de la segunda mitad del siglo pasado, cuyas pesadillas entrópicas sobre sociedades terrestres y extraterrestres habrían horrorizado al maestro. Por no hablar de Gibson y la revolución cultural del ciberpunk. La huella literaria de Verne se fue diluyendo del género progresivamente hasta quedar reducida a un guiño amable o una cita amistosa.

En los últimos años, quizá sólo los rentables autores de best-sellers han reciclado a Verne y le han restituido, desde ese formato comercial limitado, una parte de la acuciante contemporaneidad que caracterizó a las pragmáticas extrapolaciones de su obra. Especialmente Michael Crichton, cuya intención de divulgar las bondades de la tecnología y la ciencia como tutoras supremas de la especie humana en tramas enrevesadas que las ponen constantemente a prueba a partir de sus errores y fallos, como en un test narrativo diseñado por Popper, es tan afín al espíritu de Verne como lo pueda ser la teoría del caos a la termodinámica decimonónica.

Verne y Cervantes

No me parece arriesgado plantear hoy una asimilación entre estos escritores aparentemente antagónicos. Para Cervantes, en efecto, la realidad padece un estancamiento y una inmovilidad de tal envergadura que ni las ensoñaciones grandilocuentes de su héroe taciturno y vacilante bastan para sacarla de su hechizo y ensimismamiento. Para Verne, en cambio, el mundo está condenado al movimiento y la velocidad crecientes, y los hombres y sus creaciones mecánicas incorporan su pequeño movimiento a esa agitación incesante, su propia inquietud tumultuosa. La invención constante de máquinas y aparatos de transporte responde, por tanto, al deseo humano de sumarse al movimiento global e incrementarlo con su incontrolable contribución. Cervantes es el cronista cómico de un tiempo histórico extenuado e irredimible por la acción; Verne, por el contrario, es el cronista mitológico de la Revolución Industrial, el gran enemigo narrativo de la entropía moderna.

La Mancha de El Quijote, como la vida actual, representa el grado cero de la aventura entendida como expansión afectiva de las posibilidades vitales. Es ahí, por tanto, en ese territorio desertizado de lo real en el que se desenvuelven tanto el caótico personaje cervantino como la catódica subjetividad posmoderna donde se origina necesariamente la dimensión de lo virtual y lo espectacular que amenaza con totalizar la esfera social contemporánea. Sería aquí donde ambos escritores, a su pesar, coincidirían finalmente: Cervantes y Verne acertaron a profetizar, cada uno a su manera, los fundamentos morales y materiales de la “sociedad del espectáculo”.

Verne en el multicine

El cine es el medio tecnológico cuyo alcance mundial concedió a la obra de Verne, desde el principio, un protagonismo portentoso. Sorprendentemente, es también el medio artístico que prueba la caducidad y el agotamiento literal de esas fabulaciones, mientras se nos impone la lógica espectacular de la visión “Verne” del mundo. Las ficciones probables de Verne han perdido gran parte de su animada fotogenia, sin perder un ápice de fascinación intelectual, en un mundo demográficamente saturado donde la mayor aventura consiste, para casi todo el mundo, en sobrevivir a otra jornada de tedio laboral, viajar equivale a hacer anodino turismo de agencia y los países y paisajes exóticos y remotos se han transformado en parques temáticos de explotación regional o folclórica (conceptualmente similares a los exhaustivos inventarios de tantas novelas de Verne).

Es probable que Verne, gracias a este paradójico desprestigio de su expansiva imaginación, se haya convertido en un gran maestro literario de la nostalgia y la melancolía. Un Proust de estilo dinámico y eficaz y desmedidas ambiciones empresariales que no ha perdido el tiempo ociosamente en los salones mundanos, sino que lo ha perseguido y acosado por todas partes, como a un enemigo ideológico, hasta encerrarlo en la esfera exacta de un reloj que ha acabado por confundirse con el formato panorámico del mundo.

sábado, 5 de febrero de 2011

COSAS QUE MERECE LA PENA LEER ANTES DE QUE COMIENCE LA CUENTA ATRÁS


El gran desfile de la soledad de todos los tiempos, la soledad y sus palabras, la literatura.

Manuel Vilas

Apenas si hay diferencia entre dar a los clientes lo que quieren, o inducirles a querer lo que se les da.

Steven Shaviro