viernes, 27 de febrero de 2015

DAVE EGGERS x 3


EL CÍRCULO
(Random House, trad.: Javier Calvo, 2014, págs. 445)

Un thriller tecno-corporativo que ha seducido a los lectores norteamericanos con un escenario de pesadilla a la altura de sus miedos más acendrados sobre las secuelas de la era digital…

El nuevo mal es la transparencia total. George Orwell, inventor del concepto, nunca hubiera imaginado que el Gran Hermano de 1984 (una alegoría infernal del totalitarismo estalinista) podría algún día transformarse, gracias a la tecnología televisiva y el desarrollo del mercado capitalista, en un entretenimiento de masas, un espectáculo vulgar de telerrealidad.
Esto fue solo el principio, a finales del siglo veinte. Con la revolución digital las cosas han empeorado hasta extremos inimaginables. Ya no se trata de ofrecerse como carnaza de la televisión basura. Ahora se trata de que todos los datos, la información y las vivencias íntimas de un individuo puedan ser no solo colgadas en una nube en la red sino controladas por una corporación planetaria y puestas a disposición de todo el mundo en tiempo real. De eso trata El Círculo, la nueva novela de Dave Eggers, una ficción terrible sobre el totalitarismo digital de las corporaciones tecnológicas y las redes sociales.
La historia es paradójica: una joven insegura y hasta cierto punto bipolar (Mae Holland) es contratada por una corporación tecnológica en expansión imparable (El Círculo) con objeto de consumar, mediante estrategias de marketing y publicidad viral, sus designios benéficos de control absoluto sobre el imperfecto mundo. Para realizar sus filantrópicos fines, tanto Mae como la empresa californiana a la que sirve con creciente implicación sentimental, se revisten de todo el aparato de reclamos seductores y proclamaciones consideradas positivas en el contexto de la corrección política y el ideario New Age.
Todos los proyectos de esta compañía omnímoda implican, en apariencia, un programa progresista: la transparencia individual, los políticos y ciudadanos deben aprender a vivir bajo la atenta mirada de los otros gracias a las cámaras que los acompañan en todas sus actividades diarias o nocturnas, laborales o domésticas, sin posibilidad de desconexión prolongada; la identificación exhaustiva de las personas y sus orígenes familiares y biografías privadas mediante testimonios, documentos y archivos disponibles; y la democracia real, el fin último, mediante la inscripción digital de los votantes y la obligación civil de participar en las decisiones públicas o las elecciones de cargos nacionales y estatales.
Con la maestría e inteligencia narrativas de libros anteriores, Eggers logra que la trama alcance niveles de verosimilitud escalofriante hasta el punto de que todo lo que se cuenta en ella no parezca producto de la imaginación paranoica, ni del pesimismo especulativo, como en Pynchon, sino de la pura constatación de tendencias y mentalidades que conducirían a la implantación del dominio tecnológico de la sociedad sobre los individuos, suprimiendo la libertad y la privacidad de un solo golpe.
En todo momento, la ficción discurre por cauces realistas, incluso cuando el despliegue de las posibilidades de la situación descrita sobrepasa los límites de lo aceptable. De ese modo, Eggers parecería estar dando la razón al Baudrillard que anunció, en plenos años noventa, la instauración del imperio del bien como nueva forma de totalitarismo neutro, inofensivo en las formas e insidioso en el fondo, tan peligroso como el tiburón extraído de la fosa de las Marianas por uno de los líderes del Círculo que se trasmuta, inmerso en el acuario decorativo situado en el atrio de la empresa, en un depredador voraz de criaturas que en el ecosistema marino no constituían su dieta habitual.
Como escribe a Mae un ex novio que rechaza con radicalidad el mundo creado por las manipulaciones demagógicas del Círculo: “Tu gente está creando un mundo de luz diurna omnipresente y creo que esa luz nos va a quemar vivos a todos”.

GUARDIANES DE LA INTIMIDAD
(Mondadori, 2005, trad.: Cruz Rodríguez Juiz, 2005, pág. 218)

Nos guste o no, la literatura tiene garantizada su existencia en nuestro tiempo si acierta a expresar con inteligencia lo que representa vivir en un mundo como el contemporáneo, tan desvinculado de cualquier forma de esperanza mundana como de toda trascendencia, por no hablar de las alternativas disponibles tras la catástrofe política del siglo pasado. La literatura no es, no puede ser, un sucedáneo de la religión o de la creencia política.
Un ejemplo reciente de la mejor ficción norteamericana actual, esta espléndida colección de quince relatos de Dave Eggers, traza su órbita narrativa excéntrica en torno de esta devastadora cuestión que a muchos lectores paraliza o disuade. La ansiedad existencial que impregna estos relatos de Eggers es de nuevo cuño y no mantiene con su ancestro ideológico o estético más relación que con el minimalismo narrativo contra el que se insurge con un sentido del humor extravagante y descripciones abrumadoras de precisión y poesía.
Los dilemas del libro abarcan los impulsos individuales que rigen las conductas de las últimas generaciones en su tentativa de definir modos de vida no tradicionales en entornos tiranizados por obligaciones convencionales. Vidas singulares, aunque mayormente fallidas, por su desesperada resistencia a permitir que las formas vitales derivadas de la organización capitalista del mundo controlen también la intimidad y el modo en que esa intimidad se concibe, expresa o desarrolla, y la claudicación inevitable a las imposiciones del sistema se acoplan en muchas de estas historias como si fuera el gran motivo que subyace a sus vivaces desarrollos. Por tanto, la “intimidad” del título español no puede ser sino paradójica, como evidencia “Apuntes para un cuento de un hombre que no morirá solo”, el más satírico de todos los relatos.
Una parte del libro la constituyen fábulas sobre la globalización ambientadas en geografías extranjeras, y la otra son fábulas domésticas localizadas en zonas de incertidumbre y perplejidad del país, con lo que este equilibrio casi diplomático entre el interior y el exterior acaba reconfigurando el territorio literario de esa América que se define, como decía Godard, por ser la patria de los sin patria: “gente sin tierra, obligada a encontrar su tierra en otra parte”.
Quizá por ello, abundan en estos relatos las parejas y los parajes, los animales y los elementos naturales. El magnífico “Silencio” sintetiza el espíritu del libro y la idiosincrasia de Eggers como narrador: la pareja protagonista (Tom y Erin) atropella en una carretera escocesa a una oveja negra en presencia de dos ovejas blancas. El terror de la situación se ve agravado por la contemplación culpable del cadáver de la oveja negra y la actitud amenazante de las otras ovejas. En su perplejidad, el narrador llega a creer que las dos ovejas hablan con la oveja moribunda o muerta como si trataran de convencerla de que se levante y, después, se dirigen al conductor y a su acompañante reprochándoles su crimen. Más adelante, cuando Tom pretende consumar su morbosa atracción por Erin en un escarpado paraje de la costa septentrional escocesa, la incriminatoria mirada de un rebaño de ovejas se lo impide y le descubre que Erin es la “oveja negra” del grupo humano al que pertenece y no hay posibilidad alguna de comunicarse con ella o amarla realmente, mucho menos de ser amado por ella.
En “Trepar a la ventana fingiendo bailar”, una fábula sobre la violencia y el salvajismo de la América profunda, el solitario protagonista experimenta una gradual regresión hacia la barbarie emocional que le conduce a fantasear con la idea de decapitar una vaca y calzarse la cabeza para sentir la sangre empapando su pelo y manchando su cara. En otro de los relatos, “El único significado del agua oleosa”, recuperamos el protagonismo de Hand, el único superviviente de la novela anterior de Eggers (Ahora veréis lo que es correr), enfrentado a nuevos dilemas sexuales y morales en Costa Rica, estableciendo así una conexión significativa entre la actitud de los personajes de aquella novela y el espíritu fugitivo de esta colección.
No obstante, hay un componente insólito de esta colección dictado por la actualidad: el espectro de la guerra y el impacto íntimo del horror y la omnipresencia larvada de la muerte. Dos de los relatos abordan esta situación de un modo tan lacónico como contundente: “Lo que significa que una muchedumbre de un país lejano atrape a un soldado que representa a tu país, le dispare, lo saque a rastras de su vehículo y luego lo mutile en el polvo”, con un título que ya es en sí un microrrelato espantoso, Eggers analiza la ansiedad y el desasosiego de un americano medio que encuentra en la fotografía periodística del cadáver descuartizado de un soldado su objeto revulsivo idóneo; mientras “Cuando aprendieron a aullar”, planteado como una broma irónica de estirpe cortazariana, termina expresando el dolor, la impotencia y la rabia por unas muertes tan gratuitas y estúpidas como el acto de pura literatura que las denuncia.
Y es que a pesar de la incomprensión y el desprecio, la literatura, como decía Paul de Man, “está condenada a ser el modo auténticamente político de discurso”.

AHORA SABRÉIS LO QUE ES CORRER
(Mondadori, trad.: Victoria Alonso Blanco, 2004, págs. 400)


Hay muchas razones para considerar esta primera novela de Dave Eggers como un texto sagrado. O más bien, un libro cuya condición literaria podría ser trascendida por el lector con gran facilidad a poco que ciertas constantes de su escritura revelaran su verdadera condición sacramental. No por casualidad, Eggers ha reeditado el libro cambiando significativamente su título e introduciendo algunos elementos nuevos que modifican su percepción inicial, generando una versión actualizada de su artefacto narrativo. Si el título original era You shall know our velocity, el nuevo es Sacrament, escueto y enigmático. Mientras la portada original (reproducida en la edición española) se ofrecía enteramente ocupada por la primera página de la novela en caracteres capitales; el frontis de la revisión aporta las siguientes novedades: el nuevo título y el subtítulo añadido (“Known previously as You shall know our velocity”); el anuncio de la reedición y de la inclusión de material inédito (sesenta páginas aproximadamente), una versión alternativa de los hechos narrados escrita por Hand, el segundo de abordo del protagonista y narrador Will; el logotipo de un hombre subido a una escalera de mano y enroscando una bombilla (perfecto emblema del acto narrativo), y, debajo, el autógrafo impreso de Eggers y el mismo texto de la primera página, ahora en caracteres minúsculos. Si me tomo la molestia de esclarecer este aspecto externo del libro no es por acusar a la editorial de haber publicado una versión primeriza del mismo, sino por enfatizar la cualidad más destacada de su autor eficiente: la extravagancia calculada.
Acaso uno de los rasgos más originales de la novela lo constituya la discreta declaración desde la primera página de que la narración será conducida por un autor difunto (en la línea del Machado de Assis de Memorias póstumas de Blas Cubas). La historia narrada se sitúa así entre el paréntesis fúnebre de “la muerte de Jack” y la muerte por ahogamiento del narrador. Esta ruptura ontológica de la perspectiva radicaliza las opciones temporales de la ficción tanto como las espaciales y le confiere un tono testamentario innovador. La tendencia a la excentricidad y el exceso de buena parte de la mejor ficción norteamericana actual (D. F. Wallace, W. T. Vollmann, M. Z. Danielevski, J. Eugenides, R. Powers, etc.) es la saludable demostración de que la literatura narrativa, a pesar de las presiones comerciales, resiste mejor allí a los envites represivos del mercado.
No hace falta haber leído a Paul Virilio para poner en juego el concepto crítico de velocidad y aplicarlo al mundo contemporáneo con el rigor, la inteligencia y el sentido del humor que exhibe Eggers al programar este experimento narrativo disfrazado de novela juvenil suavemente melancólica y engañosa, cargada de impensada ironía (una novela de formación y deformación al mismo tiempo). En un tiempo como el actual en que la historia ha sido vencida por la geografía y ésta por el turismo y la globalización de la frontera única de la rentabilidad y el beneficio, la política nacional por la geopolítica y las micropolíticas, y las grandes gestas individuales sustituidas por las operaciones corporativas transnacionales, Eggers se atreve a poner en órbita alrededor de un mundo superpoblado y menesteroso a dos estrambóticos trotamundos de mochila y atuendo deportivo, un dúo de encantadores descerebrados con un proyecto personal único con el que dar sentido a sus desastrosas vidas y oponerse al sinsentido contemporáneo: malgastar, durante un alocado viaje de siete días, los ochenta mil dólares ganados por Will en una incursión tangencial y paródica en el mundo de la publicidad, en una reinterpretación insensata del concepto del don, como duelo simbólico por la muerte de su mejor amigo en un absurdo accidente de tráfico donde su coche fue arrollado por un camión a causa de su escasa velocidad, o de su exceso de lentitud.
Una aventura tan incongruente y desesperada como el acontecimiento detonante. Tras la muerte de Jack, el amigo que acapara en la ficción todo lo que Will y Hand nunca tendrán (la responsabilidad, la corrección, la integración social, el equilibrio, la educación, etc.), nada puede aspirar ya a la quietud o al reposo. El trayecto singular les arrastra, de un aeropuerto a otro, de una agencia de alquiler de coches a otra, desde Chicago hasta Riga, pasando por Dakar, Casablanca, Marrakech, Londres y Tallin. La extravagante travesía describirá una de esas líneas narrativas sinuosas y no-euclidianas que hacían las delicias de Sterne en su excéntrico e intemporal Tristram Shandy, una de las obras canónicas en las que hace pensar esta novela de Eggers, y no sólo porque en uno de sus instantes más sublimes, la experiencia cenital para Will de navegar en una lancha por la costa senegalesa, mientras la barca vuela libre entre una ola y otra, se suceden un par de páginas en blanco, imagen del estado mental del narrador extasiado ante la repentina fluidez de los elementos. 
El choque frontal entre velocidad y lentitud, el rechazo de los tiempos muertos, las paradas forzosas, la inercia moral y la torpeza de los movimientos ralentizados, es elevado en la novela a rango de conflicto universal y categórico plenamente vigente. Este enfrentamiento entre levedad y gravedad afecta también al registro narrativo: abundan los pasajes en los que la narración se adensa como si se enredara en la riqueza descriptiva de su transcurso, y se alternan con otros en que la velocidad de la elipsis o la fulguración de la síncopa desatascan la narración y la propulsan a un nuevo destino a través del espacio ilimitado y cartográfico de la novela (ese cuarto mundo “mitad pensamiento, mitad realidad”). Así, a partir de su relación más o menos intensa con la velocidad, los personajes se comportan a veces como receptáculos abrumados por el peso del tiempo y la edad, y otras como proyectiles lanzados hacia el vacío más puro huyendo del vacío decorativo de unas vidas insostenibles.
Ya desde el título original, la novela se coloca bajo el signo ambiguo de la huida, el más conveniente para un libro sapiencial. La velocidad a conocer es la velocidad de escape: la aceleración del punto de fuga una vez que se alcanzan determinadas circunstancias y la experiencia vital se espesa o enrarece y amenaza con paralizarse. La velocidad adecuada de la huida es la velocidad del pensamiento: un pensamiento transversal y múltiple, constituido a partes iguales de inteligencia y estupidez, e instalado en la continua rotación y traslación del mundo. La huida de las secuelas traumáticas de la muerte del amigo se asocia con la huida de un mundo que no solo carece de sentido, sino que es capaz de fundar su legislación corriente y su sentido del orden en la falta total de sentido. El horror de lo inerte es el cadáver desfigurado de Jack; el horror de lo yerto es el mundo de relaciones familiares, laborales y sociales que el narrador y su compinche dejan atrás, a toda velocidad, en pos de un pensamiento inalcanzable. La tecnología del teletransporte, tan veloz como el pensamiento, se propone en una digresión como solución especulativa a este desfase secular. Horizonte utópico de un mundo obsesionado por la velocidad del consumo y la desaparición y dominado por la lentitud de las costumbres, las morales y las culturas.
Si hay algo a lo que esta novela se parece finalmente es a esa vaca a la que Will y Hand rociaron de gasolina y prendieron fuego durante una correría nocturna en compañía de Jack, testigo mudo y horrorizado. Una vaca inmóvil, echada sobre sus cuatro patas, ardiendo silenciosamente en la plenitud de la noche. Una vaca sacrificada a causa de su lentitud, pesadez y torpeza animal. A cada lector le corresponde decidir si esta novela podría ser considerada un libro sagrado de nuestro desahuciado tiempo: un libro capaz de generar sus propios rituales y cultos, fundar una secta de descreídos guiados por los excéntricos modelos de conducta de sus protagonistas, con sus dichos y actitudes piadosas, sus anécdotas de muerte y resurrección, sus peregrinaciones y actos de fe, sus sacramentos y también sus mártires. O es simplemente un acto gratuito y estúpido de pura literatura. El siglo veintiuno será literario, o no será. 

miércoles, 11 de febrero de 2015

LITERATURA MUNDIAL

 

 [Adam Thirlwell, La novela múltiple, Anagrama, trad.: Aleix Montoto, 2014, págs. 470]

Y aquí mi héroe fue Roland Barthes, a quien tanto disgustaban las novelas. 
Para escribir una verdadera novela, el novelista debe adoptar la perspectiva del infinito.
-A. Thirlwell-

La historia de la literatura no existe. Tampoco la geografía, que nadie se sobresalte. La historia de la literatura no puede escribirse, por tanto, tomando en consideración siglos o naciones, períodos o identidades regionales. La historia de la literatura solo podría escribirse, como hace Adam Thirlwell en este magnífico ensayo, a la manera excéntrica del “Tristram Shandy” de Sterne, dando saltos adelante y atrás en el tablero, sin respetar la cronología lineal ni los movimientos euclidianos en la cartografía planetaria, en busca de los autores que han definido sus características con más libertad e inventiva.
En este sentido, la literatura solo puede ser mundial, si por tal entendemos una literatura escrita en cualquier lengua del mundo para ser leída por lo que Thirlwell llama “el lector internacional”, uno de sus grandes hallazgos categoriales, que no es el lector que conoce todas las lenguas y dialectos con que los seres humanos se comunican o expresan sino el que acepta la traducción como medio de multiplicación de los libros y, sobre todo, las novelas.
De todas las formas literarias, el ensayo de Thirlwell apuesta por el increíble poder de metamorfosis de la novela por considerarla, en una línea afín a Kundera, la más adecuada a la experiencia humana en toda su complejidad e incertidumbre: “Toda nueva novela supone asimismo el descubrimiento de un contenido nuevo. Si no es así, no puede suponer un descubrimiento a nivel formal. Y, mientras sea fiel a eso tan cómico llamado vida real, toda nueva novela supondrá asimismo el descubrimiento de nuevas versiones de lo cómico”.
Los protagonistas de este inteligente tratado literario no pueden ser otros entonces que los grandes jugadores del género: Rabelais, Cervantes, Sterne, Diderot, Flaubert, Machado de Assis, Joyce, Kafka, Gombrowicz, Gadda, Nabokov, Hrabal, Macedonio Fernández. Thirlwell plantea desde el principio un proyecto consistente en escribir una novela de novelas donde las historias de los escritores y obras incluidos construyan una máquina narrativa extravagante sobre las estrategias y formas con que la novela, como los organismos en la evolución de la vida, se ha ido expandiendo y multiplicando al infinito a lo largo del tiempo.
Como siempre, en un libro tan extenso y rico, uno puede practicar una lectura fetichista y quedarse con secciones que suscitan especiales resonancias en la sensibilidad o el gusto de cada cual. Yo reconozco que los capítulos consagrados a Sterne y a Gadda están entre mis favoritos absolutos. El primero adopta la técnica excepcional de asumir la singularidad artística del objeto de estudio (“Tristram Shandy”) como método creativo de abordarlo. El segundo es una de los más lúcidos intentos recientes de interpretar la originalidad filosófica de la obra de Gadda.
Pero si hay una historia conmovedora (digna de Nabokov) en el corazón delator de este libro repleto de historias y anécdotas del destino es la de Ms. Herbert, la institutriz inglesa que colaboró con Flaubert en la primera traducción al inglés de “Madame Bovary”, perdida para siempre en una maleta durante un viaje de vuelta a Londres a causa de los delicados problemas sentimentales entre ambos personajes. Si este no es un tema paradigmático para una novela que venga el novelista Thirlwell (autor de las excepcionales “Política” y “La huida”) y me lo diga a la cara sin complejos de clase intelectual oxoniense.
No obstante, el designio final de Thirlwell apunta hacia las posibilidades para un novelista contemporáneo de mantenerse al nivel de los grandes maestros de un género en perpetua renovación. Y este es, como diría el "lector internacional" con el que se identifica Thirlwell y todos los que suscribimos sus audaces tesis, el verdadero meollo del asunto. Qué novelas escribir (o cómo escribirlas) cuando se es plenamente consciente de que la literatura o es mundial o no vale nada de nada. 

Postdata: Una sola pega irónica pondría a la traducción de este libro escrito en defensa de la traducción como instrumento de multiplicación creativa de las novelas, ¿por qué el traductor Montoto se empeña con sospechosa perseverancia en citar todos los libros, incluidos los extranjeros (brasileños, húngaros, italianos, polacos, etc.), solo en su versión inglesa, privando al lector español de una bibliografía en su lengua de las obras citadas?...

jueves, 5 de febrero de 2015

GÓTICO VAQUERO


[Richard Brautigan, El monstruo de Hawkline (Un western gótico), Blackie Books, trad.: Damià Alou, 2014, págs. 192]

De acuerdo, de acuerdo, ya sé que Brautigan no es Pynchon, desde luego, aunque imagino con facilidad al cachondo novelista neoyorquino leyendo las imaginativas novelas de su colega de Tacoma y partiéndose de risa con sus metáforas ingenuas y sus juegos de escritura y su humor contagioso. Brautigan es Brautigan y con eso bastó durante un tiempo. Hasta que el mundo se cansó de él, o él del mundo, todo es posible, y Brautigan, el gran escritor de la contracultura de los años sesenta y setenta, un fabulador cómico irresistible, se encerró en una cabaña forestal para pegarse un tiro con el pistolón de Harry el sucio en plena era Reagan y liberar a su espíritu inconformista de toda grosera atadura terrenal y permitirle volar a las nubes a las que pertenecía por destino y vocación. Las nubes, es decir, conforme al precepto moderno de Rimbaud, la utopía de una vida verdadera que no es de este mundo.
Con esta novela paródica escrita entre 1972 y 1973 y publicada con éxito en 1974, Brautigan pretendía escribir un comentario satírico sobre el agotamiento de la utopía inconformista de la contracultura (la psicodelia, la vida salvaje, el amor libre, la comuna promiscua), la falacia capitalista del sueño americano en el siglo XX y el horror de la pesadilla científica de cambiar radicalmente la realidad en pro de una vida mejor.
Con el fin de contar la delirante historia de dos vaqueros (Greer y Cameron) contratados por dos hermanas gemelas (Jane y Susan), hijas de un científico ambicioso (el profesor Hawkline), para acabar con el monstruo que las amedrenta en la siniestra mansión familiar de Oregón, nada mejor que recurrir a las trazas de la novela popular (oeste, gótico, fantástico, etc.) y aderezar el cóctel narrativo con ingeniosas dosis de surrealismo situacional. De ese modo, el decorado del western sirve a Brautigan para alegorizar la historia y la violencia de los orígenes nacionales, la escenografía gótica para simbolizar los fantasmas ocultos del inconsciente americano y la fantasía y la ciencia ficción para metaforizar los peligros generados por la amenaza nuclear y la destrucción planetaria.
El monstruo terrorífico, creado por Hawkline en el laboratorio durante uno de sus arriesgados experimentos, no es solo la imagen deforme de la ciencia y la técnica a través de la cual América pretendería realizarse como utopía del futuro sino la encarnación diabólica de la energía que anima la realidad: “una luz que tenía el poder de obrar a su voluntad sobre la mente y la materia, y de cambiar la mismísima naturaleza de la realidad al capricho de su mente revoltosa”. Como en “La tempestad” de Shakespeare, o en su adaptación cinematográfica al marco de la ficción científica (“Planeta prohibido”), el monstruo espectral de Brautigan es un subproducto aberrante de las manipulaciones irresponsables del poder tecnológico y los deseos latentes de una cultura enferma.
El pastiche de western de la novela queda tan lejos de su amigo Tom McGuane, uno de los miembros de la pandilla de Montana a quienes dedica el libro, o del más serio practicante posmoderno del género, Cormac McCarthy, como de los estereotipos clásicos del cine de vaqueros. Y se emparentaría, más bien, con la literatura libertaria de Thomas Berger y Tom Robbins y las parodias fílmicas de Arthur Penn (“Pequeño, gran hombre”, basada en Berger, o “Missouri Breaks”, basada en un guion de McGuane) y Robert Altman (“Los vividores”, “Buffalo Bll y los indios”). La dimensión fantasmagórica de la novela, en cambio, se alinea con las inquisiciones románticas de “Frankenstein” (Mary Shelley), las ironías positivistas de “El castillo de los Cárpatos” (Jules Verne) y la sátira patafísica del “Doctor Faustroll” (Alfred Jarry).
Como en “Grupo salvaje”, la nihilista obra maestra de Sam Peckinpah, otro miembro notorio de la banda de Montana, la pulsión de muerte y el deseo de aniquilación de la contracultura americana de fines de los sesenta y comienzos de los setenta adoptan los disfraces y las maneras del western como imagen truculenta de la entropía en curso inexorable. Agotada la energía, extenuado el cuerpo, solo queda autodestruirse. Brautigan tardaría aún una década en cumplir su promesa mortal.